29

UN SUEÑO CONVERTIDO EN REALIDAD

—Las cosas pueden ser diferentes —le había dicho Karou a Ziri justo antes del consejo de guerra—. De eso se trata.

¿Se trataba de aquello? ¿De construir un mundo en el que ella pudiera disfrutar de su amante? Al ver la mirada que habían intercambiado Akiva y Karou a través de la caverna, Ziri se preguntó si aquello era para lo que él había renunciado a su propia vida.

—Por todos nosotros —había asegurado ella.

¿Por él también? ¿Qué cambiaría en su vida? Se libraría de aquel cuerpo algún día, con la resurrección o la evanescencia, de un modo u otro. Siempre quedaba aquel anhelo.

Vio cómo se marchaba Akiva y le sorprendió que, un breve instante después, Karou se fuera también. Por separado y por puertas distintas, pero no tenía ninguna duda de que se encontrarían. Recordó el baile del caudillo, todos aquellos años atrás, y lo que había presenciado entonces. Él era solo un muchacho, pero le había quedado claro como la luz de la luna que el cuerpo de Madrigal trataba de apartarse del Lobo pero se acercaba al desconocido en su danza. Y aunque la intensa y excitante complejidad de las intrigas adultas fuera un misterio para él, lo había captado por primera vez como la insinuación de una fragancia exótica, embriagadora… aterradora.

Las intrigas adultas habían dejado de ser un misterio para él, pero seguían resultándole embriagadoras y aterradoras, y, al ver cómo Karou y Akiva se marchaban, Ziri se sintió de nuevo un muchacho. Excluido. Olvidado.

Tal vez estuviera condenado a sentirse siempre de aquel modo con ella, sin importar la edad de los cuerpos que ocuparan.

Apareció una figura en la puerta —la que Karou había tomado— y por un instante pensó que sería ella que regresaba, pero no. Se trataba de Lisseth.

Ziri no se había dado cuenta de que la naja no se encontraba allí, con el resto de ellos, y su primer pensamiento incipiente fue un ligero menosprecio hacia sí mismo: el verdadero Lobo habría sabido si faltaba cualquiera de sus soldados. Pero aquella idea se desvaneció cuando percibió la mirada en el rostro de Lisseth. Era un rostro desagradable en el mejor de los casos, tosco, ancho y con un limitado repertorio de expresiones ofensivas que oscilaban entre lo taimado y lo despiadado, pero en aquel momento parecía… afligida.

Las aletas de su nariz se agitaban visiblemente y sus labios apretados parecían una mera línea sin sangre. Su mirada parecía inesperadamente distraída, vulnerable, y había una solemnidad pétrea en la postura de sus hombros alzados, en su prominente barbilla roma. Le hizo un gesto brusco con la cabeza, y él se puso en pie, con curiosidad, y se acercó a ella.

Nisk, el otro naja, lo vio todo y se reunió con ellos en la puerta.

—¿Qué sucede? —preguntó Ziri.

Las palabras de Lisseth sonaron… inseguras. Parecía agraviada.

—Señor, ¿he hecho algo que le haya contrariado?

Sí, quiso responder Ziri. Todo. Pero aunque sospechaba poderosamente que había sido ella quien había roto el juramento levantando las hamsas hacia los Ilegítimos, Lisseth lo había negado, y él carecía de pruebas.

—No, que yo sepa —respondió Ziri—. ¿De qué estás hablando?

—Esta orden debería haberla recibido yo. Es algo que he estado esperando, y tengo más experiencia táctica. Soy más fuerte, y en cuanto a sigilo nadie me iguala. No decirme siquiera lo que estaba planeando…

—¿Lo que estaba…? Soldado, ¿a qué se refiere?

Lisseth parpadeó y miró al Lobo, luego a Nisk y de nuevo al Lobo.

—El ataque al serafín, señor. Está en marcha.

¿Había perdido el color? ¿Lo habían visto palidecer? No era la reacción adecuada. Debería haber estallado con fría cólera y enseñado los colmillos en el instante en que se dio cuenta de que sus soldados estaban, en aquel mismo momento, actuando sin sus órdenes.

—Ese plan no ha salido de mí —dijo el Lobo, y vio cómo el rostro de Lisseth se transformaba. Su indignación se desvaneció. Y al comprender que no la había despreciado, recuperó la expresión sanguinaria—. Llévame allí —le ordenó.

