LO OPUESTO A LA SUPERVIVENCIA
Ziri se quedó en la puerta. De un vistazo, entendió la situación.
Tres de sus soldados yacían muertos a sus pies. Oora, Sihid, Ves. Cuerpos malgastados, dolor malgastado, y más sangre sobre la que caminar. De los que seguían vivos, Rark era el más voluminoso, con su enorme hacha centelleando en la penumbra, pero los ojos de Ziri se volvieron directamente hacia Liraz. El fuego de sus alas ardía con debilidad —con debilidad moribunda—, aunque ella seguía siendo lo más luminoso de la estancia. Su cuerpo se convulsionaba, pálido como la cera y con los ojos perdidos, ausente, y… ¿se reía?, ¿lloraba? Era un sonido horroroso. Estaba acorralada por las quimeras, la estaban sujetando y sus manos eran lo único que podía estar manteniéndola en pie en aquel estado. Manteniéndola en pie y matándola al mismo tiempo.
¿Podía morir un serafín a causa del contacto con las hamsas? Ziri echó una ojeada a Liraz y decidió que sí. Pero no era así como pretendían matarla. Le estaban estirando los brazos por delante del cuerpo y, tras aquel primer vistazo, Ziri creyó saber por qué.
Rark. El hacha. Iban a cortarle los brazos.
Pero el hacha descansaba sobre el robusto hombro de Rark y… la realidad surgió a partir de fragmentos. Oído, vista, olfato. El gruñido. Un hilillo de baba cayendo de unos colmillos amarillentos y el hedor del triunfo. Ten.
El hecho golpeó a Ziri como un puñetazo escurridizo, cortándole la respiración. Era Ten. Oh, Nitid; oh, Ellai. No. De todos los soldados bajo su mando… su compañera intrusa, su cómplice. La que conocía su secreto.
Estaba preparada para atacar. Y aunque su cuerpo era más humano que animal, en aquel instante tenía la espalda encorvada como la de un lobo por encima de la cabeza gacha, el pelaje erizado en lo alto de los hombros y su gruñido sonaba animal y gutural; se sentía igual que se escuchaba. La estancia apestaba a sangre, tripas, piel quemada. A algo caliente y cercano y muerto. A cadáveres y venganza e imposibilidad de vuelta atrás. Y Ziri supo lo que Ten —Haxaya— pretendía hacer.
—Alto —era la voz del Lobo Blanco, suave y fría como el hierro, pero enfatizada por un terror que pertenecía a Ziri. Aquella escena no habría horrorizado al Lobo, que había despedazado ángeles con sus propios y afilados colmillos. Y una vez que desapareció la amenaza inminente y Ten se hubo vuelto para quedar cara a cara con él, Ziri no estuvo seguro de por qué le había horrorizado tanto. Él no mataba con los dientes, pero había luchado junto a muchas quimeras que lo hacían (y con picos, garras, cuernos, colas llenas de púas y cualquier otra arma a su disposición). Contra el poder superior de los serafines, era una cuestión de supervivencia.
Pero aquello no lo era. Aquello era lo opuesto a la supervivencia.
Aquello era poner en riesgo todo: la alianza, por supuesto, pero el engaño también. Porque era Ten.
Porque era Ten, Ziri se quedó rígido y en silencio cuando Rark y los dracand se giraron hacia él y Nisk y Lisseth se aproximaron. Porque era Ten, no supo qué decir. Sintió a Haxaya observándole a través de los ojos amarillentos de la loba y no había miedo en ellos, solo un taimado y pícaro desdén.
Te desafío, podría haberle dicho. Castígame y yo te castigaré a ti, impostor.
Tenía el corazón desbocado. Luchó por calmarse. Los naja podían captar los cambios de temperatura, igual que las serpientes; Nisk y Lisseth detectarían su agitación y Thiago simplemente no caía presa de la agitación. Ziri se obligó a mantener la habitual expresión de fría y lánguida evaluación del Lobo en sus facciones.
—¿Qué significa esto, lugarteniente? —preguntó en voz baja y con absoluta calma.
La cabeza de Rark dio una pequeña sacudida de sorpresa, y los dracand, Wiwul y Agwilal, miraron a Ten con los ojos entrecerrados. Obviamente, Ten les había dicho que aquello era orden de su general, y no habían tenido razón alguna para dudarlo. La loba era su segundo al mando, su lugarteniente de mayor confianza.
