AMANTE DE UN ÁNGEL, AMANTE DE UNA BESTIA
Igual que habían conducido a la hueste por el serpenteante pasillo que descendía a la remota aldea, Karou y Thiago la condujeron de nuevo hacia arriba. Los Ilegítimos ya se encontraban en la grandiosa y resonante caverna central que servía como punto de encuentro. Resultaba bastante obvio que habían reclamado la mitad más alejada de la cueva, dejando la otra mitad para las quimeras. Juntos pero sin estarlo, como si se hubiera dibujado una línea justo en medio.
Llegó la comida: grandes cuencos de cuscús aderezado con verduras, albaricoques y almendras. La escasa cantidad de pollo era tan insuficiente para toda aquella comida que resultaba difícil encontrar un pedazo, pero el sabor estaba allí, y había panes redondos horneados sobre una roca caliente; más pan del que Karou había visto junto en toda su vida. Sin embargo, a pesar de lo abundante que parecía, se acabó rápido, y el almuerzo más rápido aún.
—¿Sabes lo que estaría bien tener ahora? —susurró Zuzana cuando el ruido de las cucharas sobre los platos había desaparecido casi por completo—. Chocolate. Nunca trates de conseguir una alianza sin chocolate.
Karou no creía que los Ilegítimos, tratados con rudeza durante toda su vida, supieran mucho de postres.
—A falta de chocolate —sugirió Mik—, ¿qué tal un poco de música?
Karou sonrió.
—Me parece una idea estupenda.
Mik sacó el violín y se puso a afinarlo. Desde que habían llegado a la caverna, Karou había estado buscando a Akiva con la mirada mientras fingía no hacerlo. No estaba allí, y no sabía qué pensar. Tampoco vio a Liraz; solo a varios cientos de ángeles desconocidos, y hasta el último de ellos tenía el rostro inexpresivo y serio. No es que desentonara —después de todo, era la víspera del apocalipsis—, pero tampoco resultaba agradable. A Karou la tregua le pareció tan insustancial como a su llegada, y sintió que todos aquellos soldados preferirían rebanarse el pescuezo mutuamente a compartir el pan.
Mik empezó a tocar, y los serafines prestaron atención. Karou los observó, recorrió aquellos rostros hermosos y fieros uno a uno, preguntándose por sus almas. Tuvo la impresión de que la música empezaba a surtir algún efecto en ellos, lentamente. La gravedad de sus rostros apenas desapareció, pero el ambiente se relajó un poco. Casi se escuchó la larga, lenta y gradual exhalación que atenuó la tensión de varios cientos de hombros.
Al amanecer, volarían de regreso al mundo de los humanos. ¿Qué estaba sucediendo allí?, se preguntó. ¿Cómo se había presentado Jael, y cómo había sido recibido? ¿Estaban tratando de proporcionarle armas a toda prisa? ¿Estarían incluso enseñándole a utilizarlas? ¿O se mostraban escépticos? Algunos sí, pero ¿quién gritaría más fuerte? ¿Quién gritaba siempre más fuerte? Los honestos.
Los temerosos.
—Karou —susurró Zuzana—. Necesito traducción.
Karou se volvió hacia su amiga, que estaba aprendiendo otra vez vocabulario quimérico con Virko, igual que había hecho durante las comidas en la kasbah.
—¿Qué dice? —preguntó Zuzana—. Soy incapaz de adivinarlo.
Virko repitió la palabra en cuestión, y Karou tradujo:
—Magia.
—Oh —exclamó Zuzana. Y luego, con el ceño fruncido, añadió—: ¿De verdad? Pregúntale que cómo lo sabe.
Karou hizo la pregunta correspondiente.
—Todos lo sentimos —contestó Virko—. Díselo. Al mismo tiempo.
Karou parpadeó. En vez de traducir, le preguntó:
—¿Qué sentisteis todos al mismo tiempo?
Virko la miró a los ojos.
—El fin —respondió. Sencillo. Espeluznante.
Karou sintió un escalofrío bajándole por la espalda. Sabía perfectamente de qué estaba hablando Virko, pero de todas formas insistió:
—¿A qué te refieres con «el fin»?
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Zuzana, pero Karou permaneció con la mirada fija en Virko. Empezó a intuir algo, como si una cosa que hubiera estado merodeando y pasando a toda velocidad lejos de su alcance por fin se hubiera cansado lo suficiente para abandonar la cautela.
