DE ESO SE TRATA
Los baños termales estaban como Karou los recordaba, aunque no exactamente, porque en sus recuerdos aparecían llenos de kirin. Familias al completo, bañándose juntas. Ancianas chismorreando. Niños chapoteando. Sintió las manos de su madre enjabonándole la cabeza con raíz de seleno, e incluso evocó su aroma herbal mezclado con el olor sulfuroso de los manantiales.
—Es precioso —dijo Mik, y lo era: el agua de un blanquecino tono verdoso y las rocas como dibujos al pastel, en rosa y espuma marina. Resultaba íntimo sin ser pequeño, y no había una sola piscina, sino una serie de bañeras comunicadas que se alimentaban de una suave cascada. El techo parecía ondear con formaciones de cristal titilantes y cortinas de musgo oscuro color rosa pálido, llamado así porque crecía en la oscuridad, no porque lo fuera.
—Mirad allí —dijo Karou, y alzó la antorcha para dirigirse hacia donde la pared de la caverna era de pura hematita pulida. Un espejo.
—Guau —exclamó Zuzana, y los tres contemplaron sus reflejos, uno al lado del otro. Tenían un aspecto desaliñado y reverente. La superficie curvada los deformó, y Karou tuvo que moverse un poco para estimar qué parte de la distorsión de su rostro se debía al efecto de casa de los espejos y cuál era consecuencia de la paliza. Tenía la sensación de que hubieran pasado años desde el ataque, aunque su cuerpo le dijera lo contrario. Había sucedido hacía dos días, y su cara no estaba recuperada. Su espíritu tampoco. De hecho, la desfiguración del espejo le pareció acertada: una manifestación externa de la deformación interior que estaba tratando de ocultar.
Se quitaron la ropa y se metieron en el agua, caliente y muy poco salina, y, en unos segundos de inmersión, sus miembros quedaron tan suaves como una muñeca de porcelana y sus cabelleras como plumón de cisne. Las de Karou y Zuzana se deslizaban como colas de sirena en la superficie arremolinada.
Karou cerró los ojos y se sumergió, cabeza incluida, para que el agua en movimiento le quitara la tensión. Si tuviera que jugar a los tres deseos con honestidad, tal vez desearía dejarse arrastrar como si aquello fuera el Leteo, el río del olvido, y tomarse un largo y agradable descanso de ejércitos y fatalidad. En vez de eso, se lavó, se aclaró y salió. Mik apartó la mirada educadamente mientras ella se ponía ropa limpia. «Limpia», si sumergida en un río marroquí y secada sobre una polvorienta azotea contaba como limpia.
—Probablemente os quede una hora de antorcha —les dijo a sus amigos, dejándoles una y llevándose la otra—. ¿Sabréis regresar?
Ellos le aseguraron que sí, así que Karou los dejó con su mutuo disfrute perfecto y sin complicaciones, y trató de no sentir demasiados celos mientras sus pies la devolvían hacia la bulliciosa hostilidad de los ejércitos.
—Vamos allá.
Tomó una curva cerca del centro de la aldea con aspecto de panal… y allí estaba Thiago. Ziri. Cuando se vieron, una repentina emoción transfiguró al Lobo. La ocultó rápidamente, pero Karou la vio y la reconoció. Era amor mezclado con tristeza, y su corazón sufrió por él.
—Estoy contigo —le había asegurado en la kasbah para que no se sintiera tan solo en aquel cuerpo robado. Pero Ziri estaba solo. Ella no estaba con él, ni siquiera cuando se encontraba a su lado. Y él lo sabía.
Karou se obligó a sonreír.
—Iba a buscarte —era cierto, en cualquier caso—. ¿Se ha decidido algo?
Él suspiró y negó con la cabeza. Estaba desaliñado, un aspecto que el Lobo jamás presentaba, excepto quizá inmediatamente después de una batalla. Llevaba el pelo revuelto y la frente manchada de sangre reseca por el aterrizaje forzoso. Parecía tener en carne viva las rodillas y las manos, arañadas y ensangrentadas. Echó un vistazo a su alrededor e indicó con señas a Karou que franqueara una puerta.
Por un breve instante, se puso rígida y quiso negarse. Él no es el Lobo, se recordó, entrando en la pequeña estancia delante de él. Estaba oscura y olía a humedad. Karou cerró la puerta y dibujó un arco con la chisporroteante antorcha para cerciorarse de que estaban solos.
