26

SANGRE Y MANCHAS

Alrededor de las siete de la mañana, más de veinticuatro horas después de haber despertado gritando, Eliza sucumbió al agotamiento y se zambulló en el sueño.

Comenzó, como siempre, con el cielo. Un cielo, en todo caso. Parecía una mera extensión azul, un espacio salpicado de nubes, nada especial. Pero en el sueño, Eliza sabía cosas. Las sentía y las sabía como ocurría en los sueños, sin consideración ni duda. Aquello no era una fantasía ni fruto de su imaginación, no mientras ella permanecía en el sueño. Era como traspasar el perímetro conocido de su mente para dirigirse a un lugar más profundo y extraño, pero no por ello menos real.

Y lo primero que Eliza supo fue que aquel cielo era especial, y que estaba muy, muy lejos. No lejos como Tahití. Ni lejos como China. Era un tipo de lejanía que desafiaba sus conocimientos sobre el universo.

Lo observó, conteniendo la respiración, esperando a que ocurriera algo.

Deseando que no sucediera.

Temiendo que sí.

Igual que remordimiento, las palabras esperanza y temor eran absolutamente inadecuadas para describir la intensidad de los sentimientos en el sueño. La esperanza y el temor normales eran como avatares de aquellos; meras representaciones digeribles de unas emociones tan puras y terribles que aniquilarían a cualquier ser humano en la vida real, destrozarían sus mentes y los volverían locos. Incluso en el sueño parecía que fuera a destrozar a Eliza: tal era la brutal e insoportable presión de aquella incertidumbre.

Mira el cielo.

¿Sucederá?

No puede ocurrir. No debe ocurrir.

No debe, no debe, no debe.

Un sollozo opresivo se formó en su garganta. Una plegaria se abrió paso a través de su esperanza-desesperanza, lastimera como un toque de violín, dos únicas palabras —por favor— prolongadas tanto y con tal pureza que durarían hasta el fin de los tiempos…

… que podría no estar tan lejos.

Porque el mundo estaba a punto de acabarse.

Una y otra vez, presa del sueño, Eliza había sido obligada a ver cómo sucedía. La primera fue cuando tenía siete años, y desde entonces lo había soñado en innumerables ocasiones. Aunque supiera lo que iba a suceder, siempre quedaba atrapada en un instante de terror en el que la esperanza parecía todavía al alcance…

… y de repente desaparecía.

Una mancha en el azul. Al principio era algo pequeño, apenas visible, una perturbación en el cielo, como una gotita de agua en un dibujo de tinta. Crecía rápidamente y se unía a otras.

El cielo sangraba y se teñía. Remolinos de color que se dispersaban, de un horizonte a otro, juntándose, mezclándose y fundiéndose como un caleidoscopio de manchas. El cielo… se resquebrajaba. Era hermoso de contemplar, a la par que terrible. Terrible y terrible y terrible para siempre, amén.

Así acabaría el mundo. Por mi culpa. Por mi culpa. Jamás se ha hecho nada peor. En toda la historia, en todo el espacio. No merezco vivir…

El cielo se resquebrajaría y los dejaría entrar. A ellos. Cazando, agitándose, devorando.

Las bestias vienen a por vosotros.

Las bestias.

Eliza huyó de ellas en el sueño. Se dio la vuelta y escapó, y su pánico y su remordimiento eran tan voraces como el terror que la perseguía. De algún modo, era culpa suya. Ella lo provocaría. Ella sería quien las dejara entrar.

Nunca. Yo nunca…

—¿Qué demonios? ¿Has dormido aquí?

Eliza se despertó con un grito ahogado y allí estaba Morgan, frente a ella, enmarcado en la puerta, con el pelo recién lavado y caído sobre la frente al estilo de un cantante juvenil. Tenía la boca contraída en un mohín de repulsión. Por Dios, solo en comparación con el sueño Morgan Toth y su mueca podían parecer benévolos. Por cómo la miraba, daría la impresión de que la hubiera pillado en medio de un acto lascivo en vez de dormitando en el sofá, completamente vestida.

Eliza se incorporó. La pantalla de su ordenador portátil se había oscurecido. ¿Cuánto tiempo llevaba dormida? Lo apagó, se limpió la boca con el dorso de la mano y le alegró descubrir que no tenía boceras.

