24

LA SEÑAL PARA EL APOCALIPSIS

Varias horas después, Karou había olvidado por completo la sensación de aquella sonrisa.

Las cosas podían ser diferentes, claro que sí. Pero primero había que matar a un montón de ángeles y probablemente desbaratar la civilización de los humanos para siempre. Y bueno, también podían perder. Tal vez murieran todos. Minucias.

No es que fuera exactamente una sorpresa. Nadie había denominado a aquella reunión «consejo de paz».

El encuentro era para los libros de Historia, de eso no cabía duda. En lo alto de los montes Adelfas, que siempre se habían alzado como principal bastión natural entre el Imperio y las tierras libres, se sentaban los representantes de dos ejércitos insurgentes frente a frente. Serafines y quimeras, Ilegítimos y resucitados, el Terror de las Bestias y el Lobo Blanco, enemigos de antaño, pero ahora aliados.

Se estaba desarrollando todo lo bien que se podía esperar.

—Yo abogo por una acción efectiva —propuso Elyon, el hermano que había ocupado el lugar de Hazael al lado de Akiva. Él y otros dos, Briathos y Orit, representaban a los Ilegítimos junto a Akiva y Liraz. Con Thiago y Karou estaban Ten y Lisseth.

—¿Y la acción efectiva es? —preguntó el Lobo.

Elyon respondió como si fuera evidente:

—Cerrar los portales. Que los humanos se ocupen de Jael.

¿Qué?

Aquello no era lo que Karou había estado esperando.

—No —exclamó abruptamente, aunque a ella no le correspondiera responder.

Liraz manifestó su oposición en el mismo instante y sus negativas colisionaron en el aire. No. Paralizadas a ambos lados de la mesa, la una frente a la otra, se miraron a los ojos: los de Liraz entrecerrados, los de Karou con una expresión prudentemente imparcial.

No, no cerrarían los portales entre ambos mundos, dejando a Jael y a sus mil soldados Dominantes atrapados al otro lado para que los humanos «se ocuparan» de ellos. En aquello podían estar de acuerdo, aunque por razones distintas.

—De Jael me ocuparé yo —sentenció Liraz. Lo dijo en voz baja, inexpresiva. Resultó inquietante y sonó como algo incuestionable, como un hecho decidido mucho tiempo atrás—. Eso está claro, suceda lo que suceda aparte.

La razón de Liraz era la venganza, y Karou no se lo reprochaba. Había visto el cuerpo de Hazael y a Liraz rota de dolor y desolada, y Akiva a su lado, igualmente angustiado. Incluso desde el interior de su propio pozo negro de dolor, la imagen de aquella noche había destrozado a Karou. Ella también quería ver muerto a Jael, aunque no era su única preocupación.

—No podemos cargar a los humanos con eso —dijo ella—. Jael es nuestro problema.

Elyon estuvo presto a responder.

—Si lo que nos has contado de los humanos y sus armas es cierto, no debería resultarles difícil deshacerse de ellos.

—No lo sería si los vieran como enemigos —replicó ella. La «puesta en escena» de Jael había sido un golpe de ingenio. «Nos venerarán como dioses», le había asegurado Jael a Akiva, y Karou no dudaba de que estuviera en lo cierto—: Imagina que vuestros dioses estrella descienden del cielo y aparecen entre vosotros, vivitos y coleando. ¿Cómo os ocuparíais exactamente de ellos? —le dijo a Elyon.

—Supongo que les daría lo que me pidieran —respondió él, añadiendo con una deplorable e impecable lógica—: Razón por la cual debemos cerrar los portales. Nuestra principal preocupación debe ser Eretz. Bastante tenemos aquí sin involucrarnos en una guerra de un mundo que no es el nuestro.

Karou sacudió la cabeza, pero las palabras de Elyon habían echado por tierra las suyas, y durante un instante se quedó sin respuesta. Tenía razón. Era imprescindible que Jael fracasara en su intento de introducir armas humanas en Eretz, y la manera más sencilla de detenerlo sería cerrar los portales.

Pero era inaceptable. Karou no podía sacudirse la humanidad de las manos como si fuera polvo ni volver la espalda a un mundo entero. En especial porque el rastro de la puesta en escena de Jael conducía directamente a ella. Ella había llevado al abominable Razgut hasta Eretz y lo había dejado libre con el peligroso conocimiento que poseía —sobre el arte de la guerra, la religión, la geografía— y que había regalado a Jael. Ella era la causante de lo que estaba sucediendo en el mundo de los humanos, igual que si hubiera unido con sus propias manos a aquellos dos repugnantes ángeles.