Solos. ¿Era aquello lo que Ziri había anhelado la noche anterior, únicamente aquel pequeño y triste intervalo de tiempo para poder relajar su actitud de Lobo? Se dejó caer contra una pared, claramente agotado.
—Lisseth ha propuesto que elijamos un cabeza de turco para una ejecución.
—¿Cómo? —gritó Karou—. ¡Eso es horrible!
—Por eso le respondí que no, a menos que ella quisiera ofrecerse voluntaria.
—Ojalá.
—Rehusó mi propuesta —el Lobo sonrió de manera irónica y cansada, y luego bajó la voz—. Aún están esperando que esto adquiera sentido. Que les revele el verdadero plan, que debe incluir, por supuesto, masacre.
—¿Crees que sospechan algo? —preguntó Karou con ansiedad, murmurando con la misma reserva que él. Deseó poder utilizar el checo como con Zuzana y Mik, y no tener que preocuparse de que pudieran escucharlos por casualidad.
—Algo, sí. Pero no creo que estén cerca de la verdad.
—Será mejor que no se acerquen.
—Estoy actuando como si tuviera un objetivo que todavía no he compartido con ellos, pero no sé cuánto tiempo resultará creíble. Yo nunca formé parte de su círculo más próximo. ¿Y si les contaba sus planes y este secretismo les parece extraño? En cuanto a esto… —se llevó las manos a la cabeza y jadeó al rozar herida con herida—. ¿Qué haría el Lobo? Nada. No entregaría a nadie a los serafines, y los miraría con desprecio por habérselo solicitado.
—Tienes razón —a Karou no le resultó difícil imaginar el desdén que mostrarían los ojos del Lobo al enfrentarse a sus enemigos—. Por supuesto, él estaría orquestando realmente una matanza.
—Sí. Pero nuestra táctica en todo esto será la siguiente: comenzar de manera creíble, como el Lobo haría, pero no seguir el rumbo que él tomaría. No voy a entregar a nadie a los ángeles, ni tampoco a disculparme. Es un asunto quimérico y se acabó.
—¿Y si ocurre otra vez? —preguntó Karou.
—Me cercioraré de que no sea así —sencillo, intenso, cargado de amenaza y arrepentimiento.
Karou sabía que Ziri no deseaba tal responsabilidad, pero recordó las palabras que había pronunciado en pleno vuelo («Lucharemos por nuestro mundo hasta el último eco de nuestras almas») y la manera en que había permanecido entre dos ejércitos ensangrentados y los había separado, y no dudó de que estaría a la altura de cualquier situación.
—Está bien —dijo ella, y aquello fue todo.
Sumidos en el silencio, una vez el problema estuvo resuelto, la naturaleza de «solos» cambió. Eran dos seres cansados, de pie en la parpadeante oscuridad, atenazados por sentimientos y temores; amor, confianza, duda, pena.
—Deberíamos volver —dijo Karou, aunque deseó poder concederle a Ziri un rato más de paz—. Los serafines estarán esperando.
Él asintió con la cabeza y la siguió hasta la puerta.
—Tienes el pelo mojado —comentó Ziri.
—Hay unos baños —respondió ella al tiempo que abría y recordaba que él no lo sabía.
—No puedo decir que no suene bien —señaló la piel cubierta de sangre de sus pies, sus manos en carne viva. Tenía también una herida donde su cabeza había golpeado el suelo de la cueva. Karou se acercó y alzó la mano para tocársela; él puso una mueca de dolor. Le había salido un buen chichón bajo la oscura costra de sangre.
—Uf —exclamó ella—. ¿No estás mareado?
—No. Solo me palpita. No es nada —él también escrutó la cara de Karou—. Tú tienes mucho mejor aspecto.
Ella se tocó la mejilla y se dio cuenta de que el dolor había desaparecido. La hinchazón también. Se llevó la mano al lóbulo de la oreja desgarrado y descubrió que estaba cicatrizado. ¿Cómo?
Dejó escapar un grito ahogado y se acordó.
—El agua —dijo. Volvió a su memoria como el fragmento de un sueño—. Tiene propiedades curativas.
—¿De verdad? —Ziri bajó de nuevo la mirada hacia sus manos despellejadas—. ¿Puedes mostrarme el camino?
