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COMO UNA INVASIÓN EXTRATERRESTRE

«Deberían tratarlo como una invasión extraterrestre».

En el avión, Eliza seguía recordando las palabras de Morgan sin parar. Al otro lado de la ventanilla se desplegaba un misterioso paisaje nocturno: nubes desdibujadas que se dispersaban de vez en cuando para revelar… oscuridad. ¿Estaban sobre el Atlántico? Qué locura no saber con certeza ni siquiera aquello. ¿Con cuánta frecuencia le sucedía a la gente lo de no saber en qué parte del planeta se encontraba?

Eliza se estremeció y apartó la frente del gélido cristal. No había nada que ver allí fuera, excepto jirones de nubes y noche. Si aquello fuera un libro o una película, pensó, sería capaz de mirar las estrellas y orientarse. Los personajes siempre poseían alguna habilidad inesperada para salir de cualquier situación. Como: «Menos mal que pasé aquel verano en el barco de mi tío el contrabandista y que aquel guapo marinero de cubierta me enseñó navegación astronómica». Ja, ja.

Eliza no tenía habilidades inesperadas. Bueno, al parecer su grito de película de terror era increíble. Muy útil. Oh, y era mañosa con el escalpelo. Cuando enseñaba en el laboratorio de anatomía de su universidad, un estudiante le había dicho en broma que probablemente conociera los mejores puntos para apuñalar a alguien, y supuestamente así era, aunque no era una destreza a la que hubiera tenido que recurrir nunca.

Así que, básicamente, la suma de sus habilidades especiales equivalía a apuñalar con gran precisión mientras gritaba como en una película de terror. ¡Era casi una superheroína!

Oh, dios. Era el cansancio. Calculó que llevaba treinta y seis horas sin dormir —sin contar la breve siesta en el laboratorio— y no resultaba fácil. Los suaves ronquidos del doctor Chaudhary desde el otro lado del pasillo eran una tortura. ¿Cómo sería poder dar una cabezada sin miedo?

¿Quién sería ella sin el sueño? En cualquier caso, ¿quién era ella? ¿Era «Eliza Jones», a quien había creado de la nada, o era, irrevocablemente, aquella otra persona, moldeada por otros y destrozada por ellos también?

Las personas con un destino no deberían hacer planes.

Tales eran sus pensamientos cuando notó el primer cabeceo del avión para descender. Colocó la cara de nuevo contra el frío cristal de la ventanilla y vio que en el exterior la oscuridad ya no era absoluta. Un rubor de amanecer se aferraba a los contornos del mundo y… Eliza frunció el ceño. Se acercó más, tratando de buscar con la cara un ángulo que le brindara una mejor perspectiva. Nunca había estado en Italia, pero estaba bastante segura de que no era aquello.

En Italia no había… desierto, ¿verdad?

Echó un vistazo a los agentes sentados unas filas más atrás, pero sus rostros no revelaron nada.

Sacudido por una turbulencia, el doctor Chaudhary se despertó por fin y se volvió hacia Eliza.

—¿Hemos llegado? —le preguntó, estirándose.

—Estamos en alguna parte —respondió Eliza, y él se inclinó hacia su propia ventanilla para echar un vistazo al exterior.

Una prolongada mirada, un levantamiento de cejas y el doctor se reclinó de nuevo en su asiento.

—Hmm —fue todo lo que dijo, lo cual, en la jerga del doctor Chaudhary, significaba aproximadamente: «Realmente extraño».

Eliza sintió como si la caja torácica le estuviera aplastando el corazón. ¿Dónde nos llevan?

Cuando las ruedas del avión tocaron tierra en un desolado tramo de pista en el desierto, el sol había pasado por encima de una cordillera y dejaba a la vista un territorio color arena. El único edificio que servía como terminal era achaparrado y, aparentemente, estaba construido con aquella misma arena.

¿Oriente Próximo?, se preguntó Eliza. ¿Tattooine? El cartel manuscrito con exóticas y ondulantes letras resultaba ininteligible. Árabe, tal vez. Aquello probablemente eliminara Tattooine.

Junto al lateral de la pista había un oficial con uniforme de aspecto militar. Uno de los agentes deliberó con él y le entregó unos papeles. A la sombra del edificio de barro, dos hombres más permanecían apoyados en un todoterreno. Uno era un agente con el reglamentario traje negro; el otro tenía la piel oscura e iba vestido con una túnica y una larga tela de color azul intenso enrollada a la cabeza.

—Un tuareg —señaló el doctor Chaudhary—. Hombres azules del Sáhara.

¿El Sáhara? Eliza miró a su alrededor con nuevos ojos. África.

Los agentes no dijeron nada, solo los condujeron hasta el vehículo.

