22

LA LOCA MIRADA DEL ABISMO

—Una tarta de chocolate entera, una bañera, una cama. En ese orden —Zuzana enumeró tres deseos con los dedos.

Mik asintió con la cabeza, reconociendo que era una buena elección.

—No está mal —dijo—. Pero sin la tarta. Yo preferiría un goulash de la Cocina Envenenada con strudel de manzana y té. Luego sí: una bañera y una cama.

—No puede ser. Eso son cinco. Has gastado tus tres deseos en comida.

—La comida entera es mi primer deseo. Goulash, strudel, té.

—No funciona así. Error en la concesión de deseos. Gano yo. Tú y tu estómago repleto tendréis que quedaros mirando mientras yo disfruto de mi estupendo baño caliente y duermo en mi cama maravillosamente mullida y agradable —un baño caliente, una cama mullida, qué fantasía más delirante. Los doloridos músculos de Zuzana suplicaban clemencia, pero aquello estaba fuera de sus posibilidades. No disponían de ningún deseo; era solo un juego.

Mik alzó las cejas.

—Oh. Y tengo que contemplar cómo te bañas, ¿no? Pobre de mí.

Sí, pobre de ti. ¿No preferirías bañarte conmigo?

—Claro que sí —respondió él con solemnidad—. Por supuesto que lo preferiría. Y a la policía de los deseos le va a costar mucho impedirme la entrada.

—La policía de los deseos —resopló Zuzana.

—¿La policía de los deseos? —preguntó Karou desde la puerta.

Estaban en un grupo de pequeñas cuevas que Zuzana imaginó habrían constituido una residencia familiar en la época de los kirin. Con sus cuatro estancias moldeadas por el fluir de la roca, se parecía un poco a un apartamento dentro de una montaña. Tenía ciertas comodidades; algún tipo de calefacción natural, e incluso un cuarto de aseo de piedra con una esclusa que recordaba poderosamente a un váter (aunque Zuzana quería que se lo confirmaran antes de proceder). Sin embargo, no incluía nada parecido a una bañera o a camas. Había unas cuantas pieles amontonadas en un rincón, pero eran toscas y viejas, y Zuzana estaba bastante segura de que varias generaciones de alguna variedad de alimaña de aquel mundo vivían en ellas.

Todo un complejo de viviendas como aquella se distribuía en torno a una especie de «plaza»: una versión mucho más pequeña de la extraordinaria caverna que habían atravesado para llegar hasta allí. Los soldados se estaban acomodando, aunque no es que tuvieran mucho que colocar. Bueno, el herrero Aegir tenía trabajo, y Thiago se había marchado con sus lugartenientes para hacer lo que fuera que hicieran los guerreros antes de una batalla épica. Zuzana no era capaz de asimilar nada de aquello, y tampoco quería hacerlo. Ni la verdad sobre Thiago, ni la batalla épica. Si lo intentaba, empezaba a temblar y su mente cambiaba de canal, como si estuviera buscando desesperadamente la programación infantil o —¡ahhh!— el canal de cocina.

Hablando de comida, mientras Mik buscaba la mejor ubicación para la «sala de resurrecciones», Zuzana había pasado unos minutos con Vovi y Awar, dos pequeñas y extrañas quimeras hembra de frondoso pelaje, para ayudarlas a instalar una cocina temporal y organizar los suministros que habían traído de Marruecos. No hacía ningún daño llevarse bien con las proveedoras de alimento, y tal vez se hubiera agenciado unos cuantos albaricoques secos de paso.

Si un par de meses atrás alguien le hubiera dicho que se entusiasmaría con unos pocos albaricoques secos, le habría mirado alzando una ceja. Ahora pensaba que probablemente pudiera utilizarlos como moneda de cambio, igual que los cigarrillos en una prisión.

—Estamos jugando a pedir tres deseos —le dijo Zuzana a su amiga—. Los míos son una tarta, un baño caliente y una cama mullida. ¿Y tú qué quieres?

—La paz en el mundo —contestó Karou.

Zuzana dejó los ojos en blanco.

—Sí, santa Karou.

—La cura para el cáncer —continuó Karou—. Y unicornios para todos.

—Bah. Nada arruina este juego como el altruismo. Tiene que ser algo para ti, y si no incluye comida, es mentira.