—Ehhh —Karou hizo una pausa, incómoda—. Lo haría, pero Zuzana y Mik están allí —se ruborizó. Era posible que Zuzana y Mik se encontraran demasiado cansados para actuar como Zuzana y Mik, pero con ayuda de las aguas reparadoras, tal vez sus amigos hubieran aprovechado su hora a solas… bueno, a la manera de Zuzana y Mik.
Ziri no tardó en comprender a qué se refería. Él también se ruborizó, y la humanidad que inundó sus fríos y perfectos rasgos resultó extraordinaria. Ziri vestía aquel cuerpo de una manera mucho más hermosa que Thiago.
—Esperaré —respondió con una risa suave y avergonzada, evitando los ojos de Karou, y ella también rio.
Y ahí estaban los dos, en la puerta, ruborizados, con risas cohibidas, muy cerca —Karou había retirado la mano de su frente pero tenía el cuerpo aún inclinado hacia él—, cuando alguien tomó la curva del pasillo y se quedó petrificado.
Por los dioses y el polvo de estrellas, quiso gritar Karou. ¿Cómo puede ser esto?
Porque por supuesto, por supuesto, era Akiva. La música del viento había ahogado sus pisadas. No estaba ni a tres metros de distancia, y, a pesar de su habilidad para disimular el arrebato de las emociones repentinas, aquel no logró ocultarlo por completo.
Una sacudida de incredulidad al detenerse, un toque de color en las mejillas. Incluso —Karou estaba segura— un jadeo espontáneo. En el estoico Akiva, aquellos pequeños indicios equivalían a tambalearse tras recibir una bofetada.
Karou se apartó del Lobo, pero no pudo deshacer la imagen que acababan de mostrar. Ella había sentido su propia llamarada de emociones al ver a Akiva, pero dudaba que él la hubiera distinguido en su rostro ruborizado y sonriente, al que, para empeorar las cosas, había que añadir un gesto de culpabilidad por haber sido descubierta como si la hubieran pillado en alguna traición.
¿Reírse y ruborizarse con el Lobo Blanco? En lo que a Akiva respectaba, era traición.
Akiva. La fuerza que la empujaba a volar hacia él parecía una gravedad propia, pero su corazón era lo único que se movía. Sus pies permanecieron enraizados al suelo, pesados y culpables.
La voz de Akiva surgió fría y cortante.
—Hemos elegido un comité portavoz. Vosotros deberíais hacer lo mismo —hizo una pausa y su rostro sufrió el proceso inverso al que había experimentado el del Lobo. Mientras permanecía fijo en los dos, su humanidad se desvaneció, y Karou lo vio igual que aquella primera vez en Marrakech: con el alma muerta—. Estaremos listos cuando tú lo estés.
En cuanto hayas terminado de ruborizarte a la luz de una antorcha con el Lobo Blanco.
Dio media vuelta y desapareció antes de que pudieran responderle.
—Espera —dijo Karou, pero su voz sonó débil, y si Akiva la oyó por encima de la música del viento, no se giró. Podríamos decírselo, pensó. Podríamos haberle contado la verdad. Pero la oportunidad se desvaneció, y fue como si Akiva se llevara el aire con él. Durante un largo segundo, Karou se sintió incapaz de respirar, y, cuando lo hizo, intentó con todas sus fuerzas que fuera de manera rítmica y normal.
—Lo siento —dijo Ziri.
—¿El qué? —preguntó ella con una ligereza falsa y poco creíble, como si él no hubiera visto y entendido todo. Pero, por supuesto que sí lo había entendido.
—Siento que las cosas no sean diferentes para ti —Karou comprendió que se refería a ella y Akiva, y el tierno Ziri lo decía sinceramente. El rostro del Lobo se iluminó con la compasión de Ziri.
—Pueden serlo —respondió ella, sorprendiéndose a sí misma, y en lugar de la culpa y el callado tormento, sintió determinación. Brimstone había confiado en ello, al igual que Akiva y… la felicidad más intensa de sus dos vidas la había sentido cuando ella también lo había creído—. Las cosas pueden ser diferentes —le aseguró a Ziri. Y no solo para Akiva y ella—. Para todos nosotros —añadió, logrando esbozar una sonrisa—. De eso se trata.