—Sí, señor —respondió ella al tiempo que se volvía y, con suavidad serpentina, abría la marcha. Ziri avanzó detrás, y a continuación Nisk.

¿Quién sería?, se preguntó Ziri. La propia Lisseth con su mordaz escrutinio habría sido su primer hipotético amotinado. ¿Lo era? ¿Se trataba de una trampa?

Tal vez. Y aun así no le quedaba otra opción que continuar. Con retraso se dio cuenta de que debería haber llamado a Ten, y le resultó extraño que la loba no hubiera acudido por iniciativa propia.

Bajaron por uno de los numerosos pasillos del sistema de cuevas, dejando atrás los que él conocía, adentrándose más y más. Cada vez que doblaban una esquina con sus antorchas, unos grandes y pálidos insectos se escabullían por delante de ellos, incrustándose de manera inverosímil en las grietas de las paredes. Las cavernas estaban impregnadas con un olor mineral pesado y húmedo, un manto sensorial tan opresivo como la música del viento. Pero, a medida que avanzaban, se iban filtrando nuevos aromas, indicios arrancados a la oscuridad. Olor animal, almizclado y fétido. Quimeras, un grupo. Y un hedor a carne chamuscada acompañado de un olor acre a pelo quemado que encogió las entrañas de Ziri como una premonición. Cualquier quimera que hubiera entrado en combate con los serafines conocía el penetrante olor de un cuerpo ardiendo.

El sentido del olfato de Ziri en aquel cuerpo era mucho mejor que en el suyo natural, pero aún estaba aprendiendo a desentrañar la información que le trasmitía y a identificar las numerosas pestilencias del mundo… y sus perfumes, también. Existían más olores malos que buenos, al menos entre los que había experimentado en aquellos pocos días, pero los buenos eran mejores de lo que jamás hubiera imaginado.

Allí había uno, entretejido entre los demás como un único hilo dorado en un tapiz, delgado como un filamento de humo pero brillante como el sonido de una campana. Especias, pensó. De las que abrasan la lengua y dejan a su paso una especie de pureza.

Quienquiera que fuera —estaba seguro de que era un serafín— su aroma había quedado prácticamente anulado por los aplastantes hedores almizclados de las quimeras. Ziri notó una tensión en la base del cráneo. Era miedo.

¿Qué —y a quién— iba a encontrar más adelante?

Karou avanzó inadvertida por los pasillos de su hogar ancestral. Pasó de territorio quimérico a seráfico. No sabía dónde buscar a Akiva, pero supuso que se dejaría encontrar con facilidad. Si no se equivocaba y realmente quería que lo encontrara…

La recorrió un escalofrío. Ojalá no se equivocara.

A medida que se dirigía hacia la entrada, el frío fue aumentando en las cuevas, y no tardó en ver su aliento convertido en una nube frente a ella. Al llegar al último serafín que debía dejar atrás —era Elyon, que cuando creía que nadie lo miraba tenía aspecto cansado y desesperado—, contuvo la respiración hasta que lo perdió de vista para que la condensación no la delatara.

No había más serafines; estaban todos a su espalda. Solo quedaba Akiva.

Una puerta abierta y… allí estaba. Esperando.

Por un instante, Karou permaneció inmóvil. Era lo más cerca que estaba de él —y la primera vez que se encontraban a solas— desde… ¿desde cuándo? Desde el día en que él había acudido a ella bajo el hechizo de invisibilidad, a orillas del río en Marruecos, y le había entregado el turíbulo que contenía el alma de Issa. Aquel día le había dicho cosas terribles —para empezar, que jamás había confiado en él, vaya mentira— y todavía tenía que retractarse de ellas.

Aún invisible, Karou franqueó la puerta y vio cómo Akiva levantaba la cabeza al notar su presencia. El rubor le subió por el cuello como si la mirada escrutadora del ángel la estuviera recorriendo, aunque no pudiera verla. Era hermoso, y tan decidido… Karou sintió el calor que despedía.

Sintió el anhelo que despedía.

—¿Karou? —preguntó en voz muy baja.

Ella cerró la puerta y rompió el hechizo.