Ya no.
—Venganza —respondió Ten, omitiendo el señor. Era una clara falta de respeto y una advertencia; Ziri lo sabía—. Este ángel es malvado. Mira sus brazos.
Él miró, y lo que vio le repugnó: el extraordinario recuento de la serafina, pero su angustia también. Por supuesto, él no conocía a Liraz. Era hermosa, pero ¿y qué? La mayoría de los serafines lo eran. También era hostil y tenía mal carácter y, en plena forma, superaba a Ten en ferocidad. Pero Ziri la había visto también destrozada y llorando, sujetando a su hermano muerto entre los brazos, despojada de toda la ferocidad para dejar al descubierto una muchacha con las emociones a flor de piel. Y había visto algo más en ella.
En la kasbah, para su sorpresa, Liraz había preguntado por él —por Ziri— de un modo que evidenciaba que… había notado su ausencia. Que ella hubiera sabido siquiera de su existencia le sorprendió, y luego, cuando le había dicho que el soldado kirin estaba muerto, había distinguido —estaba seguro— una chispa de tristeza en los ojos de Liraz, vista y no vista, como algo que escapa y se captura de nuevo con rapidez.
Por supuesto, aquella no era la razón por la que no podía permitir que sus soldados la mataran o mutilaran en aquella remota cueva. Había motivos mucho más importantes y menos personales. Pero tal vez fuera la causa de que la ira fuera creciendo en él, tan fría como imaginaba que sería la indignación del verdadero Lobo, y de que no tardara en enterrar la confusión bajo una capa de implacable resolución. Los latidos de su corazón se transformaron en un calmado e intenso martilleo.
—Soltadla —dijo, lanzando una mirada rápida e indiferente a la serafina. Tenía los ojos completamente en blanco, perdidos bajo las temblorosas pestañas al borde de la consciencia (o de la vida)—, o estará muerta antes de que podáis explicaros.
Wiwul y Agwilal la soltaron de inmediato, y Liraz se desplomó contra la pared, aunque no totalmente, porque Ten seguía agarrándole las muñecas. Una orden directa ignorada en presencia de otros. Así que iba a desafiarlo.
—¿Explicarnos? —preguntó la loba con inocencia fingida y un tono ligeramente mordaz—. ¿Y por qué no usted… señor? —aquel señor era peor que ninguno, una clara afrenta que el Lobo jamás toleraría—. ¿Os importaría explicaros?
Ziri escuchó una repentina inhalación de sorpresa a sus espaldas; Nisk o Lisseth, aturdidos por la insubordinación de Ten. Rark estaba mirando boquiabierto, con los colmillos al aire, y Ziri no necesitó reflexionar sobre lo que el verdadero Lobo haría. Lo sabía, y sintió que reaccionar de aquel modo sería como resbalar sobre sangre. Un resbalón y caes. La sangre te cubre. La sangre es ahora tu vida. Pero ¿qué otra opción tenía?
Se sintió más consciente de la fuerza antinatural de su cuerpo prestado, de la malicia y mezquindad en los ojos de Ten y del peso del futuro cerniéndose sobre todos ellos si la loba lo delataba.
¿Cómo podía ser tan estúpida?
Como un latigazo fue el brevísimo instante que tardó en llegar hasta ella, en colocar las manos en su cabeza, una detrás y otra en el hocico.
En romperle el cuello.
Ni siquiera hubo tiempo para la sorpresa. Nada más escucharse el ruido —no fue un chasquido, sino un chirrido y una laxitud interrumpida por una serie de pequeñas detonaciones—, los ojos de Ten perdieron la vida. Se acabó la malicia, se acabó la mezquindad, se acabaron las amenazas, y, aunque el instante que sus músculos tardaron en quedar flácidos pareció largo, no pudo ser más de un segundo. Ten se derrumbó y, en su caída, soltó al fin las muñecas de Liraz y la serafina cayó también, con la mejilla apuntando al suelo como si hubiera perdido hacía tiempo la noción del arriba y el abajo. Ziri contuvo cualquier reacción al presenciar el impacto del aterrizaje y se obligó a ignorar a Liraz mientras permanecía allí tirada, con el fuego de las alas cada vez más apagado y los temblores como único indicio de que seguía viva.
