LA TARTA PARA MÁS TARDE
—Si vivimos lo suficiente.
No era lo que Karou quería decir. Ni siquiera se aproximaba. De hecho, no quería decir nada. Akiva estaba frente a ella, al otro lado de la mesa de piedra, con los ojos aún llenos de eternidad, y lo único que Karou deseaba era subir a la losa y encontrarse con él. ¿Pero desde cuándo lograba lo que deseaba? ¿Akiva quería pasar la eternidad a su lado? Aquello era… era como llamaradas solares y truenos en su interior, pero también como un pedazo de tarta apartado para más tarde. Una burla.
Acábate la cena y podrás comerte la tarta.
Si no te mueres.
—Viviremos lo suficiente —dijo él con ardor y convencimiento—. Sobreviviremos. Ganaremos.
—Ojalá pudiera estar tan segura como tú —respondió Karou, aunque estaba pensando: ejércitos, ángeles, portales, armas, guerra.
—Dalo por seguro. Karou, no permitiré que te suceda nada. Después de todo lo que ha pasado y… ahora… no voy a permitir que te apartes de mi vista —tras una pausa y en medio de un dulce y tímido rubor (como si aún no tuviera la certeza de estar interpretándola bien, o que su ahora fuera lo que él esperaba), Akiva añadió—: Siempre y cuando me quieras a tu lado.
—Te quiero a mi lado —respondió ella de inmediato—. Pero no puedo estar contigo. Aún no. Está decidido. Escuadrones separados, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo. Pero yo también tengo algo que decirte. O más bien, que enseñarte. Creí que podría ayudar —y Akiva se sentó en la mesa y subió las piernas, deslizándose hacia el centro y haciéndole un gesto a Karou para que se reuniera con él.
Ella obedeció y, al acercarse, notó cómo subía la temperatura. No más barreras entre ellos. Se apoyó sobre sus piernas dobladas —la piedra estaba fría— y se preguntó qué pretendía Akiva con aquello. No era el eco de su anhelo. Akiva no alargó la mano hacia ella, solo la contempló con una intensidad ligeramente vacilante.
—Karou, ¿tú crees que las quimeras accederían a mezclar los escuadrones? —preguntó él.
¿Cómo?
—Si Thiago lo ordenara, lo harían. Pero ¿qué importa eso? Tus hermanos y hermanas no querrán. Lo dejaron bastante claro.
—Lo sé —dijo él—. Por las hamsas. Porque vosotros disponéis de un arma frente a la que estamos indefensos.
Karou asintió con la cabeza. Sus propias hamsas descansaban contra la losa; se estaba convirtiendo en un gesto automático ocultar los ojos en presencia de los serafines para evitar agresiones accidentales, pero resultaba un poco precario.
—Nuestras manos continúan siendo enemigas aunque nosotros ya no lo seamos —y su voz sonó ligera, aunque notaba el corazón pesado. No deseaba que ninguna parte de su cuerpo fuera enemiga de Akiva.
—Pero ¿y si no lo fueran? —insistió él—. Creo que podría persuadir a los Ilegítimos de que se integraran. Tiene sentido, Karou. Uno contra uno, los Dominantes no son mejores que nosotros, pero no nos enfrentamos uno contra uno sino que nos superan considerablemente en número, incluso sin ninguna ventaja imprevista que pudieran haber conseguido. Contar con quimeras en nuestros escuadrones no solo aumentaría nuestra fuerza, sino que reduciría la del enemigo. Y está la ventaja psicológica también. Vernos juntos los confundiría —hizo una pausa—. Es la mejor manera de aprovechar los dos ejércitos.
¿Adónde quería llegar?
—Tal vez deberías habérselo dicho a Elyon y Orit —objetó ella.
—Se lo diré. Si tú estás de acuerdo y… si funciona.
—Si funciona ¿el qué?
Mirándola aún con aquella intensidad un tanto vacilante, Akiva alargó un brazo muy lentamente y, rozando la mejilla de Karou con la punta de un dedo, enganchó un mechón suelto de su pelo y se lo colocó detrás de la oreja. Aquel leve roce produjo chispas y un resplandor, pero las chispas y el resplandor quedaron subsumidos por un fuego más profundo e intenso cuando Akiva colocó toda la palma sobre su piel. Su mirada era brillante, prometedora y escrutadora, y el tacto de su mano ligero como un susurro y… una degustación de la tarta que Karou no podía comer. Aquello era más que una broma. Era un tormento. Ella sintió ganas de girar la cabeza y apretar los labios sobre la mano de Akiva, y luego sobre su muñeca para seguir el camino de su pulso hasta su origen.
