30

MÁS CERCA Y ROZÁNDOSE

Al principio no había nadie.

Luego la sensación de su presencia, nada que Akiva pudiera localizar. Solo sabía que ya no estaba solo.

A continuación, la puerta se cerró con un crujido y ella surgió de la nada. Un destello y Karou apareció delante de él como el cumplimiento de un deseo.

No te dejes llevar por la esperanza, se advirtió. No sabes por qué ha venido. Pero con solo estar tan cerca de ella, su piel adquirió vida y sus manos… sus manos tenían recuerdos propios —sedosos, palpitantes, tumultuosos— y un deseo. Las juntó a la espalda para tener algo que hacer con ellas aparte de alargarlas hacia Karou, lo que, por supuesto, era imposible. Solo porque le hubiera devuelto la mirada en la cueva —fue cómo lo había hecho, argumentó, como si hubiera dejado de evitarlo— no significaba que quisiera nada más de él que aquella alianza temporal.

—Hola —dijo ella. Bajó la mirada al suelo mientras el rubor subía a sus mejillas, y Akiva perdió la batalla contra la esperanza.

Se estaba ruborizando. Si se estaba ruborizando…

Por los dioses estrella, qué hermosa es.

—Hola —respondió él, bajito y con voz ronca, y en aquel instante su esperanza se desbordó. Dilo otra vez, deseó. Si lo hacía, tal vez recordara el templo de Ellai, cuando se habían quitado las máscaras festivas y se habían visto el rostro por primera vez desde el campo de batalla en Bullfinch.

Hola, habían dicho entonces, como un conjuro susurrado. Hola, como una promesa. Hola, respirando el mismo aire.

La última exhalación antes de su primer beso.

—Eh —vaciló Karou, alzando los ojos brevemente hacia los de Akiva y apartando de nuevo la mirada para ruborizarse aún más—. ¿Qué tal?

Casi, pensó Akiva mientras su optimismo crecía poco a poco al verla dar un paso y luego otro hacia el interior de aquella habitación que había tomado como suya. Estaban solos, por fin. Podrían hablar, libres de la atenta mirada de todos sus compañeros. Que estuviera allí significaba algo. Y sumado a la abrasadora mirada que habían compartido en la caverna, no podía dejar de esperar que significara… todo.

Tener esperanza era como suspenderse sobre un abismo y dejar la cuerda en manos de Karou. Podría aniquilarlo si quisiera.

Estaba mirando a su alrededor, aunque no había mucho que ver. Era una estancia pequeña y se encontraba vacía, a excepción de una larga losa de piedra en el centro y unos cuantos anaqueles con velas muy antiguas. La losa era, supuso Akiva, algo inusual. La habían cortado de un modo más preciso que el resto de las superficies de roca. Estaba pulida y sus esquinas afiladas resultaban extrañas en aquel mundo de curvas.

—Recuerdo esta habitación —dijo Karou con voz distante—. Era donde se preparaba a los muertos para el funeral.

Aquello le resultó ligeramente inquietante. Durante horas había permanecido allí tumbado en su ensoñación, dentro de su dolor. Tendido como un cadáver donde… ¿cuántos cuerpos habrían yacido antes que él?

—No lo sabía —respondió Akiva, esperando que su presencia en aquel lugar no resultara ofensiva.

Karou deslizó las yemas de los dedos por la losa. Le estaba dando la espalda, y él contempló cómo sus hombros subían y bajaban, acompañando su respiración. Su pelo colgaba en una trenza azul como el corazón de una llama. No lo tenía perfectamente recogido. Los suaves pelillos de la nuca se habían soltado y parecían una pelusilla. Los mechones sueltos más largos los tenía detrás de las orejas, todos excepto una mecha solitaria que descansaba sobre su mejilla.

Akiva sintió, en los dedos, el deseo de apartársela. Apartársela y entretenerse para sentir la calidez de su cuello.

—Nos desafiábamos unos a otros a entrar aquí y tumbarnos —relató Karou—. Me refiero a los niños —rodeó lentamente la mesa y se detuvo en el extremo opuesto a él para que formara una especie de barrera entre los dos. Alzó la mirada al techo. Era alto y se elevaba formando un embudo en el centro, como una chimenea.