Era casi un alivio poder justificar su ira. Incluso de rodillas, mareada por el prolongando ataque de unas hamsas tan cercanas, Liraz fue capaz de pensar, sin pasión ni triunfalismo, que el mundo tenía sentido otra vez. Ya entendía por qué las bestias la habían dejado tranquila aquella noche a la intemperie cuando se había quedado en la retaguardia con ellas: porque estaban esperando el momento oportuno.

Eran cuatro. Tres tenían las hamsas levantadas, atacándola con su magia. La cuarta mantenía en alto una gran hacha de doble filo.

Aquello sin incluir, por supuesto, las tres que yacían muertas entre ellos, tan recién muertas que sus corazones no se habían dado cuenta aún y seguían bombeando una sangre que escapaba a golpes, como el agua en una bomba manual.

—No deberías haber hecho esto —dijo la cabecilla de aquella pequeña banda de asesinos al pasar por encima de los cadáveres de sus compañeros con una imperturbable sonrisa de lobo.

Ten.

Liraz ignoraba por qué le sorprendía que su atacante fuera la lugarteniente lobuna de Thiago, pero así era. ¿Había empezado a creer realmente que el Lobo Blanco se había vuelto honrado? Qué idiotez. Se preguntó dónde estaría en aquel momento y por qué estaba perdiéndose la diversión.

—Lo creas o no —añadió Ten, arrastrando las palabras—, no íbamos a matarte.

—Tendré que suponer que es cierto, o no —la habían acechado en la oscuridad, y Liraz no tenía ninguna duda de que su vida corría peligro.

—Ah, pero es cierto. Solo queríamos jugar a tu juego.

Durante un segundo, Liraz no supo de qué hablaba Ten. Le resultaba difícil pensar con el tamborileo y la presión de la magia, pero entonces se dio cuenta. El juego del quién es quién. Quién de nosotros mató a quién de vosotros en cuerpos anteriores. Sintió que el malestar se intensificaba en sus entrañas y no solo a consecuencia de las hamsas. Claro, pensó. ¿No lo había imaginado exactamente así? Aquella había sido su intención al imaginar el juego, que en absoluto le había parecido divertido.

—No me lo digas —respondió Liraz—. Yo te maté una vez. ¿O fue más de una?

—Con una fue suficiente —dijo Ten.

—¿Y ahora qué? ¿Se supone que debería disculparme?

Ten soltó una carcajada. Su sonrisa resplandeció.

—Deberías. Por supuesto que sí. Sin embargo, como imagino que tú no te disculpas por nada, me conformaré con quedarme con tus trofeos. Tal vez puedas disfrutar de una vida larga y feliz sin ellos. Probablemente no, pero eso es tu problema.

Se refería a sus manos. Iban a cortarle las manos. Bueno, a intentarlo.

—Adelante —le escupió Liraz con tono burlón.

—No hay prisa —fue la respuesta de Ten.

Tal vez no la hubiera para ellos. Liraz perdía fuerza con cada segundo que mantenían las hamsas dirigidas hacia ella, pero aquella era su intención. Malditos ojos del diablo. Su cobarde plan era debilitarla antes de despedazarla.

No se trataba del plan original, pero tres muertos en menos de un minuto les habían obligado a cambiarlo.

Tres cuerpos. Un estúpido despilfarro de sangre. Al mirarlos, Liraz quiso gritar. ¿Por qué me habéis obligado a hacerlo?

Ten se aproximó. La flanqueaban dos dracand con aspecto de lagarto y unas enormes gorgueras de piel escamosa que surgían de sus pescuezos como grotescos cuellos de cortesano. Tenían las manos alzadas, con las hamsas descargando su malestar en la nuca de Liraz, que cada vez era menos capaz de evitar que los temblores la dominaran por completo. Sabía que no podría soportarlo mucho más. La magia no tardaría en estremecerla con espasmos.

La impotencia era exasperante, humillante, terrible. Ahora, se dijo a sí misma. Si quería salir de aquella, debía actuar sin dilación. La magia de los tres pares de manos la aporreaba como mazazos.

Un único y nítido pensamiento se deslizó a través de su dolor: «Mis manos son armas también».

Arremetió.

Ten la detuvo, agarrándola por una muñeca, y la magia penetró en Liraz a través del punto de contacto con un alarido que aullaba su malestar en sus sienes, su carne, sus huesos y su mente. Implacable. Provocándole oleadas de temblores. Candente como si la despellejaran. Debilitante como un viento terrible. Por los dioses estrella. Liraz pensó que la comería viva, que la reduciría a cenizas o a la nada.