Hasta su corazón. Su pecho, su firmeza. Que la rodeara con los brazos, eso era lo que deseaba y… deseaba que el movimiento respondiera al movimiento, la piel a la piel y el sudor al calor y el aliento al jadeo. Oh, dios. Su tacto le robaba la razón. La alejaba del redoble de ejércitos, ángeles, portales, armas, guerra de la vida real y la conducía hasta aquel paraíso que habían imaginado largo tiempo atrás; el que era como un joyero a la espera de que ellos lo encontraran y lo llenaran con su felicidad.
Una fantasía. Incluso si alcanzaran la «eternidad», no sería ningún paraíso, sino un mundo devastado por la guerra con mucho que aprender y desaprender. Trabajo que hacer y dolor que aportar y… y… Y tarta, pensó Karou, desafiante. Podría existir vida alrededor. Y tener a Akiva cada día, entre el trabajo y el dolor, sí, pero con amor también.
La tarta como modo de vida.
Entonces giró la cabeza y apretó los labios contra la palma de Akiva, y sintió el escalofrío que lo recorría y supo que la distancia que los separaba era mucho menor que aquel espacio físico del ancho de un brazo. Qué sencillo sería inclinarse y perderse en un pequeño paraíso temporal…
—¿Te acuerdas? —preguntó él con voz profunda—. Esto es el principio —y su caricia bajó por la mejilla y el cuello de Karou, ardiente y mágica, y encendió cada uno de sus átomos. Las puntas de sus dedos se detuvieron en la clavícula de Karou y su palma terminó por descansar, ligera como un chal de colibríes polilla, sobre su corazón.
—Por supuesto que sí —respondió ella, con una voz tan profunda como la de él.
—Entonces, dame tu mano —Akiva alargó los dedos y Karou le entregó los suyos. Los atrajo hacia él, y los ojos de Karou permanecieron en la «V» de su escote, en aquel triángulo de su pecho, y se imaginó deslizando la mano bajo la tela para reposar la palma contra su corazón…
Alto.
Vagamente, reconoció el peligro y se resistió, cerrando la mano en un puño.
—No quiero hacerte daño.
—Confía en mí —dijo él. La ligera vacilación había desaparecido en cuanto los labios de Karou habían rozado su palma, y en aquel momento solo quedaban la intensidad y la atracción (como si a aquella distancia sus imanes hubieran quedado unidos y solo pudiera separarlos la fuerza más intensa). La fuerza de Karou no era intensa. Deseaba tocar a Akiva del mismo modo que deseaba respirar. Así que dejó que le guiara la mano y, al rozar su cuello con los nudillos, interpretó su propio papel en la recreación del recuerdo —«Nosotros somos el principio»—, estirando los dedos y deslizándolos bajo el borde de la tela hasta alcanzar su pecho. El pecho de Akiva. La piel de Akiva. Estaba viva bajo las puntas de sus dedos y quiso recorrerla con los labios. Su deseo era turbador, y por eso tardó un largo y delirante instante, con la mano —con la palma— completamente apoyada en su piel, en darse cuenta.
Su roce no le hería.
Con asombro en la voz, le preguntó:
—Akiva… ¿cómo?
La mano de Akiva cubrió la de Karou y la apretó contra su cuerpo, y ella sintió el calor de la hamsa como siempre que estaba en presencia de un serafín, una sensación de hormigueo, pero Akiva no se encogió de dolor, ni retrocedió, ni se estremeció. Sonrió. La separación entre ambos se había reducido —de la longitud del brazo de Akiva a la longitud del de Karou—, y él la redujo aún más al inclinarse hacia ella, agachando la cabeza y girándola mientras susurraba:
—Magia —y le mostró lo que había hecho.
En la nuca tenía una marca que antes no había estado ahí; Karou lo sabía. Quedaba medio oculta por la camisa, pero pudo ver lo que era: un ojo. Un ojo cerrado. Su propia magia para contrarrestar la de Brimstone. No era de color añil como una hamsa; no se trataba de un tatuaje, sino de una cicatriz.
—¿Cuándo te lo has hecho? —preguntó ella.
—Esta noche.
Con la punta del dedo, Karou recorrió el fino contorno protuberante en la carne.