Virko echó un vistazo a los soldados, reunidos a su alrededor en grupos pequeños y grandes, algunos con los ojos cerrados, escuchando la música, otros con la mirada clavada en el fuego. Y añadió:
—Después de que sucediera, pensé para mis adentros: «Los ángeles son afortunados. Debo de estar perdiendo la cabeza». Dejé la espada a medio desenvainar. Simplemente me quedé allí, atontado, sintiéndome igual que si me hubieran sacado el corazón por la boca. Creí que estaba arañando el fondo de una larga vida, así fue.
Virko dejó que Karou digiriera sus palabras, y ella notó ráfagas de frío, y después de calor.
—Pero todo el mundo sintió lo mismo —continuó Virko—. No fui solo yo, y eso me alivia un poco. Nos pasó algo. Nos hicieron algo —calló un instante—. No sé lo que fue, pero es la razón por la que todos seguimos vivos.
Karou se recostó, aturdida. ¿Cómo no lo había imaginado de inmediato? Jamás la había invadido nada parecido a aquella desesperación, ni siquiera cuando estaba hundida hasta los tobillos en las cenizas de Loramendi. Y había llegado y desaparecido igual que algo pasajero. Como una onda sonora, o partículas de luz. O… un estallido de magia.
Un estallido de magia dirigido justo al fulcro de la catástrofe, apartándolos del abismo. Y cuando el Lobo Blanco se había puesto en pie y hablado, lo había hecho hacia el silencio provocado por su paso, permitiendo que todos se recuperaran al tiempo que sus almas se tambaleaban. Pero no había sido obra suya, él no había evitado que se asesinaran unos a otros.
Akiva sí.
Al darse cuenta, Karou notó una oleada de calor recorriéndole el cuerpo, y antes de preguntarse siquiera si sería cierto, estuvo segura de ello.
Y cuando Akiva entró por fin en la caverna, Karou lo reconoció incluso por el rabillo del ojo. El corazón le pegó un vuelco. Lanzó una furtiva mirada para confirmar que era él, pero Akiva no tenía ojos para ella.
Sintió y escuchó el movimiento de la compañía a su alrededor, pero pasó un rato antes de que las palabras se tornaran audibles.
—Fue él —escuchó—. El que nos salvó.
¿Había descubierto alguien más lo mismo que ella?
Se giró para ver quién había hablado, y se sorprendió al descubrir al muchacho dashnag, que, por supuesto, ya no era un muchacho. Rath se llamaba, y no podía saber nada sobre la pulsión de desesperanza; su alma estaba en un turíbulo en aquel momento. Entonces, ¿de qué estaba hablando?
Karou le escuchó.
—Jamás habría logrado llegar con vida a las Tierras Postreras —le estaba relatando a Balieros y los otros con los que había sido resucitado—. Me dirigía hacia el sur con algunos más. Los ángeles estaban incendiando el bosque a nuestras espaldas. Una aldea entera de caprinos y unas muchachas dama liberadas conmigo de los tratantes de esclavos. Nos quedamos atrapados en una hondonada, ocultos, y ellos nos encontraron. Dos bas… —se detuvo y se corrigió—. Dos Ilegítimos. Estaban justo delante de nosotros. Escuchábamos los berridos de los aries mientras los masacraban, pero los dos ángeles nos miraron y… fingieron no vernos. Nos dejaron escapar.
—Tal vez no os vieran —sugirió Balieros.
Rath contestó con respeto y firmeza:
—Nos vieron. Y uno de ellos era él —señaló con la barbilla a Akiva—. Con los ojos tan anaranjados como los de un dashnag. Sería imposible confundirlos.
Y todo aquello Karou lo escuchó con la sensación de que aquella intuición había estado allí todo el tiempo, sobrevolándola y dispuesta a posarse en cuanto ella dejara de alejarla a manotazos. Por supuesto, Akiva no había salvado únicamente a Ziri en las Tierras Postreras, sino también a esclavos y aldeanos, los mismos fugitivos a los que el Lobo había condenado a morir al preferir asesinar a su enemigo antes que ayudar a su gente.
—El Terror de las Bestias, ¿luchando a favor de las bestias? —caviló Balieros, lanzando una larga y reflexiva mirada a través de la caverna y dejando escapar una leve sonrisa—. Extrañamente pasan las horas cuando se acerca el fin.
Extrañamente pasan las horas. Era el verso de una canción. Todos los soldados la conocían. No era exactamente esperanzadora, pero resultaba adecuada en el contexto de aquel alarido de magia. Cuando se acerca el fin. El fin.
Karou fue incapaz de contenerse. Dirigió la mirada de nuevo hacia Akiva. Él siguió sin devolvérsela, y aquello bastó para hacerla creer que no volvería a mirarla jamás.