El trayecto fue largo y extraño: tramos de absoluta monotonía puntuada por maravillosas ciudades en ruinas, con algún tendedero ocasional o restos de humo que insinuaban que seguían habitadas. Pasaron junto a niños a lomos de dromedarios, mujeres caminando en grupo con pañuelos a la cabeza y vestidos largos y raídos de una docena de tonos descoloridos por el sol. En un lugar tan monótono como cualquier otro, el vehículo abandonó la carretera y comenzó a subir una colina dando sacudidas y bamboleándose, a veces derrapando sobre las rocas sueltas. Eliza tenía los nudillos blanquecinos alrededor de la correa que había encima de la puerta, y todos sus pensamientos sobre ángeles se habían quedado atrás con el avión.

Aquello era algo completamente distinto, lo supo de repente, con un tipo de certeza punzante y nada científica que creía haber superado. Un oscuro presentimiento la atenazó, liberado del armario de la memoria, de la infancia, cuando había creído con inocencia infantil lo que le habían enseñado a creer: que el mal era algo real y la estaba vigilando, que el demonio se escondía a la sombra del seto de tejos, acechando para arrebatarle el alma.

El demonio no existe, se dijo a sí misma, enfadada. Pero en aquel momento, a la luz de los últimos sucesos, le resultó difícil creer lo que fuera que hubiera utilizado para convencerse a sí misma en los años transcurridos desde que abandonó su casa.

Las bestias vienen a por vosotros.

—Mira —el doctor Chaudhary señaló algo.

En lo alto de la colina, austera contra la sombra de las montañas distantes, apareció una fortaleza de tierra rojiza. Cuando se aproximaron, con los neumáticos rechinando sobre las rocas, Eliza vio que había más vehículos junto a los muros, entre ellos todoterrenos y pesados camiones de transporte militar. Apartado a un lado, un helicóptero detenido. Había soldados patrullando, ataviados con polvorientos uniformes de camuflaje para el desierto y… contuvo el aliento y se volvió hacia el doctor Chaudhary. Él también los había visto.

Descendiendo por un sendero desde la fortaleza: figuras con monos blancos de protección contra materiales peligrosos.

Protocolo de invasión extraterrestre, pensó Eliza. Maldición.

Uno de los agentes hizo una llamada, y cuando su vehículo se detuvo cerca de los otros, un hombre con un espeso bigote negro estaba allí para recibirlos. Iba vestido de civil y hablaba con cierto acento y aire autoritario.

—Bienvenido al Reino de Marruecos, doctor. Soy el doctor Youssef Amhali.

Los hombres estrecharon las manos. A Eliza la consideraron digna de una inclinación de cabeza.

—Doctor Amhali… —empezó el doctor Chaudhary.

—Por favor, llámeme Youssef.

—Youssef. ¿Podría explicarnos por qué estamos aquí?

—Desde luego. Están aquí porque yo solicité su presencia. Nos enfrentamos a… una situación que supera mi ámbito de conocimiento.

—¿Y su ámbito es? —inquirió el doctor Chaudhary.

—Soy antropólogo forense —respondió.

—¿Qué clase de situación? —preguntó Eliza demasiado rápido, demasiado alto.

El doctor Amhali (Youssef) alzó las cejas, haciendo una pausa para evaluarla. ¿Debería haber permanecido como la ayudante silenciosa, la mujer obediente? Tal vez el doctor hubiera notado temor en su voz, o tal vez fuera simplemente una pregunta estúpida teniendo en cuenta su especialidad. Eliza sabía bastante bien lo que hacían los antropólogos forenses, y lo que debía de haberlos llevado hasta allí.

Y cuando el doctor alzó la cabeza, solo un poco, y olfateó el aire, arrugando la nariz con desagrado, Eliza lo percibió: un hedor acre en el aire. Descomposición.

—El tipo de situación, señorita, que huele peor en un día caluroso —respondió. Cadáveres—. El tipo de situación —continuó el doctor Youssef Amhali— que puede desencadenar una guerra.

Eliza lo comprendió, o creyó hacerlo. Se trataba de una fosa común. Pero no entendía por qué estaban ellos allí. El doctor Chaudhary dio voz a su duda:

—Usted es el especialista aquí —sugirió—. ¿Qué necesidad puede tener de mí?

—No existen especialistas para esto —dijo el doctor Amhali. Hizo una pausa. Su sonrisa era macabra y jocosa, pero por debajo Eliza detectó un miedo que alimentó el suyo. ¿Qué está pasando?

—Por favor —el doctor Amhali les indicó con un gesto que avanzaran por delante de él—. Es más sencillo si los ven con sus propios ojos. La fosa está por aquí.