Ten sujetó su muñeca, pero Liraz logró alzar la otra mano. Presionó su propia palma abierta contra el pecho de Ten, devolviendo el alarido, un rugido sin palabras en plena cara de la quimera mientras… el fuego se avivaba. Y humeaba.

Y abrasaba.

El lacio pelo gris del pecho de la loba empezó a arder. El hedor surgió de inmediato, repugnante, y trasladó a Liraz directamente a las piras de Loramendi. Estuvo a punto de perder la concentración, pero logró mantenerla lo suficiente para que su mano chamuscara el pelaje de la quimera y alcanzara su carne.

Ten intensificó su mueca y soltó un aullido similar al de Liraz. Estaban mirándose a los ojos, cada una con la mano en la carne de la otra, bramando su ira y su agonía justo en la cara de la contrincante hasta que otro par de manos agarró a Liraz y la apartó de un tirón, lanzándola tan fuerte contra el muro de piedra que se sumió un instante en la oscuridad y, al volver en sí, se encontró tirada de espaldas, jadeando.

Aquel fue el fin de su oportunidad.

Perdiendo por momentos la consciencia, sintió unas manos que le agarraban los brazos antes de entrever rostros inclinados hacia ella: los dos dracand. Tenían las bocas abiertas, intensamente rojas y hediondas, y siseaban mientras la ponían de nuevo en pie; la tela de sus largas mangas ofreció a Liraz una pobre barrera entre las palmas de los dracand y su piel.

Su piel tatuada, su terrible recuento oculto.

Una vez más estaba cara a cara con Ten. La loba había perdido la sonrisa y mostraba un odio impresionante, con el hocico lobuno fruncido en un gruñido cuya fiereza sería incapaz de igualar ningún rostro humano o seráfico. Le dijo:

—Aún no hemos acabado con el juego. Hasta ahora voy ganando, pero si tú no tuvieras un turno, no sería un juego, ¿verdad? Yo te recuerdo, ángel, pero ¿me recuerdas tú a mí?

Liraz no la recordaba. Los rostros de todas las víctimas que había señalado en sus brazos con hollín de la hoguera del campamento y un cuchillo al rojo en el mejor de los casos surgían desdibujados, pero aquel no era el mejor de los casos. ¿Cuántas quimeras con aspecto lobuno habría matado Liraz en sus décadas de vida? Solo los dioses estrella lo sabían.

—Yo no dije que fuera buena en este juego —respondió con voz ahogada.

—Te daré una pista —dijo Ten. La pista fue una única palabra a lomos de un gruñido de odio. Se trataba de un lugar—. Savvath.

Aquel nombre sajó la memoria de Liraz y la sangre brotó por el corte. Savvath. Fue mucho tiempo atrás, pero no lo había olvidado; ni la aldea, ni lo que había sucedido justo a sus afueras. Simplemente lo había escondido de sí misma, como una página rasgada, salvo que, si fuera una página rasgada, la habría quemado.

Los recuerdos eran imposibles de quemar.

El recuerdo de lo que le había hecho a un enemigo moribundo hacía mucho tiempo, y el recuerdo de cómo la habían mirado sus hermanos después… durante mucho tiempo.

—¿Eras tú? —se escuchó preguntar con voz ronca. No había sido su intención. Era por el malestar. Tenía las defensas bajas. Y… era por Savvath. Si el impresionante volumen de los cientos de quimeras que Liraz había masacrado en su vida aparecía como un borrón, aquella precisamente no, y una simple palabra, Savvath, se lo recordó todo.

Pero algo no concordaba.

No eras tú —exclamó Liraz, sacudiendo la cabeza para aclararse la mente—. Aquel soldado tenía…

Aspecto de zorro, iba a decir, pero Ten la interrumpió.

—Aquel soldado era yo. Fue mi primera muerte, ¿lo sabías? Fue mi cuerpo natural el que profanaste, y este, por supuesto, es solo un recipiente. Tu juego nos favorece, ángel. ¿Cómo vais a saber quiénes somos mirándonos? No tenéis ninguna posibilidad.

—Tienes razón —coincidió Liraz, y sintió la cabeza como un caleidoscopio de cristal molido, que giraba y giraba.