En el segundo que tardó en pensar un argumento, echó un vistazo alrededor de la mesa de piedra para buscar apoyo, y encontró la mirada de Akiva. Sintió aquellos ojos abrasadores como un sobresalto en el corazón. Seguía inexpresivo; lo que fuera que sintiera hacia ella —¿repulsión?, ¿decepción?, ¿desconcertado y profundo dolor?— permanecía oculto.

—Cerrar una puerta es una manera de resolver un problema —dijo Akiva, y miró directamente a Thiago—. Pero no es muy adecuada. Nuestros enemigos no siempre se quedan donde los dejamos, y tienden a regresar de manera inesperada, por lo que resultan más mortíferos.

No cabía duda de que se estaba refiriendo a su propia fuga y a sus consecuencias. Al Lobo no le pasó desapercibido el sentido de aquellas palabras.

—Ciertamente —respondió—. Dejemos que el pasado sea nuestro maestro. La muerte es lo único definitivo —tras lanzar una mirada a Karou, añadió con una ligerísima sonrisa—: Y en ocasiones, ni siquiera eso.

Los demás tardaron un poco en darse cuenta de que el Terror de las Bestias y el Lobo estaban de acuerdo, aunque fuera un acuerdo gélido.

—Tu solución sería demasiado incierta —le dijo Liraz a Elyon—. Y demasiado insatisfactoria —sus palabras fueron simples, y escalofriantes. Tenía un tío que matar, y pensaba disfrutar de ello.

—Entonces, ¿qué propones? —preguntó Elyon.

—Hacer lo que sabemos hacer —respondió Liraz—. Pelear. Akiva destruye el portal de Jael para que no pueda solicitar refuerzos. Liquidamos a los mil de allí y luego regresamos a casa por el otro portal, lo cerramos tras nosotros y nos encargamos del resto aquí en Eretz.

Elyon evaluó la propuesta.

—Sin tener en cuenta por el momento al «resto» y las nulas posibilidades de derrotarlos, los mil que están en el mundo de los humanos nos superan casi en tres a uno.

—¿Tres Dominantes por cada Ilegítimo? —la sonrisa de Liraz parecía nacida de un tiburón y una cimitarra—. No me asusta esa posibilidad. Y no olvides que nosotros tenemos algo que ellos no.

—¿El qué? —preguntó Elyon.

Liraz miró primero a Akiva y luego dirigió los ojos hacia las quimeras. No dijo nada; su mirada parecía resentida y reacia, pero su intención estaba clara: Tenemos bestias, podría haber dicho, con los labios ligeramente curvados.

—No —exclamó Elyon de inmediato. Miró a Briathos y Orit en busca de apoyo—. Nos comprometimos a no matarlos, eso fue todo, aunque habríamos estado en nuestro derecho de hacerlo después de que rompieran la tregua…

Nosotros rompimos la tregua, ¿verdad? —intervino Ten. Haxaya, más bien, que parecía estar disfrutando del engaño de una manera de la que solo ella era capaz. Karou conocía su verdadero rostro. Había sido amiga suya largo tiempo atrás, y su aspecto no era lupino, sino vulpino, no tan diferente del de ahora en realidad (solo más pícaro y feroz). Haxaya había asegurado una vez que era una dentadura a un cuerpo pegada, y el modo en que sonreía con las mandíbulas de lobo de Ten se asemejaba a una provocación. Podría comerte, parecía estar pensando la mayor parte del tiempo, incluido aquel instante—. Entonces, ¿por qué es nuestra sangre la que mancha el suelo de la cueva? —preguntó.

—Porque nosotros somos más rápidos —respondió Orit con absoluto desprecio—. Como si necesitarais mayor prueba de ello.

Pronunciadas aquellas palabras, Ten se preparó para lanzarse por encima de la mesa hacia la serafina con los dientes por delante y sin pensar en la tregua.

—Vuestros arqueros son los que deberían responder por ello, no nosotros.

—Eso fue justificado. En el instante en que enseñasteis las hamsas, quedamos libres de nuestra promesa.

¿De verdad? Karou deseaba gritar. ¿Es que no habían aprendido nada? Eran como niños. En realidad, como niños espeluznantemente mortíferos.

Basta —no fue un grito y no procedía de Karou. El rugido de Thiago sonó glacial y autoritario, se abrió paso entre los soldados enfrentados y los obligó a retroceder, tambaleándose. Ten inclinó la cabeza hacia su general.

Orit le fulminó con la mirada. No era una serafina hermosa como Liraz, ni como muchos de los ángeles. Sus rasgos no estaban bien definidos; tenía el rostro ancho y le habían roto la nariz mucho tiempo atrás, aplastándole el puente con algo romo.

