VOSOTROS
Después del consejo, Akiva se retiró a la estancia que había elegido para él y cerró la puerta.
Liraz se detuvo frente a ella y escuchó. Levantó la mano para llamar, pero la dejó caer de nuevo a su costado. Permaneció allí de pie casi un minuto, con la expresión oscilando entre la nostalgia y el enfado. Nostalgia de un tiempo en el que ella había estado flanqueada por sus hermanos. Enfado por su ausencia y por cómo los necesitaba.
Se sentía… desprotegida.
Hazael a un lado, Akiva al otro; ellos siempre habían sido su muralla. En la batalla, por supuesto. Habían entrenado juntos desde que tenían cinco años. En su mejor momento habían luchado como un único cuerpo con seis brazos, una mente común y la espalda de ninguno jamás expuesta al enemigo. Pero ahora sabía que los había utilizado además de para refugiarse, como muros entre los que permanecer, no solo durante el combate. También en momentos como aquel. Con Hazael muerto y Akiva en un mundo propio, sentía el viento desde todos los flancos, como si fuera a barrerla de un soplido.
No suplicaría su compañía. No debería tener que hacerlo, y le dolía que Akiva obviamente no necesitara lo mismo que ella. ¿Recluirse con su propio dolor y tristeza y dejarla allí fuera?
Liraz no llamó a la puerta de Akiva, sino que cuadró los hombros y siguió adelante. No sabía adónde iba, y tampoco le preocupaba especialmente. En cualquier caso, era para matar el tiempo… cada segundo hasta el instante en que apuntara su espada al corazón de su tío y lentamente, lentamente la clavara.
Nada evitaría que aquello sucediera, ni los humanos y sus armas, ni las desesperadas preocupaciones de Karou, ni las súplicas de paz.
Ni nada.
Akiva no estaba afligido. Las imágenes que lo atormentaban —el cadáver de su hermano, Karou riendo con el Lobo— habían quedado apartadas. Tenía los ojos cerrados y el rostro tan relajado como si estuviera disfrutando de un plácido sueño, pero no estaba dormido. Tampoco despierto exactamente. Estaba en un lugar que había descubierto años atrás, después de Bullfinch, mientras se recuperaba de la herida que debería haberlo matado. Aunque no hubiera muerto, incluso aunque hubiera recuperado la movilidad del brazo al completo, la lesión del hombro nunca había dejado de dolerle, ni por un segundo, y ahí era donde se encontraba en aquel momento.
Estaba dentro del dolor, en el espacio donde realizaba su magia.
No se trataba del sirithar. Aquello era algo completamente distinto. Toda la magia que había invocado deliberadamente la había fabricado —o quizás encontrado— allí. En un primer momento, había sentido como si atravesara una trampilla para descender a oscuros niveles de su propia mente. Pero, con el paso del tiempo, a medida que se fortalecía y ahondaba más, la sensación de amplitud se había vuelto cada vez mayor. Después empezó a despertar confuso y mareado, igual que si regresara de un sitio muy lejano.
¿Fabricaba la magia o la encontraba? ¿Estaba dentro de sí mismo o fuera? No lo sabía. No sabía nada. Al carecer de formación, Akiva se dejaba guiar por el instinto y la esperanza, y aquella noche, minuto a minuto, recurrió a ambos.
En mitad del consejo de guerra, igual que un repentino destello, le había asaltado aquella idea que sintió como una revelación. Las hamsas.
No era tan iluso como para imaginar que aquellos dos ejércitos fueran a lograr un acuerdo pronto. Sabía que era arriesgado, pero también que la mejor manera de aprovechar su fuerza colectiva era crear una verdadera alianza y no quedarse en una tregua. Integración. Atacaran como atacaran a los Dominantes —en escuadrones mixtos o segregados—, los superarían en número. Pero Liraz tenía razón: contar con hamsas en cada unidad debilitaría al enemigo y ayudaría a equilibrar la balanza. Podría significar la diferencia entre la victoria y la derrota.
Aunque tampoco podía esperar que sus hermanos y hermanas confiaran en las quimeras, sobre todo después de aquel desastroso comienzo. Las hamsas eran un arma contra la que no podían defenderse.
Pero ¿y si pudieran?
Aquella era la idea de Akiva. ¿Y si pudiera elaborar un hechizo que contrarrestara las marcas y protegiera a los Ilegítimos? No sabía si podría hacerlo, o incluso si debería. Si lo lograba, ¿provocaría más conflictos de los que resolvería? A las quimeras no les agradaría perder su ventaja.
Y… ¿a Karou?