—Eso era para las almas —le explicó Karou—. Para liberarlas hacia el cielo y que no quedaran atrapadas en la montaña. Solíamos decir que si te quedabas dormido aquí, tu alma pensaba que estabas muerto y se escabullía hacia arriba —Akiva escuchó la sonrisa en su voz justo antes de verla parpadear en su rostro, rápida y dulce—. Así que una vez fingí que me quedaba dormida, y me comporté como si hubiera perdido el alma e hice que todos los niños me ayudaran a buscarla. Durante todo el día, por todas las cumbres —esta vez permitió que la sonrisa se desplegara, lenta, extraordinaria—. Yo capturé una sílfide y simulé que era mi alma. Pobre criatura. Vaya una pequeña salvaje que era.

Akiva se dio cuenta de que su rostro, aquel rostro, seguía siendo territorio ignoto para él, y la sonrisa la convirtió prácticamente en una desconocida.

Si con Madrigal había pasado todas las noches de un mes, con Karou… ¿dos? ¿O en realidad era una, gran parte de la cual había permanecido dormido, y dos días en fragmentos dispersos? En sus escasos y tensos encuentros desde entonces, lo único que había visto de ella había sido su rabia, su desolación, su miedo.

Aquello era algo completamente distinto. Sonriente estaba tan radiante como una piedra lunar.

Le asaltó la idea de que realmente no la conocía. No se trataba únicamente del nuevo rostro. Seguía pensando en ella como si fuera Madrigal en un cuerpo distinto, pero era más que eso. Ella había vivido otra vida desde que la conoció, y en otro mundo, nada menos. ¿Cómo podría haberla cambiado aquello? No lo sabía.

Pero podía descubrirlo.

Sintió el dolor de la nostalgia como un hueco en medio del pecho. No había nada en los dos mundos que deseara más que empezar de nuevo y enamorarse otra vez de Karou.

—Fue un buen día —continuó ella, aún perdida en su remoto recuerdo.

—¿Cómo te comportas cuando has perdido el alma? —dijo Akiva. Pretendía que fuera una pregunta desenfadada sobre un juego infantil, pero cuando escuchó sus palabras, pensó: «¿Quién lo sabe mejor que yo?».

Traicionas todo en lo que creías. Ahogas tu dolor en venganza. Matas y sigues matando hasta que no queda nadie.

Su expresión debió de revelar sus pensamientos, porque la sonrisa de Karou se desvaneció. Permaneció en silencio largo rato, con la mirada clavada en él. Akiva tenía mucho que aprender también sobre sus ojos. Los de Madrigal eran marrón cálido. Verano y tierra. Los de Karou, negros. Mostraban la oscuridad de la noche y el brillo de las estrellas, y cuando lo miraba de aquel modo, fijamente, parecían todo pupila. Nocturnos. Desconcertantes.

Ella dijo:

—Puedo decirte cómo te comportas cuando recuperas el alma —y Akiva supo que ya no estaba hablando de ningún juego—. Salvas vidas —añadió—. Te permites soñar de nuevo —su voz se redujo a un hilillo—. Perdonas.

Silencio. Respiración contenida. Corazones desbocados. ¿Estaba… estaba hablando de él? Akiva sintió que la inclinación del mundo trataba de empujarlo hacia delante: para estar más cerca de ella —más cerca y rozándose—, como si aquel fuera el único estado de reposo y cualquier otra acción y movimiento estuvieran dirigidos a conseguir aquello.

Karou bajó los ojos, tímida de nuevo.

—Pero tú lo sabes mejor que yo. Yo acabo de empezar.

—¿Tú? Tú nunca perdiste el alma.

—Perdí algo. Mientras tú salvabas quimeras, yo fabricaba monstruos para Thiago. No sabía lo que hacía. Hice las mismas cosas por las que llegué a odiarte, pero era incapaz de verlo…

—Es dolor —dijo Akiva—. Es rabia. Nos convierte en lo que despreciamos —y pensó: «Yo era lo que tú despreciabas. ¿Aún lo soy?»—. Es el combustible de todo lo que nuestros pueblos se han hecho el uno al otro desde el principio. Es lo que hace que la paz parezca imposible. ¿Cómo se puede reprochar que alguien quiera matar al asesino de sus seres queridos? ¿Cómo se puede criticar a la gente por lo que hace mientras siente dolor?

En cuanto pronunció aquellas palabras, Akiva se dio cuenta de que sonaba como si estuviera excusando su propia espiral de dolor sanguinario y el terrible daño que había causado al pueblo de Karou. Le invadió el remordimiento.