—Nuevo juego —dijo Ten, burlona—. Si ganas, conservas las manos. Lo único que tienes que decirme es a quién corresponde cada una de tus marcas.

Y Liraz se imaginó contándole a Hazael que había resuelto el enigma de su sueño recurrente. ¿Cómo se corta alguien los dos brazos?

Fácil. Dándole un hacha a una quimera.

Porque no había manera de ganar aquel juego.

Ten miró a la enorme bestia que sostenía el hacha y le hizo un gesto para que se acercara mientras le decía a los dracand:

—Remangadla.

Obedecieron; Liraz presenció únicamente el primer sobresalto de sus miradas —Ten se estremeció al ver el recuento completo al descubierto—, porque el resto se desvaneció en la oscuridad que la cubrió, como una avalancha de ceniza, cuando los dracand le agarraron los brazos desnudos con las manos. Cuatro hamsas pegadas a su carne. Era casi un acto de misericordia. Liraz vio la nada en la que iba a convertirse. Se inclinó hacia ella. Ningún serafín era capaz de soportar aquello. Se perdería su propia muerte, y aquello no estaba tan mal después de todo…

Recuperó la consciencia.

Por lo tanto, no hubo misericordia. Ten debía de haber ordenado a los dracand que la mantuvieran consciente, porque la avalancha se detuvo y Liraz se encontró frente a la huella de piel chamuscada que había abrasado el pecho de la loba. Estaba cubierta de ampollas negras y supurantes, y la carbonilla empezaba a desprenderse para dejar a la vista la carne enrojecida de debajo. Repugnante.

—Continuemos —ordenó Ten con increíble maldad—. Te lo pondré más fácil. Empieza por el final y ve retrocediendo. Sin duda recuerdas los más recientes.

La respuesta susurrada de Liraz fue patética.

—Ya no quiero jugar —gimió. Algo en su interior estaba cediendo. Sintió los latidos de su corazón como los puños inútiles de un niño. Quería que la rescataran. Quería estar a salvo.

—No me importa lo que tú quieras. Y las reglas han cambiado. Si ganas, le ordenaré a Rark que haga un corte limpio. Si pierdes… —enseñó sus largos colmillos amarillentos y los cerró de golpe en una exagerada mueca que no dejó duda alguna de su intención—. Un corte menos limpio —concluyó—. Más diversión —agarró las manos de Liraz y le estiró los brazos—. Empecemos conmigo. ¿Cuál soy, precioso ángel? ¿Qué marca es la mía?

—Ninguna —jadeó Liraz.

—¡Mentirosa!

Pero era cierto. Si tuviera tatuada la víctima de Savvath en la piel, estaría en los dedos, tanto tiempo había pasado. Pero al término de aquel día, Hazael había sujetado las herramientas de tatuar con pesadez en la mano y la había mirado —una mirada demasiado prolongada e inexpresiva para ser de Hazael, como si lo sucedido no hubiera cambiado solo a Liraz, sino también a él—, antes de devolverlas de nuevo al petate y alejarse.

Liraz había oído decir que existía una única emoción que, al recordarla, revivía la sensación apremiante y la intensidad de la original. Una emoción que el tiempo jamás borraba y que hacía retroceder cualquier cantidad de años hasta el sentimiento puro y concentrado, como si se estuviera viviendo otra vez. No era el amor —no es que tuviera ninguna experiencia al respecto— y tampoco el odio, ni la ira, ni la felicidad, ni siquiera la aflicción. Los recuerdos de aquellos sentimientos eran meros ecos de los verdaderos.

Era el remordimiento. El remordimiento jamás se desvanecía, y Liraz se dio cuenta de que era el punto de referencia de sus emociones —su amarga y viciada «normalidad»— y de que en el terreno envenenado de su alma jamás crecería nada bueno.

Imagino que tú no te disculpas por nada, le había dicho Ten antes, y era cierto, aunque en aquel momento Liraz pensó que lo haría. Se disculparía por lo de Savvath… si pudiera controlar su voz. Si no estuviera saliendo a borbollones de su boca, emitiendo un sonido agudo y grave que podría haber sido una carcajada o —si ella no fuera Liraz y no resultara impensable— sollozos.

Se trataba en realidad de ambas cosas. Iba a perder los brazos con un corte limpio o menos limpio, y ahí estaba la gracia: era algo horrible, sádico y, también, literalmente, un sueño convertido en realidad.