Allí era donde Akiva perdía perspectiva. ¿Cómo saber si el instinto era simplemente esperanza disfrazada…, y la esperanza en realidad desesperación vestida de posibilidad? Porque, si lo lograba, junto a la opción de una verdadera alianza entre sus ejércitos, surgía otra más personal.
Karou podría tocarlo. Sus manos, apoyadas contra su piel, sin agonía. Akiva ignoraba si ella deseaba tocarlo, o si volvería a hacerlo, pero la oportunidad estaría ahí, por si acaso.
Los serafines y las quimeras habían apostado guardias en el acceso al pasillo que comunicaba la aldea y la gran caverna, con la intención de mantener a los soldados separados. Flotaba una sensación de acecho y merodeo, de probabilidad de encontrar enemigos a la vuelta de cada esquina. Era imposible relajarse. En ambos bandos, la mayoría se sentía atrapada por el techo irregular y los muros sin ventanas de aquel lugar, la inexistencia de cielo y la imposibilidad de escapar (en especial las quimeras, al saber que los Ilegítimos estaban acampados entre ellos y la salida).
Descansaron, comieron y rescataron todas las armas que les fue posible de los arsenales kirin, saqueados largo tiempo atrás por los traficantes de esclavos. Aegir fundió ollas y herramientas para fabricar espadas, y su martilleo se unió a los sonidos de la montaña. Algunos soldados recibieron la tarea de cambiar el emplumado a antiguas flechas, pero el grueso de la hueste permanecía desocupada y su ociosidad resultaba peligrosa. No se produjo ninguna agresión flagrante, pero los ángeles, enojados por el hecho de que ninguna bestia hubiera sido castigada tras romper el juramento, aseguraban sentir el malestar de las hamsas como una pulsión que atravesaba las paredes.
Las quimeras, a pesar de tener presentes las claras órdenes de su general, tal vez hubieran encontrado más ocasiones de las necesarias para apoyarse a descansar con las palmas apretadas contra la roca para aguantar su peso. Que la magia de las hamsas traspasara la piedra era improbable, aunque no dejaron de intentarlo. «Los matarifes de manos negras», así llamaban a los Ilegítimos, y hablaban en susurros de cortarles las manos marcadas a machetazos e incinerarlas.
Y luego, por encima de la confusión general y acrecentándola, se hallaba la desesperanza que los había dejado vacíos a todos, tanto bestias como ángeles, y que aún resonaba en su interior como un redoble que se atenuaba poco a poco. Nadie hablaba de ello, cada uno lo soportaba como una debilidad privada. Aquellos soldados tal vez nunca hubieran sentido una desesperanza tan profunda como la que les había asaltado aquel día, pero sin duda habían sentido desesperanza.
Y, como el miedo, siempre, siempre se sufría en silencio.
—¿Y bien? —preguntó Issa cuando Karou regresó sola a la aldea. Había dejado que Thiago, Ten y Lisseth se adelantaran, harta ya de su compañía, e Issa había subido a reunirse con ella a la vuelta del camino—. ¿Cómo ha ido?
—Como era de esperar —respondió Karou—. Sed de sangre y bravuconería.
—¿Por parte de todos? —sondeó Issa.
—Prácticamente —Karou evitó la mirada de Issa. No era cierto. Ni Akiva ni Thiago habían mostrado aquella actitud, pero el resultado había sido el mismo que si lo hubieran hecho. Se restregó los ojos. Dios, estaba cansada—. Prepárate para una invasión total.
—Entonces, ¿atacaremos? Bueno. Será mejor que nos pongamos a trabajar.
Karou dejó escapar un profundo suspiro. Tenían hasta el amanecer. ¿Cuántas resurrecciones serían capaces de realizar hasta entonces?
—¿Qué importa un puñado más de soldados ante un combate como este?
—Hacemos lo que podemos —dijo Issa.
—¿Y esto es todo lo que podemos? Porque nuestros movimientos los planifican guerreros.
Issa permaneció un instante en silencio. Estaban todavía a las afueras de la aldea, en una curva cerrada del pasillo de roca tras la que comenzaban las viviendas; el sendero continuaba descendiendo hacia la «plaza».
—¿Y si fuera una artista la que los planificara? —preguntó Issa suavemente.
Karou apretó los dientes. Sabía que no había ofrecido al consejo de guerra ninguna alternativa que considerar. Recordó la burla de Liraz: «¿Por qué no nos presentamos allí y le pedimos a Jael que se marche?».
Ojalá. Y todos los ángeles regresaron tranquilamente a casa y nadie murió. Fin.