—No me refiero… no me refiero a mí. Karou, sé que jamás podré expiar lo que hice.

—¿De verdad lo crees? —preguntó ella. Su mirada era intensa, como si estuviera buscando la verdad a través del dolor de Akiva.

¿De verdad lo creía? ¿O estaba demasiado atormentado por la culpa para admitir que esperaba algún día, de algún modo, poder redimirse? Poder sentir algún día que había hecho más bien que mal, y que con su vida no había envilecido el mundo más que si no hubiera existido. ¿Era aquello la expiación, la inclinación de la balanza al final de la vida?

Si lo era, entonces sería posible. Akiva podría, si vivía muchos años y nunca dejaba de intentarlo, salvar más vidas de las que había destruido.

Pero al enfrentarse a la intensidad de la pregunta de Karou, se dio cuenta de que no pensaba así.

—Sí —respondió—. Lo creo. No puedes pagar por haber arrebatado una vida salvando otra. ¿Qué bien hace eso a los muertos?

—Los muertos —repitió ella—. Entre los dos sumamos un montón de muertos, pero actuamos como si fueran cadáveres amarrados a nuestros tobillos, en vez de almas liberadas a los elementos —Karou alzó la mirada hacia la chimenea, como si imaginara las almas que había canalizado en su momento—. Se han marchado, ya no se les puede hacer más daño, pero arrastramos su recuerdo y sacamos en su nombre lo peor que llevamos dentro, como si fuera lo que ellos hubieran querido. ¿Lo hacemos para vengarlos? No puedo hablar por todos los muertos, pero sé que no era lo que yo deseaba para ti cuando me ejecutaron. Y sé que no es lo que Brimstone quiso para mí, ni para Eretz —su mirada seguía clavada en él, nocturna, negra, intensa. Sonaba a recriminación (por supuesto, ella hubiera querido que él continuara con su sueño, no que encontrara la manera de destruir a su pueblo), así que cuando Karou dijo—: Akiva, no te di las gracias por devolverme el alma de Issa. Yo… siento las cosas que te dije… —Akiva se horrorizó de que ella le estuviera pidiendo perdón a él.

—No —Akiva tragó con dificultad—. Merecía todo lo que dijiste. Y cosas peores.

¿Era compasión lo que mostraban los ojos de Karou? ¿Exasperación?

—¿Estás decidido a parecer imperdonable? —le preguntó.

Él negó con la cabeza.

—Nada de lo que hago es por mí, Karou, ni por cualquier esperanza que pudiera albergar de conseguir el perdón u otra cosa.

Y bajo el escrutinio de aquellos ojos negros, Akiva tuvo que preguntarse: ¿era aquello cierto?

Lo era y no lo era. Daba igual lo mucho que intentara ahogar la esperanza, porque ella siempre afloraba, persistente. Tenía tan poco control sobre ella como sobre el murmullo del viento. Pero ¿era aquella la razón por la que estaba haciendo todo aquello? ¿Por la posibilidad de verse recompensado? No. Si supiera con certeza que Karou no lo perdonaría jamás y que nunca volvería a amarlo, seguiría haciendo todo lo que estuviera a su alcance —y más allá de su alcance, a la luz del poder del sirithar— para reconstruir el mundo para ella.

¿Incluso si tuviera que mantenerse alejado y ver cómo lo recorría junto al Lobo Blanco?

Incluso así.

Pero… no sabía con certeza que no hubiera esperanza. Aún no.

Te perdono. Te amo. Quiero estar contigo al final de todo esto. Nuestro sueño, la paz, y tú.

Eso era lo que Karou deseaba decir, y también lo que deseaba escuchar. No quería descubrir que Akiva había abandonado la esperanza de estar con ella, y que cualquiera que fuera su motivación en aquel momento había dejado de ser el pleno cumplimiento de su sueño, que no solo incluía la paz, sino a ellos dos juntos. ¿Había convertido Akiva el sueño en astillas? ¿Lo había hecho ella? ¿Había alimentado ya el fuego?