El Lobo se volvió hacia sus soldados y dijo, como si en ningún momento se hubiera interrumpido la conversación:
—No, no me importaría explicarme —su mirada les retó a ser el siguiente en preguntar.
Rark fue el primero que tomó la palabra.
—Señor, nosotros… Ten dijo que usted lo había ordenado. Nosotros jamás…
—Creo lo que dices, soldado —le interrumpió el Lobo. Rark pareció aliviado, pero era demasiado pronto para el alivio.
—De hecho, creo que pensasteis que sería tan estúpido de hacer algo así —Ziri exhaló las últimas palabras con los dientes apretados—. A escasas horas de partir hacia la batalla, increíblemente sobrepasados en número, creísteis que le robaría fuerzas a mi ejército en el momento de mayor necesidad —señaló con la mano los muertos sobre los que había pasado en la puerta—. Que malgastaría cuerpos que otros pagaron con su dolor. Que pondría en peligro todos mis planes, ¿y por qué? ¿Por un ángel? Creéis que soy lo bastante estúpido para dejar todo de lado en vez de esperar… unas cuantas horas… para enfrentarme a los mil ángeles que son la verdadera e inmediata amenaza. ¿Se supone que esto me haría sentir mejor?
Nadie respondió, y él sacudió la cabeza lentamente, con indignación.
—La orden que obedecisteis contravenía todas las que habías escuchado de mis propios labios, y si hubierais sido capaces de pensar más allá de la punta de vuestros colmillos, la habríais cuestionado. Hicisteis esto porque quisisteis. Tal vez todos queramos, pero algunos somos dueños de nuestros deseos, mientras que otros son esclavos, y os había juzgado más inteligentes.
Para que Lisseth no se sintiera ajena a la reprimenda, se volvió hacia ella.
—Es una pequeña bendición que Ten no considerara oportuno invitarte a su cruzada, ya que me has dejado claro que habrías obedecido con entusiasmo. Te libras del castigo de tus compañeros, pero ambos sabemos que lo que te ha salvado ha sido la casualidad, no la sensatez.
Ante la mención de un castigo, Rark, Wiwul y Agwilal se pusieron rígidos. Ziri prolongó el incómodo silencio antes de terminar con su sufrimiento.
—Habéis perdido mi confianza —les dijo— y quedáis despojados de vuestro rango. Lucharéis en la batalla que se avecina, y, si sobrevivís, aportaréis dolor para la resurrección de vuestros compañeros hasta el momento que considere purgados vuestros pecados. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí, señor —respondieron los soldados, Nisk y Lisseth incluidos, cinco voces fundidas en una.
—Entonces, desapareced de mi vista y llevaos a esos tres con vosotros —Oora, Sihid, Ves—. Recuperad sus almas y deshaceos de los cuerpos. Luego, esperadme en la sala de resurrecciones. No le contéis a nadie lo que ha sucedido aquí. ¿He sido claro?
De nuevo, un coro de «sí, señor».
Ziri adoptó un gesto de resignación, una sutil curvatura en los labios que sugería repugnancia.
—Yo me encargaré de estas dos —Ten y Liraz, una viva, otra muerta. Lo dijo con tono amenazante, y dejó que los demás imaginaran lo que quisieran. Agarró a Ten por la piel del pescuezo y a Liraz por un brazo, bruscamente (aunque colocó la manga arremolinada del ángel entre su hamsa y la piel de ella), igual que si ambas fueran cadáveres que tuviera que arrastrar por el pasillo como una carga. No podría sostener una antorcha, aunque con la tenue llama de las alas de Liraz, no la necesitaría.
Si moría, se quedaría a oscuras.
Y la oscuridad sería la menor de sus preocupaciones.
—¡Fuera! —gruñó. Los soldados se marcharon después de acercarse apresuradamente a los muertos, agarrar y arrastrar sus cuerpos y dejar rastros de sangre a su espalda. Solo cuando hubieron desaparecido, Ziri cogió de otro modo a Liraz, levantándola con facilidad (y cuidado) con un brazo. Le parecía mal y demasiado íntimo apoyar el cuerpo de ella contra el suyo («No es el mío», pensó con un escalofrío), así que mantuvo un espacio entre ambos, aunque le resultara incómodo mientras se dirigía hacia la puerta, más aún porque trataba de evitarle causarle mayor daño con sus propias hamsas.
