ELECCIÓN DE HABILIDADES BÁSICAS
—¡Ángeles! ¡Ángeles! ¡Ángeles!
Eso fue lo que Zuzana gritó al bajar de un salto de la furgoneta mientras esta derrapaba sobre la pendiente de arena y se detenía. El «castillo de los monstruos» se alzaba frente a ella: aquel lugar en medio del desierto marroquí donde se había escondido un ejército rebelde procedente de otro mundo para resucitar a sus muertos. Aquella fortaleza de barro con serpientes y olores repugnantes, soldados bestiales y una fosa de cadáveres. Aquella ruina de la que Mik y ella habían escapado en mitad de la noche. Invisibles. Ante la insistencia de Karou.
La exagerada y persuasiva insistencia de Karou.
Porque… sus vidas corrían peligro.
Y allí estaban de nuevo, ¿tocando el claxon y pegando gritos? Obviamente, no se estaban dejando llevar por el instinto de conservación.
Karou apareció, deslizándose por encima del muro de la kasbah con su habitual planeo sin alas, elegante como una bailarina moviéndose sin gravedad. Zuzana iba corriendo colina arriba cuando su amiga descendió para interceptarla.
—Ángeles —jadeó Zuzana, rebosante de noticias—. Dios mío, Karou. En el cielo. Cientos. Cientos. El mundo. Está. Alucinando.
Las palabras se derramaron, y mientras se escuchaba a sí misma, Zuzana vio a su amiga. La vio y retrocedió a trompicones.
¿Qué demonios…?
Se oyó la puerta de un coche que se cerraba, unos pies corriendo y Mik apareció a su lado, y también vio a Karou. No dijo nada. Ninguno habló. El silencio parecía un bocadillo de cómic vacío: ocupaba espacio pero no contenía palabras.
Karou… La mitad de su rostro estaba hinchado y amoratado, con arañazos recientes y costras. Tenía un labio partido, inflamado, y el lóbulo de una oreja rajado y cosido. El resto del cuerpo no se le veía. Las mangas le ocultaban las manos, y las agarraba con los puños en un gesto extrañamente infantil. Se rodeó el cuerpo con los brazos.
La habían maltratado. Estaba claro. Y solo podía haber un culpable.
El Lobo Blanco. Ese hijo de puta. La ira invadió a Zuzana.
Y entonces lo vio. Bajaba sigilosamente por la ladera de la colina hacia ellos, una entre muchas quimeras alertadas por su alocada llegada; Zuzana cerró los puños. Empezó a avanzar, dispuesta a plantarse entre Thiago y Karou, pero Mik le agarró el brazo.
—¿Qué haces? —siseó, arrastrándola hacia él—. ¿Estás loca? Tú no tienes un aguijón de escorpión como un neek-neek de verdad.
Neek-neek: su apodo quimérico, cortesía del soldado Virko. Era una variedad de intrépida musaraña-escorpión que existía en Eretz, y por mucho que Zuzana detestara admitirlo, Mik tenía razón. Ella tenía más de musaraña que de escorpión, así que era medio neek como mucho, y en absoluto tan peligrosa como desearía.
Haré algo al respecto, decidió de inmediato. Um. En cuanto salgamos vivos de esta. Porque… maldición. Cuando se veían así, todas juntas, cargando colina abajo, eran muchísimas quimeras. Zuzana sintió cómo la valentía de neek-neek se le encogía en el pecho. Agradeció que Mik la estuviera rodeando con el brazo: aunque no esperaba que su dulce virtuoso del violín pudiera protegerla mejor de lo que podía protegerse ella misma.
—Estoy empezando a cuestionarme nuestra elección de habilidades básicas —susurró Zuzana a Mik.
—Lo sé. ¿Por qué no seremos samuráis?
—Seamos samuráis —dijo ella.
—No pasa nada —les aseguró Karou, y entonces el Lobo llegó hasta ellos, flanqueado por su séquito de lugartenientes. Zuzana le miró a los ojos y trató de mostrarse desafiante. Distinguió marcas de arañazos con costras en sus mejillas y la ira la invadió de nuevo. La prueba, como si hubiera existido alguna duda sobre la identidad del atacante de Karou.
Un momento. ¿Karou acababa de decir que no pasaba nada?
¿Cómo que no pasaba nada?
Pero Zuzana no tuvo tiempo de pensar en ello. Estaba demasiado ocupada lanzando gritos ahogados. Porque detrás de Karou, surgiendo de la nada e inundándolo todo con el esplendor que recordaba, estaba…
¿Akiva?
Pero ¿qué hacía él allí?
A su lado apareció otro serafín. La del puente de Praga con aspecto de verdadero cabreo. En aquel momento también parecía bastante cabreada, con expresión concentrada, del tipo «si te acercas, te mato». Tenía la mano sobre la empuñadura de la espada y los ojos fijos en el creciente grupo de quimeras.
Akiva, sin embargo, miraba únicamente a Karou, que… no parecía sorprendida de verlo.
Ninguno de ellos lo parecía. Zuzana trató de comprender la escena. ¿Por qué no se estaban atacando unos a otros? Pensaba que era lo que las quimeras y los serafines hacían —en especial aquellas quimeras y aquellos serafines.
¿Qué había sucedido en el castillo de los monstruos mientras Mik y ella no estaban?
Todos los soldados quiméricos se encontraban allí, y aunque no mostraran ningún signo de sorpresa, no sucedía lo mismo con la hostilidad. Las miradas de algunas de aquellas bestias parecían imperturbables, cargadas de maldad. Zuzana había estado sentada en el suelo con aquellos mismos soldados, riendo; había hecho bailar marionetas fabricadas con huesos de pollo para ellos, les había tomado el pelo y también se lo habían tomado a ella. Le caían bien. Bueno, algunos. Pero en aquel momento, resultaban aterradores sin excepción, y parecían dispuestos a despedazar a los ángeles. Dirigían los ojos rápidamente hacia Thiago y luego los apartaban mientras esperaban la orden de matar que presentían inminente.
Pero la orden no llegó.
Al darse cuenta de que estaba conteniendo la respiración, Zuzana dejó escapar el aire, y su cuerpo se relajó poco a poco. Localizó a Issa entre la multitud y dirigió a la mujer serpiente un alzamiento de ceja cuyo inconfundible significado era «¿Qué demonios está pasando?». La mirada que Issa le devolvió como respuesta fue menos clara. Tras una leve sonrisa tranquilizadora y nada tranquilizante a un tiempo, se mostró tensa y alerta.
¿Qué sucede?
Karou dijo algo suave y triste a Akiva —en quimérico, por supuesto, maldición—. ¿Qué le había dicho? Akiva respondió, también en quimérico, antes de dirigir sus siguientes palabras al Lobo Blanco.
Tal vez fuera porque no entendía su idioma, y por eso observaba sus rostros en busca de pistas, o tal vez fuera porque los había visto juntos antes, y sabía el efecto que provocaban el uno en el otro, pero Zuzana comprendió lo siguiente: que, de algún modo, entre aquella multitud de soldados bestiales, con Thiago como centro, el instante pertenecía a Karou y Akiva.
Los dos se mostraban estoicos, tenían el rostro rígido y se mantenían a diez metros de distancia; de hecho, ni siquiera se estaban mirando en aquel momento, pero Zuzana tuvo la sensación de estar viendo dos imanes que fingían no serlo.
Lo cual, ya se sabe, funciona hasta que deja de funcionar.