—Ya está curado.
Akiva asintió al tiempo que se enderezaba y levantaba de nuevo la cabeza. Y aunque Karou había empezado a sospechar de lo que Akiva podía ser capaz, se asombró. El hecho de que se hubiera hecho aquella cicatriz y se hubiera curado en cuestión de horas resultaba extraordinario, pero no era nada comparable a la magia que conseguía. Había anulado de manera efectiva el arma más poderosa de las quimeras después de la resurrección, si es que esta podía considerarse un arma. Tal vez debería haberla aterrorizado, pero lo que Karou sintió en aquel instante no fue miedo.
—Puedo tocarte —se maravilló, y fue incapaz de resistir (o al menos no lo intentó) la tentación de deslizar la palma de nuevo por el suave y cálido pecho de Akiva hasta que le pareció tener en la mano los latidos de su corazón.
—Tanto como quieras —dijo él, tembloroso, pero no de dolor.
La piel y la eternidad formaron una poderosa combinación, y la verdadera razón por la que Akiva había conjurado aquella magia quedó prácticamente olvidada, al igual que todo lo demás, aparte del palpitar de sus dos corazones…
… hasta que la realidad apareció en la puerta.
Habría sido casi imposible imaginar una visión más improbable: hombro con hombro y empapados, avanzando sigilosamente por los pasillos con un propósito desconocido y pasando como una exhalación del territorio quimérico al seráfico a través de la cueva principal donde casi todo el mundo estaba reunido: Thiago y Liraz, arrastrando el cadáver de Ten a sus espaldas.
Todas las voces se apagaron. Mik había soltado el violín poco antes y estaba tumbado con la cabeza en el regazo de Zuzana, hasta que el grito ahogado de su compañera le obligó a enderezarse.
Issa se irguió sobre su cola (recordando más que nunca a la diosa serpiente de un templo antiguo) y, a su alrededor, la hueste quimérica empezó a levantarse o medio levantarse, alerta y dispuesta a luchar en caso necesario. Pero no fue necesario. La pareja cruzó con paso marcial, la mirada clavada al frente y similar expresión sombría… y desapareció, dejando atrás al guardia seráfico de la última puerta sin detenerse ni ofrecerle explicación alguna.
Al encontrar la puerta de Akiva aún cerrada, Liraz se irritó y, sin llamar, la abrió de un golpe y contempló furiosa la escena que ocultaba. Akiva y Karou, con los ojos empañados de deseo, uno frente al otro sentados en una losa de piedra y acariciándose, con las manos en los corazones.
Algunos dirían que lo sucedido aquella noche fue obra de Ellai —diosa de los asesinos y los amantes secretos—, que se deslizó por los pasillos para hacer travesuras y orquestar salvaciones por los pelos. Unos instantes más o menos y Liraz podría haber acabado muerta, o Karou y Akiva haber sido sorprendidos en un compromiso mayor que los ojos llenos de deseo y la mano del uno en el corazón del otro. Un instante más y podrían haberse besado.
Pero Ellai era una mecenas caprichosa y ya les había fallado espectacularmente. Karou había dejado de creer en dioses, así que cuando la puerta se abrió de golpe, solo pudo culpar de ello a Liraz y el Lobo.
—Bueno —exclamó Liraz, con una voz tan seca como mojado tenía el resto del cuerpo—. Al menos seguís con la ropa puesta.
Y menos mal, pensó Karou, apartando la mano de la camisa de Akiva. Instantáneamente sintió el frío de la estancia. Con qué rapidez su cuerpo se adaptaba a la temperatura de Akiva, haciendo que todo lo demás pareciera frío en comparación. Le costó unos cuantos parpadeos alejar la confusión, captar los detalles de la ropa húmeda pegada a la piel y el sonido goteante, por no mencionar el olor sulfuroso.
¿Ziri había llevado a Liraz a bañarse a las termas? Aquello era… raro. ¿Completamente vestidos? De acuerdo, resultaba menos raro que la alternativa, pero parecía demasiado extraño. Entonces el Lobo alzó algo a través del umbral y todo quedó claro.
Un cadáver.
—Aquí está quien rompió el juramento —dijo el Lobo.
Ten. Haxaya.
¿Qué?
Karou se estiró sobre la mesa de piedra y se impulsó en el borde para caer junto al cuerpo. Enseguida vio la huella abrasada en el pecho de la loba y alzó los ojos hacia Liraz, que la saludó con una mirada más vacía de lo habitual.