—Te creo —dijo ella. Ninguna esperanza para sí mismo. Era noble y desalentador, pero no era el cauce que necesitaban sus propias palabras silenciadas. Las notaba pesadas y pegajosas en su interior. ¿Cómo lanzar un «Te quiero» al aire, sin más? Necesita unos brazos expectantes que lo recojan. Al menos, el inexperto y silenciado «Te quiero» de Karou los necesitaba. Después de permanecer durante meses aplastado en los recovecos de su ira y de quedar despojado de su forma natural, no podía soltarlo abruptamente, como tampoco podía tomar el rostro de Akiva y besarlo.

Besarlo. Aquello parecía a un millón de kilómetros de distancia.

Sus ojos hicieron de nuevo aquel baile de tímidas miradas, recogiendo la imagen de Akiva en instantáneas. La imagen congelada de su rostro que, al bajar de nuevo la cabeza hacia la losa de piedra o sus propias manos, guardaba en la memoria. La piel dorada de Akiva, sus labios carnosos, su tensa y torturada expresión y… la contención en su mirada. Antes, en la caverna, sus ojos habían tratado de alcanzar los de ella como rayos de sol. Ahora se apartaban de los suyos, reticentes y cautelosos. Karou deseaba sentir de nuevo el sol. Pero cuando ella alzaba los ojos de sus inquietas manos, Akiva los dejaba fijos en la losa de piedra.

Observándolos, se pensaría que aquella mesa era un objeto fascinante.

Bueno. Karou no había acudido para decirle únicamente «Te quiero». Respiró hondo y continuó con el resto.

—Necesito decirte algo.

Akiva alzó otra vez la mirada. Algo nuevo en el tono de Karou le inquietó instantáneamente. Su vacilación, la voz entrecortada. En aquel instante no tuvo que luchar para mantener la esperanza a raya, porque lo abandonó repentinamente.

¿Qué va a decirme?

Que estaba con el Lobo. Que la alianza era un error. Que las quimeras se marchaban. Que no volvería a verla jamás.

Deseó exclamar «Yo también tengo algo que decirte» y evitar que ella hablara. Quería contarle lo de su nueva magia, aún sin probar, y pedirle que le ayudara. Era lo que había deseado hacer, si al final acudía a él. Quería mostrarle lo que había logrado para sus ejércitos… aunque no para ellos.

Las cosas cambian. Pueden cambiarlas quienes tienen voluntad de hacerlo.

Incluso los mundos pueden cambiarse. Tal vez.

—Es sobre Thiago —dijo ella, y Akiva sintió el tacto frío de la irreversibilidad. Por supuesto que se trataba del Lobo. Cuando los había visto inclinados el uno hacia el otro, riendo, se había dado cuenta, pero parte de su mente había insistido en negarlo (era impensable) y luego, cuando ella lo había mirado en la caverna de aquel modo, a él, había tenido la esperanza de…

—No es quien tú crees —dijo Karou, y Akiva supo lo que vendría después.

Se preparó para escucharlo.

—Lo maté —susurró ella.

Espera.

¿Qué?

—Maté a Thiago. Este no es él. Me refiero a que no es su alma —inhaló profunda y prolongadamente, y continuó a toda prisa—: Su alma ha desaparecido. Él ha desaparecido. Me resultaba insoportable que pensaras que yo… y él… jamás podría haberlo perdonado, o… —una mirada inquieta y, como si hubiera leído los pensamientos de Akiva—: O haber reído con él. Y jamás podría haberse conseguido la paz mientras él hubiera estado vivo. ¿Y esta alianza? —negó con la cabeza de manera enfática—. Nunca. Os habría matado a Liraz y a ti en la kasbah.

—¡Espera! —exclamó Akiva, tratando de asimilarlo todo—. Un momento.

¿Qué estaba diciendo Karou? Sus palabras no tenían ningún sentido. ¿Que el Lobo estaba muerto? Que el Lobo estaba muerto y que quienquiera que estuviera paseándose bajo ese título… no era él. Akiva miró fijamente a Karou. La idea le mareó. Ni siquiera sabía qué preguntar.

—Quería decírtelo antes —continuó ella—. Pero debo ser cauta. Es todo tan frágil… Nadie lo sabe. Solo Issa y Ten… y Ten tampoco es Ten en realidad… pero si el resto de las quimeras lo descubrieran, las perderíamos así —chasqueó los dedos.

Akiva estaba tratando aún de comprender la idea básica.

—No habrían apoyado a nadie que no fuera Thiago, al menos de momento —añadió Karou—. Eso estaba claro. Lo necesitábamos. Este ejército lo necesitaba, y nuestra gente también, pero… un Thiago mejor.