—¿Tú decides cuándo basta? —le preguntó a Thiago—. No lo creo —se volvió hacia los suyos—. Pensé que habíamos acordado que no continuaríamos a menos que demostraran buena voluntad. Yo no veo buena voluntad. Veo bestias riéndose en nuestras caras.

—No —exclamó Thiago—. Eso no es lo que ves.

—Y reza para no verlo nunca —añadió Lisseth amablemente.

Thiago continuó como si su lugarteniente no hubiera hablado.

—Dije que castigaría al soldado o los soldados que desobedecieron mi orden y así será. Pero no lo haré para apaciguaros, así que no lo presenciaréis.

—Entonces, ¿cómo sabremos que has cumplido tu palabra? —preguntó Orit.

—Lo sabréis —fue la respuesta del Lobo, tan amenazante como su anterior aseveración ante Karou, pero sin el matiz de arrepentimiento.

Elyon no parecía satisfecho. Les dijo a los otros:

—No podremos confiar en ellos cuando estén junto a nosotros en la batalla. Será mejor enfrentarnos a Jael sin mezclar escuadrones. Ellos acatando sus órdenes, y nosotros las nuestras. Manteniéndonos separados.

Fue Liraz quien, lanzando una mirada escrutadora a las quimeras, dijo:

—Incluso un único par de hamsas en un batallón podría debilitar a los Dominantes y concedernos ventaja.

—O debilitarnos a nosotros —protestó Orit—. Y acabar con esa ventaja.

Karou había lanzado una mirada a Akiva y había percibido una chispa iluminando los ojos del ángel —la intensidad de una idea repentina—, así que cuando este habló, interviniendo de forma abrupta, pensó que daría voz a lo que quiera que fuera. Pero solo dijo:

—Liraz tiene razón, pero Orit también. Tal vez sea pronto para plantearnos la cuestión de mezclar escuadrones. La aplazaremos de momento —y, mientras la conversación se centraba en el plan de ataque, Karou no dejó de preguntarse: ¿Qué era esa chispa? ¿Cuál era la idea?

Siguió mirando a Akiva y reflexionando, y tuvo que admitir que esperaba que se tratara de alguna manera de salir de aquello, porque a cada instante que pasaba le quedaba más claro que, en una cosa al menos, la actitud de los serafines y las quimeras era la misma. La común indiferencia, en medio de sus maquinaciones, por las consecuencias que aquel ataque acarrearía a los humanos.

Karou trató de expresar sus preocupaciones a medida que el consejo de guerra avanzaba, pero fue incapaz de que las tomaran en cuenta. Le dio la sensación de que, cada vez que lo intentaba, Liraz pisaba enfáticamente sus palabras, y si sus intereses habían coincidido antes en aquel no gritado al unísono, en aquel momento discrepaban radicalmente. Liraz quería la sangre de Jael. Y no le importaba a quién salpicara.

—Escuchadme —dijo Karou con insistencia cuando presintió que el acuerdo estaba casi cerrado. Era un milagro que aquel consejo pudiera alcanzar un acuerdo, pero parecía un mal milagro—. En cuanto ataquemos, formaremos parte del espectáculo de Jael. ¿Ángeles de blanco atacados por ángeles de negro? Y mejor ni hablar de lo que los humanos pensarán de las quimeras. Ellos también tienen un relato para esto, y, en su relato, el demonio es un ángel…

—Qué más da lo que los humanos piensen de nosotros —protestó Liraz—. Esto no es un espectáculo. Es una emboscada. Entramos y salimos. Deprisa. Si tratan de ayudarle, se convertirán también en nuestros enemigos —tenía las manos apoyadas en la mesa de piedra; estaba lista para impulsarse y lanzarse al ataque en aquel mismo momento. Estaba preparada para un baño de sangre.

—Ese potencial enemigo que pareces estar tomando a la ligera —respondió Karou— tiene… —quiso decir rifles de asalto, lanzacohetes y aviones militares. Qué fallo que las lenguas de Eretz no pudieran transmitir aquellos conceptos— armas de destrucción masiva —optó por decir. Aquello lo traducía de manera adecuada.

—Igual que nosotros —replicó Liraz—. Tenemos fuego —su voz sonó tan fría que Karou se quedó paralizada.

—¿A qué te refieres con eso? —preguntó, alzando la voz por el enfado. Sabía demasiado bien a lo que Liraz se refería, y se quedó atónita. Había estado entre las cenizas de Loramendi. Conocía el poder del fuego seráfico. ¿Era posible que la Liraz que había usado su calor para abrigar a Zuzana y Mik durante su sueño fuera la misma que ahora amenazaba con emplearlo para abrasar un mundo?

Akiva intervino.

—No llegaremos a eso. Ellos no son nuestros enemigos. Nuestra pauta debe ser causar el menor daño colateral posible. Si los humanos se convierten en marionetas de Jael, será por ignorancia.