Ni boceras ni gritos, aunque notaba una presión en el pecho que reconoció como un alarido incipiente. Habría estallado allí mismo, en el laboratorio, si Morgan no la hubiera despertado, bendito fuera su repelente y diminuto ser.

—¿Qué hora es? —preguntó Eliza al tiempo que se ponía en pie.

—¿Acaso soy tu despertador? —respondió él, pasando a su lado en dirección a su secuenciador preferido. Había dos enormes secuenciadores de ADN en el laboratorio y Eliza jamás había sido capaz de encontrar ninguna diferencia entre ellos, pero conocía la preferencia de Morgan por el de la izquierda y, por eso, siempre que podía, trataba de llegar primero y ocuparlo antes que él. Insignificantes victorias como aquella alegraban un día… aunque no aquel.

Teniendo en cuenta que había empezado con el sueño y continuó con cansancio, que el mundo se estaba desmoronando, que su familia la había localizado y estaba allí fuera, en algún lugar, y que estaba atrapada en la ropa del día anterior, Eliza pensó que aquel día no tenía mucho de alegre.

Se equivocaba; lo tenía. Y muchas más cosas también, y no tardaría en alejarse completamente de cualquier posible expectativa que pudiera haber puesto en él.

Completamente.

Todo comenzó un par de horas después, con un golpe en la puerta que obligó a Eliza a levantar la vista de su trabajo. De todas maneras, le estaba resultando difícil concentrarse —los datos le bailaban delante de los ojos—, así que agradeció la distracción. El doctor Chaudhary abrió la puerta. Había llegado poco después de Morgan y había limitado sus comentarios respecto a los acontecimientos mundiales a una breve frase.

—Son días extraños —había dicho, levantando las cejas antes de dirigirse hacia su oficina. Anuj Chaudhary no era muy parlanchín. Aquel hombre alto, indio, de unos cincuenta y tantos años, tenía una prominente nariz ganchuda, una espesa cabellera con canas en las sienes, un refinado acento inglés y los modales de un caballero victoriano.

—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó a los dos hombres de la puerta.

De un solo vistazo, Eliza se sintió transportada a una serie de televisión. Trajes de color oscuro, cortes de pelo reglamentarios, rasgos insulsos cuya falta de gracia se veía incrementada por una estudiada inexpresividad. Agentes del gobierno.

—¿El doctor Chaudhary? —preguntó el más alto de los dos, dejando a la vista una placa. El doctor Chaudhary asintió con la cabeza—. Nos gustaría que nos acompañara.

—¿Ahora mismo? —preguntó el doctor Chaudhary con la misma tranquilidad que si un compañero le hubiera invitado a tomar un té.

—Sí.

Sin explicación alguna y ni una palabra que suavizara su demanda. Eliza se preguntó si los agentes del gobierno hacían un cursillo para aprender a ser crípticos. ¿De qué iba aquello? ¿Estaba el doctor Chaudhary metido en algún problema? No. Por supuesto que no. Cuando agentes del gobierno acudían a un laboratorio y decían: «Nos gustaría que nos acompañara», era porque necesitaban la pericia del científico.

Y la pericia del doctor Chaudhary era la filogenética molecular. Así que la cuestión era… ¿qué ADN querían que analizara?

Eliza se volvió hacia Morgan y lo encontró observando la conversación con una avidez abrasadora y escalofriante. Protocolo de invasión extraterrestre, pensó. En cuanto notó los ojos de Eliza fijos en él, Morgan se volvió con una sonrisa de superioridad y dijo:

—Después de todo, tal vez yo no sea el único que no es idiota en este planeta —su tono la identificaba claramente a ella como reina de los idiotas.

Aquel comentario provocó que le resultara increíblemente agradable —el único instante placentero de un día aciago que no tardaría en empeorar mucho— cuando el doctor Chaudhary preguntó a los agentes:

—¿Podría acompañarme un ayudante? —y, tras recibir un lacónico asentimiento de cabeza, se volvió… hacia ella.

Hacia ella. Qué sensación más maravillosa y dulce, casi demasiado buena para ser verdad.

—Eliza, ¿te importaría acompañarme?

Por el ruido que hizo Morgan, Eliza casi habría asegurado que el aire de sus pulmones había salido expelido a través de todos los orificios de su cara, no solo por la boca y la nariz. Sus orejas y sus ojos tenían que haber intervenido también, como en un cómic. Aquella entrega absoluta era un feroz siseo de incredulidad, injusticia, desprecio.