Allí estaban, en las cuevas de los kirin. La víspera de una batalla. Habían unido sus ejércitos, lo que en sí mismo podía considerarse una victoria inimaginable, pero nada era como lo habían soñado. No estaban el uno al lado del otro. Ni siquiera podían mirarse.
Karou sintió que se le alteraba el pulso, acelerando y pausando su ritmo como una criatura enjaulada en su interior. Akiva estaba rodeado por los suyos, y ella con los de su bando, y daba la impresión de que lo único que los ataba en aquel instante era un enemigo común, y los puros y dulces hilos de la música.
Mik se sentó en una piedra, con la cabeza apoyada en el violín, y su melodía sonó distinta en la cueva a como lo hacía en la kasbah. Allí se había elevado hacia el cielo. Aquí producía eco.
Aquí estaba atrapada, como el pulso de Karou.
Notó la cabeza de Zuzana acomodada en su hombro. Issa estaba a su otro lado, tranquila y atenta, y el Lobo se encontraba estirado frente a ella, apoyado sobre los codos junto al fuego. Parecía relajado. Aún elegante, aún exquisito, pero sin crueldad, sin parecer una amenaza, como si los gestos naturales de aquel cuerpo robado estuvieran siendo transformados poco a poco desde dentro. Karou reconoció los primeros indicios de una belleza mayor que empezaba a emerger, y pensó en la maestría de Brimstone uniéndose al alma de Ziri. Ya no tenía nada que ver con Thiago. Aquel monstruo había desaparecido para siempre, y si alguien podía purgar su delito, ese era Ziri.
No obstante, sería mejor que tuviera cuidado y no se relajara demasiado. Karou echó un rápido vistazo a la hueste circundante, atenta sobre todo a la imperturbable y vigilante mirada de Lisseth. Pero no vio a Lisseth. Estaba Nisk, pero su compañera no, y Nisk tenía los ojos clavados en el fuego.
Karou sintió la mirada del Lobo fija en ella, pero no se la devolvió. Sus ojos sentían una atracción magnética hacia el extremo opuesto de la caverna, donde estaba Akiva. Akiva. Akiva. Se permitiría mirar una vez más. Con el aliento contenido y el corazón aparentemente en suspenso, se obligó a esperar un poco. Y, como en un antiguo juego infantil, pensó al exhalar: «Si no me mira esta vez, lo he perdido».
Y aquella posibilidad le trajo el eco de la desesperación anterior. La llama de una vela extinguida por un grito.
Alzó los ojos y los dirigió hacia el otro lado de la cueva. Y…
… puro fuego. Eso parecían los ojos de Akiva al encontrarse con los de ella: una mecha que abrasaba el aire entre ambos. La estaba mirando. Y, a pesar de lo lejos que se encontraba y de todo lo que se interponía entre ellos —quimeras, serafines, todos los vivos, todos los muertos—, aquella mirada pareció rozarla.
Como los rayos del sol.
Se contemplaron mutuamente. Se miraron a pesar de que alguien podría darse cuenta. Alguien podría verlos. Amante de un ángel. Amante de una bestia.
Que miren.
Era locura y abandono, pero después de todo lo que había ocurrido, Karou se sentía incapaz de apartar la mirada. Los ojos de Akiva eran calor y luz, y deseó permanecer allí para siempre. Mañana, el apocalipsis. Esta noche, el sol.
Y finalmente fue Akiva quien interrumpió la mirada. Se puso en pie y habló en voz baja con los ángeles que lo rodeaban, y cuando salió zigzagueando de la caverna y se detuvo un instante en el elevado arco de la entrada, no miró de nuevo hacia ella, pero aun así Karou comprendió. Quería que lo siguiera.
No podía, por supuesto. La verían. Las cavidades del principio eran territorio Ilegítimo, y aunque Lisseth no estuviera presente —¿dónde estaba?—, allí había un montón más de quimeras vigilándola.
Pero tenía que intentarlo. No podía soportar la idea de que Akiva estuviera esperando y esperando. Parecía una última oportunidad.
—Voy a dormir un poco —dijo Karou, poniéndose en pie y dejando escapar un bostezo (que empezó simulado, pero no tardó en volverse real), y salió de la cueva por la puerta contraria a la utilizada por Akiva, la que descendía hacia la aldea.
Pero en cuanto llegó donde nadie podía verla, se tornó invisible y atravesó de nuevo la caverna, oculta y deslizándose en silencio sobre las cabezas de dos ejércitos reunidos, con el corazón desbocado, para ir en busca de Akiva.