LAS MANOS DE NITID
Las cuevas de los kirin no eran una aldea dentro de una montaña, sino varias comunicadas por una red de pasillos que se extendía alrededor de un enorme espacio común. Aquel espacio, una colaboración entre naturaleza, tiempo y manos era tosco y fluido, espontáneo e inverosímil. Una maravilla. En conjunto, la impresión era la de un milagroso accidente geológico, pero en realidad se trataba de un milagroso accidente geológico que había sido modelado durante cientos de años por generaciones de kirin que seguían una sencilla estética: «las manos de Nitid». Ellos eran las herramientas de la diosa y, su labor, como ellos la veían, no era destacar o exaltarse a sí mismos, sino copiar —por así decirlo— el estilo de Nitid.
Apenas ningún detalle parecía «artificial». No había esquinas e incluso los escalones —asimétricos e irregulares— podrían haber sido naturales.
Estaba oscuro, pero no por completo. Por unos pozos de luz penetraban el sol y la luna, cuyo resplandor se dilataba mediante espejos de hematita y lentes de cristal ocultos. Y nunca había silencio. Unos intrincados canales transportaban el viento, renovando el aire y produciendo un inquietante sonido omnipresente de fondo que en parte recordaba a una oscura noche de tormenta y en parte al canto de una ballena.
Al transitar por ellas, Karou lo contempló todo entre una avalancha de sentimientos antiguos y nuevos parecida a la convergencia de dos ríos de aguas rápidas: los recuerdos de Madrigal y el asombro de Karou se fundían a cada paso. Cuando accedió a la grandiosa cámara central, la recordó de inmediato y se quedó sin aliento al contemplarla; se detuvo para alzar la cabeza y observarla con atención.
Se acordaba de los kirin descendiendo en picado desde las alturas, los gritos, las risas y la música, el frenesí de las fiestas y la sencillez de la vida cotidiana. Ella había aprendido a volar en aquella caverna.
Era inmensa —tenía varios cientos de metros de altura— y tan amplia que los ecos se perdían y solo en ocasiones encontraban el camino de regreso. Había barreras de estalagmitas que se elevaban desde el suelo en ondulantes muros; habían necesitado cientos de miles de años para alcanzar aquella altura, pero pasarían miles de millones antes de que se unieran a sus compañeras en lo alto. Las paredes lucían vetas de minerales que lanzaban destellos dorados, y, en algunos puntos, se abrían en nichos superpuestos que le recordaban un panal o los balcones de un teatro de ópera. Allí era donde los soldados seráficos habían instalado su campamento, mirando hacia el espacio central, donde unos ordenados nichos circulares para el fuego mostraban signos de uso reciente.
—Guau —escuchó que Zuzana murmuraba a su espalda, y, cuando se volvió para echar un vistazo hacia atrás, entrevió el rostro del Lobo mientras tragaba con dificultad, luchando contra la emoción abrumadora. No había nadie mirando; el resto de la hueste avanzaba tras ellos, de modo que Karou fue la única que presenció la mirada anhelante y desconcertada que dominó brevemente sus rasgos.
—Vamos —dijo Karou, y atravesó la cueva.
Juntos, las quimeras y los Ilegítimos sumaban alrededor de cuatrocientos, lo que probablemente fuera más del total de kirin que habían vivido en aquella montaña en el apogeo de la tribu, pero había espacio suficiente para todos, así como para mantenerlos bien separados. Los serafines podían quedarse con la enorme cueva; allí hacía frío. El aliento de Karou se condensaba al salir. Más al fondo, las aldeas estaban caldeadas con calor geotérmico. Se dirigió hacia un pasillo que los conduciría hasta una de ellas. No la suya. Prefería dejar aquella en paz, visitarla en solitario, cuando estuviera preparada, si es que en algún momento lo estaba.
—Por aquí.