Imposible.
—No sé —admitió amargamente ante Issa, y empezó a descender el sendero con caminar pesado—. ¿Te acuerdas de aquel dibujo que hice una vez como tarea de clase?
Issa asintió con la cabeza.
—Lo recuerdo bien. Hablamos mucho rato sobre él después de que tú te hubieras marchado.
Karou había dibujado dos hombres monstruosos, sentados a una mesa el uno frente al otro, y delante de cada uno un enorme cuenco de… personas. Diminutos miembros que se retorcían, minúsculas muecas de desdicha. Los hombres clavaban sus tenedores —cada uno en el cuenco del otro—, enloquecidos por el hambre, y lanzaban a sus enormes fauces un bocado de gente tras otro.
—La idea era que el primero que vaciara el cuenco del otro ganaba la guerra. Y dibujé aquello antes incluso de conocer la existencia de Eretz, la guerra que se estaba librando aquí o la participación de Brimstone en ella.
—Tu alma lo sabía —dijo Issa—. Aunque tu mente no.
—Tal vez —admitió Karou—. No he parado de pensar en el dibujo durante el consejo de guerra, y en nuestro papel en todo esto. Estamos haciendo trampa con los cuencos. No dejamos de rellenarlos, y los monstruos continúan hundiendo sus gigantescos tenedores en ellos; nosotros somos la causa de que siempre tengan más para comer. Nunca perdemos, pero tampoco ganamos. Simplemente seguimos muriendo. ¿Es eso lo que hacemos?
—Lo que hacíamos —la corrigió Issa, colocando su fresca mano en el brazo de Karou—. Dulce niña —continuó. Era encantadora, y su rostro tan hermoso como el de una virgen renacentista—. Sabes que Brimstone tenía mayores esperanzas puestas en vosotros.
Issa utilizó el plural. Brimstone tenía mayores esperanzas puestas en vosotros, plural.
Akiva y tú. Karou recordó que Brimstone le había contado —a su yo Madrigal, en la celda, justo antes de su ejecución— que lo único que le empujaba a seguir haciendo lo que hacía un siglo tras otro era la creencia de que estaba manteniendo a las quimeras vivas…
—Hasta crear un mundo nuevo —susurró Karou, repitiendo las palabras que él le había dicho entonces.
—Él no lo consiguió —añadió Issa con igual suavidad—. Ni el caudillo. Desde luego, Thiago tampoco. Pero vosotros podríais —de nuevo el plural.
—No sé cómo lograrlo —le dijo Karou a Issa, como compartiendo un terrible secreto—. Estamos aquí, quimeras y serafines, juntos pero sin estarlo. Aún siguen queriendo matarse entre ellos y probablemente lo hagan. No es exactamente un mundo nuevo.
—Haz caso a tu intuición, dulce niña.
Karou rio, abrumada por la fatiga.
—¿Y si mi intuición me estuviera diciendo que me vaya a dormir y que me despierte cuando todo haya acabado? Mundos arreglados, portales cerrados, cada uno en su lado correspondiente, Jael derrotado y no más guerra.
Issa simplemente sonrió y dijo:
—No creo que quieras dormir mientras todo eso suceda, cariño. Son tiempos extraordinarios —su sonrisa se le antojó beatífica hasta que se tornó traviesa—. O lo serán, una vez que hayas descubierto cómo lograr que lo sean.
Karou le dio unos ligeros golpecitos en el hombro.
—Estupendo. Gracias. Sin presión.
Issa la envolvió en un abrazo, y fue como mil abrazos antiguos de Issa, que siempre habían tenido el poder de infundirle fuerza; la fuerza de la confianza en los demás. Karou guardaba también en su interior la confianza de Brimstone.
¿Aún tenía la de Akiva?
Karou se enderezó. Estaban casi en la «sala de resurrecciones», las estancias que Zuzana y Mik habían elegido. Vio el parpadeo verdoso de las antorchas de skohl a través de la puerta abierta. Desde la parte baja del sendero llegaban los sonidos de la hueste y el aroma a guiso arrastrado por el viento. Verduras de la Tierra, cuscús, pan de pita, sus últimos y escuálidos pollos marroquíes. Olía bien, y Karou pensó que no era simplemente porque estuviera hambrienta. Se le ocurrió algo.
¿Haz caso a tu intuición? ¿Y por qué no al estómago? No se trataba de un plan ni de una solución; solo de una pequeña idea. Un diminuto paso.
—Dile a Zuze y a Mik que no tardaré —le pidió a Issa, y se marchó en busca del Lobo.