Mejor.

Y Akiva recordó la impresión que le había causado el Lobo con el que había negociado la alianza. Inteligente, poderoso y sensato, eso era lo que había pensado, sin imaginar en ningún momento cuál podría ser la razón.

Finalmente, las piezas encajaron y lo entendió todo. De algún modo, Karou había colocado un alma distinta dentro del cuerpo del Lobo.

—¿Quién es? —preguntó.

Una ráfaga de dolor recorrió el rostro de Karou.

—Ziri —respondió ella, y cuando Akiva no reaccionó al escuchar el nombre, añadió—: El kirin al que salvaste la vida.

El joven kirin, el último de su tribu. De modo que no estaba muerto, no exactamente.

—Pero… ¿cómo? —preguntó Akiva, incapaz de imaginar la sucesión de acontecimientos que había desembocado en aquella situación.

Karou permaneció un instante en silencio, ausente.

—Thiago me atacó —respondió, y alzó la mano para tocarse la mejilla que había tenido hinchada y arañada cuando Akiva voló hasta ella en Marruecos, cargando el cuerpo de Hazael junto a Liraz. Ya estaba casi recuperada. Parecía como si fuera a añadir algo más, pero no lo hizo. Apretó los labios para contener un temblor, y Akiva recordó su profunda ira al verla maltratada. Sus puños la recordaron, y su corazón y sus entrañas recordaron también la incomprensible mirada de ternura que Karou y el Lobo habían intercambiado aquella noche en la kasbah y que por fin adquiría sentido.

Aunque no le sirvió de consuelo.

—Me atacó y lo maté —continuó Karou—. Y no sabía qué hacer. Estaba segura de que los otros me obligarían a resucitarlo si lo descubrían, y no podía enfrentarme a eso. Si la situación había sido mala antes, ¿cómo sería después? No sé lo que habría hecho… —su voz se fue apagando.

Sus ojos volvieron a serenarse, fijos en él. De manera inverosímil, sonrió. No fue una sonrisa radiante como la de antes, sino una completamente distinta, leve, rápida y sorprendida.

—Por mucho que haya pensado en ello —dijo—, no me había dado cuenta hasta ahora de que todo vuelve a ti.

—¿A mí? —preguntó Akiva, impresionado.

—Tú me devolviste a Issa y a Ziri, a los dos —respondió Karou—. Si no fuera por ti, no habría tenido ningún aliado, ninguna oportunidad.

De nuevo, la intensidad de sus palabras —de su gratitud— vapuleó el más profundo remordimiento de Akiva.

—Si no fuera por mí, Karou, habrías tenido muchos más aliados.

Muchos más. ¿El peso de cuántos cadáveres soportaban aquellas palabras? Loramendi. Miles sobre miles.

—Deja de hacer eso —protestó Karou con frustración—. Akiva; lo que dije sobre perdonar era sincero. Es la única manera de avanzar. Cuando el Lobo era todavía el Lobo, traté de razonar con él, de hacerle comprender que su camino conducía a la muerte. No me escuchó. No podía. Estaba demasiado lejos. Pero mientras discutía con él, seguían viniéndome tus palabras a la boca, y supe que por mucho que tú te hubieras alejado, habías regresado. Y… eso me ayudó a regresar a mí.

¿Sus palabras? Akiva se había quedado mudo. Era todo tan distinto a lo que había temido que Karou le dijese que era incapaz de asimilarlo.

—Tú dijiste que dependía de nosotros que en el futuro hubiera quimeras —añadió ella—. Y no se trataba de simples palabras. Salvaste la vida de Ziri. Si no lo hubieras hecho, nosotros no nos encontraríamos aquí ahora. Tú estarías muerto, y yo… el Lobo me habría convertido en su… —no terminó la frase. De nuevo, una sombra de miedo oscureció su mirada, dejando a la imaginación de Akiva lo que aquellas sencillas palabras (Thiago me atacó) implicaban.

El fulgor de la ira amenazó con cegarlo. Tuvo que apartar aquel sentimiento de golpe y recordarse, respirando hondo, que el objeto de su cólera había desaparecido. Thiago no podría ser castigado. Aunque aquello no hizo sino intensificar la furia.