—He incluido comida. He dicho unicornios, ¿no?

—Mmm. ¿Tienes antojo de unicornio? —Zuzana frunció el ceño—. Espera. ¿Los hay aquí?

—Lamentablemente no.

—Los había —intervino Mik—, pero Karou se los comió todos.

—Soy una voraz depredadora de unicornios.

—Lo añadiremos a tu anuncio personal —dijo Zuzana.

Las cejas de Karou salieron disparadas hacia arriba.

—¿Mi anuncio personal?

—Puede que en el trayecto hasta aquí nos hayamos dedicado a redactar anuncios personales —admitió Zuzana—. Para pasar el rato.

—Por supuesto que lo habéis hecho. ¿Y cómo era el mío?

—Bueno, no pudimos escribirlos en papel, obviamente, pero creo que era algo así: Guapa y formidable chica interespecies busca, mmm… ¿enemigo no mortal para noviazgo sin complicaciones, largos paseos por la playa y ser felices para siempre?

Karou no respondió de inmediato, y Zuzana vio que Mik le estaba lanzando una mirada de reprobación. ¿Qué?, respondió ella con una ceja. Había omitido lo de «abstenerse ángeles genocidas», ¿no? Y entonces su amiga dejó caer la cara sobre las manos. Sus hombros empezaron a agitarse, aunque Zuzana fue incapaz de saber si estaba riendo o llorando. Tenía que estar riendo, ¿no?

—¿Karou? —la llamó, preocupada.

Karou levantó la cara y en ella no había lágrimas, pero tampoco mostraba ni rastro de alegría.

—Sin complicaciones —dijo—. ¿Y eso cómo es?

Zuzana echó una ojeada a Mik. Era como lo suyo. Maravilloso. A Karou no le pasó desapercibida aquella mirada. Les sonrió con melancolía.

—Sois muy afortunados —les dijo.

—Lo sé —respondió Mik.

—Yo también lo sé —añadió Zuzana rápidamente, y con un poco más de entusiasmo de lo que solía ser habitual en ella. Aún se sentía… fuera de lugar. Oh, y también hambrienta, sucia y cansada (de ahí sus tres deseos), pero aquello iba más allá. Durante un minuto, allí en la entrada de la cueva, había sentido como si estuviera asistiendo al fin del maldito mundo.

¿Qué demonios había sido eso?

Cuando era pequeña, había tenido una muñeca favorita —bueno, en realidad, era un pato— y al parecer había quedado con un aspecto bastante malo a consecuencia de los estragos de su adoración infantil, incluido, como a su hermano Tomáš le gustaba recordarle, su hábito de chuparle los ojos. Su suavidad y dureza al golpear contra sus diminutos dientes la consolaba.

Menos reconfortante había sido la campaña de sus padres para persuadirla de que aquello podía matarla.

—Te podrías asfixiar, cariño. Podrías dejar de respirar.

Pero ¿qué significaba aquello realmente para una niña pequeña? Fue Tomáš quien le hizo comprender el mensaje… asfixiándola. Solo un poco. Hermanos, qué serviciales a la hora de hacer demostraciones mortíferas.

—Podrías morir —le había dicho alegremente, con las manos alrededor del cuello de Zuzana—. Así.

Había funcionado. Zuzana lo había comprendido. Las cosas pueden matarte. Todo tipo de cosas, como juguetes o hermanos mayores. Y a medida que había ido creciendo, la lista no había hecho más que crecer.

Pero jamás lo había sentido con aquella intensidad. ¿Cómo era aquella cita de Nietzsche que tanto les gustaba a los góticos bohemios? Cuando miras hacia un abismo, el abismo también te mira a ti. Pues el abismo la había mirado. No. La había observado boquiabierto; fijamente. Zuzana estaba bastante segura de que le había dejado quemaduras en el alma, y le resultaba difícil imaginar cómo volver a sentirse normal.

Pero no tenía intención de quejarse a Karou cada vez que sintiera miedo o sufriera un ataque de nervios. Ella había querido ir. Karou le había advertido de que sería peligroso… y bueno, la advertencia en abstracto era un poco como decirle a un niño que podía asfixiarse sin una demostración… pero ahora estaba allí, y no quería ser la llorona del grupo.

¿Y en cuanto a lo de ser afortunada?