Cuando en la curva recolocó la mano sobre el cuello de Ten, la cabeza de Liraz se ladeó y cayó pesadamente sobre la suya, quedando con la frente apoyada en su mandíbula. Antes de apartársela, Ziri sintió por primera vez el calor febril de la piel de un serafín, e inhaló de cerca el aroma que había seguido desde lejos. El toque especiado era intenso y, como una ráfaga de calor, dio paso a algo mucho más sutil e inesperado: el más secreto de los perfumes. No tuvo ninguna duda de que era natural, y tan tenue que su olfato kirin jamás podría haberlo detectado, ni siquiera a tan escasa distancia. Apenas era perceptible, pero su presencia insinuada resultaba tan delicada como las flores nocturnas; no demasiado dulce pero lo suficiente, como el rocío en un capullo de réquiem a la hora más pálida del amanecer.
Ziri mantuvo la mirada al frente y no se inclinó ni se giró para tratar de aspirarlo, pero incluso así, caminando en la oscuridad, arrastrando un cadáver y sosteniendo a un ángel que, en cuanto se recuperara —si se recuperaba—, probablemente lo destriparía por haberla tocado, aquel secreto perfume le hizo tomar conciencia de las garras de sus dedos, los colmillos de su boca y todo lo que le alejaba de ser él mismo. Vestía la piel de un monstruo, y sintió como una violación incluso inhalar el aroma de una mujer con aquellos sentidos, por no decir tocarla con aquellas manos.
Aun así, la llevó en brazos, y aun así siguió respirando —no podía dejar de hacerlo— y le agradeció a Nitid, diosa de la vida —y a Lisseth, cuyas intenciones habían sido mucho menos puras—, haberle conducido hasta ella a tiempo. Solo deseó haber podido llegar antes y haberle evitado el daño que las hamsas le hubieran infligido, cuya gravedad aún desconocía. ¿Se recuperaría lo suficiente para volar con los demás en unas cuantas horas? Era improbable. Si hubiera algo que pudiera hacer por ella…
Casi en el instante en que aquel pensamiento surcó su mente, llegó a una bifurcación de pasillos y se dio cuenta de dónde se encontraba, y la idea se completó. Si hubiera algo que pudiera hacer por ella, lo haría.
Y había algo. Y lo hizo.
Se desvió y tomó un pasillo secundario, depositando el cadáver de la loba a la entrada de los baños termales antes de llevar a Liraz al borde del agua. Aguas medicinales. ¿Sanarían únicamente arañazos y moratones? Ziri no lo sabía. Tuvo que levantar al ángel con ambos brazos para introducirla en la piscina y, cuando la sumergió en el agua, la oscuridad la engulló y sintió un instante de pánico al pensar que sus alas se habían apagado.
Pero no. Un débil resplandor iluminó el agua desde abajo; su fuego seguía ardiendo, débil como unos rescoldos. Se fue apartando de ella hasta apenas tocarla —simplemente el brazo bajo la nuca para mantenerle el rostro fuera del agua— y esperó, observando sus labios y sus párpados en busca de algún leve movimiento. Y… tan poco a poco que al principio no se dio cuenta, el resplandor se fue intensificando bajo el agua, de modo que cuando Liraz finalmente se movió, Ziri pudo distinguir no solo el tono blanco verdoso del agua y el rosa de los velos de musgo que colgaban sobre ella, sino el rubor en las mejillas del ángel, y el dorado oscuro de sus pestañas mientras las agitaba y las abría lentamente… y clavaba sus ojos en él.
Ziri recordó las palabras de Liraz en la kasbah.
—No nos han presentado —había dicho él.
A lo que ella había respondido con acalorado desdén:
—Tú sabes quién soy yo y yo sé quién eres tú, y con eso basta.
Pero ella no sabía quién era él. Y quiso contárselo.
—No nos han presentado —repitió Ziri mientras Liraz buscaba un punto de apoyo bajo la superficie del agua suave y oscura—. No realmente.