Era un triste consuelo. El menor daño colateral posible. Karou luchó con todas sus fuerzas para mantener el rostro inexpresivo mientras su mente se rebelaba. Literalmente o no, el mundo de los humanos era leña seca para unas llamas como aquellas. El apocalipsis, pensó. Aquello era algo extraordinario incluso para su historial de catástrofes, que se había vuelto bastante impresionante en los últimos meses. Es un alivio que solo haya dos mundos cuya destrucción deba preocuparme, pensó. Excepto que, oh maldición, probablemente hubiera más. ¿Por qué no? Si existiera solo un mundo, podría considerarse una casualidad, un maravilloso accidente del polvo de estrellas. Pero si existían dos, ¿qué probabilidades había de que solo fueran dos?

Prestad atención, mundos, pensó Karou, ¡aquí os presento vuestra catástrofe! Echó un nuevo vistazo alrededor de la mesa, pero se dio cuenta de que estaba rodeada de guerreros en medio de un consejo de guerra, y todo lo que había sido decidido podría archivarse bajo el epígrafe: Por supuesto, idiota. ¿Qué pensabas que iba a ocurrir? Aun así, lo intentó.

—Ningún daño colateral es aceptable —dijo.

Creyó ver que los ojos de Akiva se suavizaban, pero no fue su voz la que le respondió. Fue la de Lisseth, justo a su espalda.

—Cuánto te preocupa… —exclamó con un desagradable siseo—. ¿Eres una quimera o una humana?

Lisseth. O, como Karou prefería pensar últimamente en ella, la futura rumiante. Necesitó de toda su templanza para no girarse, mirar a la naja a la cara y espetarle: «Muuuu».

Se limitó a responder con un tono carente de cualquier matiz y un ligerísimo toque de condescendencia:

—Soy una quimera dentro de un cuerpo humano, Lisseth. Creía que eso ya lo habías entendido.

—Lo entiende perfectamente. ¿No es así, soldado? —intervino Thiago, con el cuerpo medio girado para lanzar una mirada de advertencia a la naja. Recibiría una reprimenda después, pensó Karou. Antes del consejo, el Lobo no había podido ser más claro respecto a la necesidad de presentar un frente unido, fuera como fuese. Le sorprendió como algo revelador que Lisseth no cumpliera aquella orden.

—Sí, señor —respondió Lisseth, logrando que su tono sonara razonablemente deferente.

—Y dejando a un lado el tema de los humanos —continuó Karou—, ¿qué pasará con nosotros? ¿Cuántos de los nuestros morirán?

—Tantos como sea necesario —respondió Liraz desde el otro lado de la mesa, y Karou deseó zarandear a la preciosa y glacial ángel de la muerte.

—¿Y si nada de eso fuera necesario? —preguntó Karou—. ¿Y si hubiera otra manera de hacerlo?

—Desde luego —respondió Liraz con tono de aburrimiento—. ¿Por qué no nos presentamos allí y le pedimos a Jael que se marche? Estoy segura de que si decimos por favor…

—No me refería a eso —exclamó Karou.

—Entonces, ¿a qué? ¿Tienes otra idea?

Y, por supuesto, Karou no la tenía. Su confesión a regañadientes («Todavía no») le resultó amarga.

—Si se te ocurre alguna, estoy segura de que nos la contarás.

Oh, sus ojos entrecerrados, aquel tono sarcástico y despectivo. Karou sintió el odio de la serafina como una bofetada. ¿Merecía aquello? Echó un vistazo a Akiva, pero no la estaba mirando.

—Hemos terminado —anunció Thiago—. Mis soldados necesitan descanso y comida, y nosotros tenemos que realizar algunas resurrecciones.

—Partiremos al amanecer —concluyó Liraz.

Nadie se opuso.

Y aquello fue todo.

Mientras el consejo se disolvía, Karou pensó: La señal para el apocalipsis.

O… tal vez no. Contempló cómo Akiva se marchaba sin dirigirle más que una ligera mirada, y seguía sin saber lo que significaba aquella chispa que había saltado en sus ojos. Pero no confiaría en que él ni ningún otro se alzase en defensa del mundo de los humanos. Por su parte, no pensaba rendirse a la carnicería tan fácilmente. Aún tenía algo de tiempo.

No mucho, pero algo. Lo que debería ser suficiente, ¿no? Lo único que tenía que hacer era elaborar un plan para evitar el apocalipsis y convencer de algún modo a aquellos ceñudos y endurecidos soldados de que lo adoptaran. En… aproximadamente doce horas. Mientras estaba en trance, llevando a cabo tantas resurrecciones como fuera posible.

Nada del otro mundo.