Akiva se reunió con ella junto al cadáver, y, en cuestión de segundos, el pasillo quedó abarrotado de serafines y también de quimeras que habían traspasado la frontera para ver lo que estaba sucediendo. Resultaba casi divertido que un acto de violencia como aquel sirviera de algún modo de detonante para que los ejércitos se mezclaran con más libertad. Casi divertido pero sin serlo.
Era otro barril de pólvora, una cerilla encendida a punto de caer en él. Los instantes siguientes fueron un alboroto de preguntas y respuestas. El Lobo les relató lo ocurrido, manteniendo el engaño en cada detalle. Ten había sido la responsable de todo. Y Ten había muerto. En cuanto a Haxaya, Karou trató de comprender su participación en aquel asunto. La conocía bien. Había luchado a su lado y confiado en ella como Madrigal. Era alocada pero no impredecible. No era estúpida. Al involucrarla en el engaño, Karou le había confiado las vidas de todos ellos.
—¿Por qué lo haría? —preguntó Karou, aunque no esperaba una respuesta; estaba preguntando al aire. Sin embargo, fue Liraz quien contestó:
—Era personal —dijo la serafina. Liraz se colocó frente a Akiva, y algo en su mirada vacía cedió. En aquel instante, sufrió una transformación parecida a la que Ziri provocaba en el rostro del Lobo, pensó Karou, aunque por supuesto la razón no podía ser la misma. No se trataba de alguien distinto mirando a través de los ojos de Liraz. Era la desaparición de la máscara, y aquel rostro más suave y casi infantil que dejó al descubierto era ella misma. Liraz añadió—: Savvath —y Akiva, soltando un pesado suspiro, asintió con la cabeza con gesto comprensivo.
A Karou le sonaba el nombre. Algo como: Savvath, batalla de. Era una aldea en la orilla occidental de la bahía de las Bestias, o lo había sido. Fue antes de que ella naciera.
Con el rostro dirigido hacia Thiago pero manteniendo los ojos bajos, Liraz dijo:
—Lo que hagas con su alma es asunto tuyo, pero deberías saber que no la culpo. Merecía su venganza.
Y Thiago le ofreció alguna respuesta, pero Karou la escuchó de manera distraída. Algo le estaba cosquilleando en la mente. Continuó paseando la mirada entre el cuerpo de Ten y Liraz, entre la negra huella de mano abrasada en el pecho de la loba y el recuento de la serafina, prácticamente oculto bajo las mangas estiradas más allá del pulpejo de sus manos.
Nuestras manos continúan siendo enemigas aunque nosotros ya no lo seamos, recordó Karou.
Y todos los ángeles regresaron tranquilamente a casa y nadie murió. Fin.
Su corazón empezó a latir precipitadamente. Una idea estaba tomando forma. No la transformó en palabras, pero dejó que desplegara sus hilos, recorriéndolos y buscando defectos, anticipando los argumentos en contra. ¿Podría ser tan sencillo? Las voces que la rodeaban se atenuaron en un murmullo y se deslizaron con suavidad bajo la capa de sus pensamientos. Podría y debería ser tan sencillo. El plan que pensaban poner en práctica era peor que complicado. Era lioso. Karou miró los rostros reunidos a su alrededor: Akiva, Liraz y el Lobo en la estancia con ella; Elyon e Issa en la puerta y, tras ellos, figuras en movimiento, visibles únicamente como una confusión de plumas de fuego y patas con pelaje, armaduras negras y quitina roja, piel suave y rugosa, unos al lado de otros.
Todos dispuestos a volar hacia la batalla, a representar el apocalipsis de los sueños y pesadillas de la humanidad.
O tal vez no.
No fue Akiva ni el Lobo quien primero se dio cuenta del cambio de actitud de Karou: la postura erguida, el brillo de la euforia. Fue Liraz.
—¿Qué te está pasando por la cabeza? —le preguntó con inquieta curiosidad.
Resultaba acertado que fuera Liraz.
«Si se te ocurre una idea mejor, estoy segura de que nos la contarás», le había dicho al final del consejo de guerra, desdeñosa y despectiva. Karou la miró fijamente con la fuerza de su propia certidumbre. Su desesperación se había transformado en convicción, y parecía de acero.
—Se me ha ocurrido una idea mejor —respondió—. Convocad de nuevo el consejo. Ahora.