—No estaba allí para protegerte —gimió Akiva—. Jamás debería haberte dejado con él…

—Me protegí a mí misma —le interrumpió Karou—. Cuando necesité ayuda fue después, y Ziri estaba allí, y ahora nos hemos reunido en este lugar, todos nosotros. Eso es lo que estoy tratando de decirte.

El miedo la había abandonado; el brillo de sus ojos se debía a las lágrimas y la curva de sus labios a la gratitud, y Akiva sintió un arrebato de desprecio hacia sí mismo al descubrir que se estaba preguntando a quién se debían aquel brillo y aquella gratitud.

Recordó de nuevo la mirada de ternura que habían intercambiado Karou y el impostor del Lobo en la kasbah, y la manera en que habían reído juntos el día anterior.

Por los dioses estrella. Ahora mismo estaría muerto si el Lobo hubiera sido el Lobo, ¿y aun así le preocupaba que aquel Thiago «inteligente, poderoso y sensato», aquel heroico kirin que era el aliado más cercano de Karou, pudiera suponer una amenaza mayor a sus propias esperanzas de lo que había sido un asesino maníaco y torturador? Había ejércitos a punto de levantar el vuelo, ¿y él estaba preocupado por a quién amaría Karou?

—Pero ni siquiera eso es todo —dijo ella—. Tú me devolviste a Issa, y con ella algo que ni te imaginas, pero que… Akiva, marcó la diferencia —sus ojos estaban resplandecientes, con un negro brillo de espejo en el que se reflejaba el fuego de las alas de Akiva—. Loramendi. No supone… no supone la redención, no por completo, pero es un comienzo. O lo será cuando podamos llegar allí.

Y entonces le contó lo de la catedral.

La magnitud de la noticia… dejó sin palabras a Akiva y ahogó todas sus preocupaciones insignificantes.

Brimstone había excavado una catedral bajo la ciudad. Akiva no la había encontrado cuando recorrió aturdido las ruinas porque estaba enterrada, y los accesos demolidos y ocultos. Y dentro de ella había almas inertes. Innumerables almas. Niños, mujeres. Las almas de miles de quimeras para las que aún existía la esperanza de ser rescatadas.

En Marruecos, Akiva le había asegurado a Karou que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, que moriría una vez por cada quimera asesinada si aquello les devolviera la vida. Lo había dicho con la desolación de creer que eran palabras vanas, que no había nada que pudiera hacer para demostrar su sinceridad. Pero… lo había.

—Déjame que te ayude —le propuso enseguida—. Karou… por favor. Tantas almas, no puedes hacerlo sola…

¿Había dicho ella que no suponía la redención? Era mucho más de lo que jamás hubiera imaginado que lograría. ¿Y si era una redención egocéntrica por llegar amarrada a lo que más deseaba en la vida? Para variar, el remordimiento de Akiva no picaría el anzuelo. Deseaba lo que siempre había deseado, y sería mejor que lo confesara, así que al diablo con las preocupaciones y los miedos. Ya descubriría a quién amaba Karou, fuera a él o al Lobo o a ninguno de los dos.

—Lo que más deseo es estar a tu lado y ayudarte. Y, si nos hace falta una eternidad, mucho mejor, porque será una eternidad contigo.

Y aunque la mesa de piedra estuviera entre ellos, como una barrera, no pudo contener la sonrisa que Karou le ofreció como respuesta. Era de un tipo nuevo, y Akiva pensó que podría pasar mil años con ella —por favor— y seguir descubriendo nuevas clases de sonrisas. Aquella era cegadora, dulce como la música y pesada como las lágrimas. Era toda la tensión de Karou, todo su recelo e incertidumbre disolviéndose en luz.

Aquella sonrisa era su corazón, y era para él.

—De acuerdo —respondió ella. Su voz sonó suave, pero las palabras le llegaron intensas y pesadas, como algo que pudiera sostener en las manos.

De acuerdo. ¿De acuerdo a que podría ayudarla? ¿O de acuerdo a lo de la eternidad?

De acuerdo.

Si aquello pudiera haber sido el final de todo… O el principio. Si pudieran volar juntos a Loramendi en aquel instante… Que la eternidad comenzara en aquel momento. Pero, por supuesto, no pudo ser. Karou habló de nuevo, y su voz siguió suave, aún intensa y pesada, pero si su de acuerdo había sonado sereno, caldeado por el sol y liso como una piedra, sus siguientes palabras surgieron con espinas.

—Si vivimos lo suficiente —añadió.