—Pero doctor Chaudhary… —empezó a decir, sin embargo el doctor Chaudhary lo mandó callar, brusco y serio.

—Ahora no, señor Toth.

Y Eliza, tras bajar de su taburete, se detuvo lo justo para añadir en voz baja:

—Chúpate esa, señor Toth.

—Eso es lo que yo debería decirte a ti —respondió él, mordaz y furioso, mientras lanzaba una mirada insinuante y con los ojos entrecerrados al doctor Chaudhary. Eliza se quedó petrificada, notando una extraña sensación de ardor y rigidez en la palma de la mano por la urgencia de abofetearle la cara. Consciente de la presencia de los agentes y de que su mentor la estaba mirando, controló el anhelo, pero sintió la mano pesada por el bofetón desperdiciado.

Bueno, le sirvió de cierto consuelo ser ella la que reuniera el equipo siguiendo las instrucciones del doctor Chaudhary, y la que siguiera a los agentes cuando franquearon la puerta, dejando a Morgan solo con su violenta pataleta de niño pequeño.

Había un coche esperando. Elegante, negro, oficial. Eliza se preguntó a qué agencia pertenecerían aquellos hombres. No había podido leer las placas. ¿El FBI? ¿La CIA? ¿La NSA? ¿Quién tenía jurisdicción sobre… los ángeles?

El doctor Chaudhary indicó a Eliza que montara en el coche y, a continuación, entró él. La puerta se cerró con un clic, los agentes subieron a la parte delantera y el coche se incorporó al tráfico. A medida que aumentaba la distancia entre ella y el museo, el regocijo de Eliza se iba desvaneciendo y la ansiedad empezó a ahogarlo. Espera, pensó, vamos a reflexionar un poco.

—Eh…, perdone. ¿Dónde vamos? —preguntó Eliza.

—Serán informados a la llegada —fue la respuesta desde el asiento delantero.

Vale.

¿La llegada a dónde?

Tenía que ser a Roma.

¿No?

Eliza lanzó una rápida mirada al doctor Chaudhary, que se encogió ligeramente de hombros y alzó las cejas.

—Podría ser esclarecedor —dijo.

¿Esclarecedor? ¿Lo sería? ¿Realmente iban a tener acceso a los visitantes?

Se imaginó acercándose a uno de ellos para hacerle un raspado bucal y sintió un arrebato de histeria. ¿Quién habría imaginado, después de todo a lo que había dado la espalda, que la ciencia la colocaría cara a cara con los ángeles? Tuvo que contener una carcajada. Ey, mami, ¡mírame! Por Dios. Resultaba divertido únicamente por lo absurdo que era. Había elegido su propio camino, tan distinto a su pasado como le había sido posible y… ¿dónde la había conducido?

Uno de los mayores acontecimientos en la historia de la humanidad y ella estaría allí… ¿metiendo un hisopo en la boca de un ángel? Abre. Otro acceso de histeria, contenido y disimulado con un carraspeo. Eliza iba a analizar ADN de ángel. Si es que tenían ADN. Y lo tendrían, pensó. Disponían de cuerpos físicos; tenían que estar hechos de algo. Pero ¿cómo sería? ¿Qué parecido guardaría con el ADN humano? No podía ni imaginarlo, aunque pensó que sería el modo de resolver aquel misterio. A nivel molecular.

Descubriría qué eran.

En el torbellino de su mente, del cansancio, la ansiedad y con el peso del sueño aún encaramado a su hombro —como un ave carroñera esperando pacientemente—, sus pensamientos continuaron volviéndose contra ella. Era como perseguir a alguien dejándose la piel, y que, luego, justo en el momento en que lograba alcanzarlo, se girara violentamente y la agarrara por el cuello.

Descubriría qué eran los ángeles. Aquella era Eliza con sus pensamientos bajo control. Lo investigaría del modo que le habían enseñado. Nucleótidos en secuencia, y el mundo, el universo y el futuro adquirirían sentido eficientemente. Filogenia. Orden. Sensatez.

Entonces, el pensamiento se giró, la agarró con fuerza y la obligó a mirarlo. Y no era lo que creía haber estado persiguiendo. Tenía locura en los ojos.

No era: «Descubriré qué son los ángeles».

Lo que Eliza estaba pensando en realidad era: «¿Sabré qué soy yo?».