—Tengo suerte de estar viva —anunció—. Cuando era pequeña, le chupaba los ojos a un pato.

Mik y Karou la miraron, y Zuzana se alegró al ver que la tristeza de Karou dejaba paso a una preocupación desconcertada.

—Eso es… interesante, Zuze —aventuró Karou.

—Lo sé. Y ni siquiera lo intento. Algunas personas somos interesantes sin más. Sin embargo, tú, con tu monótona y mediocre vida… Deberías salir más. Probar cosas nuevas.

—Ajá —respondió Karou, y Zuzana recibió como recompensa un atisbo de aquella escurridiza alegría—. Tienes razón. Muy aburrida. Empezaré a coleccionar sellos. Eso es interesante, ¿no?

—No. A menos que te los vayas a pegar por el cuerpo y los utilices como ropa.

—Eso suena a proyecto semestral para la escuela.

—¡Totalmente! —coincidió Zuzana—. Helen lo haría. Pero lo convertiría en un espectáculo. Empezaría desnuda, con un gran cuenco de sellos al lado para que la gente los chupara y se los fuera pegando encima.

Karou rio por fin abiertamente, y Zuzana se sintió orgullosa de haberlo logrado. Risa conseguida. Tal vez no pudiera facilitarle la vida —o el amor— a Karou, y tal vez no tuviera ningún consejo útil cuando se trataba de, bueno, invasiones seráficas o peligrosos engaños o ejércitos que evidentemente querían masacrarse entre ellos, pero al menos podía hacer aquello. Podía hacer reír a su amiga.

—¿Y ahora qué? —preguntó Zuzana—. ¿Los ángeles van a organizar un banquete en nuestro honor?

Karou volvió a reír, pero de manera sombría.

—No exactamente. Lo siguiente es un consejo de guerra.

—Un consejo de guerra —repitió Mik, al parecer aturdido, que era exactamente como Zuzana se sentía. Aturdida y muy, muy descolocada. Imaginó que todos los pelos de su cuerpo continuaban de punta a consecuencia del extraño y eléctrico terror de la última hora. ¿Ver morir a Uthem? Era la primera vez para ella. Había tenido que caminar sobre su sangre, y aunque aquello no parecía haber inquietado a los soldados (tan indiferentes como si chapotearan sobre sangre cada mañana para ir a desayunar), a ella sí, a pesar de que apenas había tenido tiempo de asimilarlo. Había estado tan… absorbida por su propio terror paralizante, y por lo que en aquellos momentos su mente denominaba «la loca mirada del abismo».

Karou exhaló pesadamente.

—Esa es la razón por la que estamos aquí —al pronunciar el aquí, echó un rápido vistazo a la estancia y añadió—: Por extraño que parezca.

Y Zuzana se sintió más descolocada aún, tratando de imaginar lo que significaría para su amiga regresar a aquel lugar. Fue incapaz de hacerlo, por supuesto. Allí se había producido una masacre. Tal vez fuera por el eco del abismo, pero Zuzana se imaginó dirigiéndose a la casa de su propia familia y encontrándola desierta, con las camas destrozadas y nadie para recibirla —jamás—, y soltó un pequeño suspiro.

—¿Estás bien? —le preguntó Karou.

—Lo estoy. Y por cierto, ¿estás bien?

Karou asintió con la cabeza y sonrió levemente.

—Sí, en realidad, sí —Karou levantó la antorcha y miró alrededor—. Es raro. Cuando vivía aquí, esto era el mundo. Ignoraba que no toda la gente vivía dentro de las montañas.

—Es bastante sorprendente —dijo Zuzana.

—Así es. Y ni siquiera habéis visto lo mejor —Karou los miró con expresión pícara.

—Ooohhh, ¿qué es? Por favor, dime que en esta cueva crecen pasteles como setas.

Otra carcajada en el marcador para Zuzana.

—No —respondió Karou—. Y tampoco tengo ninguna tarta, y me temo que la cuestión de la cama no puede solucionarse, pero… —hizo una pausa, esperando a que Zuzana se lo imaginara.

Zuzana lo hizo. ¿Sería posible?

—No te burles de mí.

La sonrisa de Karou era sincera; se sentía feliz de dar felicidad.

—Venid conmigo. Creo que podemos tomarnos unos minutos libres.