2

EL ADVENIMIENTO

Aparecieron un viernes a plena luz del día, en el cielo de Uzbekistán, y fueron avistados en primer lugar desde Samarcanda, antigua ciudad de la Ruta de la Seda, donde se desplegó un equipo informativo para emitir imágenes de… los visitantes.

Los ángeles.

Alineados en perfectas falanges, resultaba sencillo contarlos. Veinte formaciones de cincuenta, es decir, mil. Mil ángeles. Volaron hacia el oeste, lo bastante cerca del suelo para que la gente que se encontraba en las azoteas y las carreteras pudiera distinguir la ondeante seda blanca de sus estandartes y escuchar el trino y el trémolo de las arpas.

Arpas.

La grabación se distribuyó. En todo el mundo se hicieron avances de radio y televisión; los presentadores de los noticiarios se apresuraron a ocupar sus mesas, sin aliento y sin guion. Emoción, terror. Ojos como platos, voces agudas y extrañas. Por todas partes, los teléfonos empezaron a sonar y luego se sumieron en un gran silencio global cuando las antenas de telefonía móvil se sobrecargaron y colapsaron. La parte del planeta que estaba durmiendo se despertó. Las conexiones a Internet fallaron. La gente buscaba a otra gente. Las calles se abarrotaron. Las voces se unieron y compitieron, escalaron e hicieron cima. Hubo reyertas. Salmos. Disturbios.

Muertes.

También se produjeron nacimientos. Los bebés alumbrados durante el advenimiento fueron denominados «querubines» por un locutor de radio, quien además difundió el rumor de que todos tenían marcas de nacimiento en forma de pluma en algún lugar de sus diminutos cuerpecitos. No era cierto, pero los pequeños serían examinados cuidadosamente en busca de cualquier atisbo de beatitud o poder mágico.

Aquel día —el nueve de agosto—, la historia se dividió abruptamente en un antes y un después, y nadie olvidaría jamás dónde se encontraba cuando «aquello» empezó.

Kazimir Andrasko, actor, fantasma, vampiro y patán, estaba dormido mientras todo ocurría, aunque luego aseguraría que se había desmayado mientras leía a Nietzsche —en el que posteriormente señalaría como el momento exacto del advenimiento— y había tenido una visión del fin del mundo. Fue el inicio de un rimbombante aunque mediocre ardid que no tardaría en arruinar con un decepcionante final al descubrir el enorme trabajo que suponía la creación de una secta.

Zuzana Nováková y Mikolas Vavra se encontraban en Aït Benhaddou, la kasbah más famosa de Marruecos. Mik había terminado de regatear por un anillo de plata antiguo —tal vez antiguo, tal vez de plata, pero sin duda un anillo— cuando el repentino alboroto los envolvió. Se metió el anillo en el bolsillo, donde permanecería, escondido, durante algún tiempo.

En una cocina de la aldea, se arremolinaron detrás de los lugareños y permanecieron atentos a las noticias en árabe. Aunque no entendían ni los comentarios ni las exclamaciones ahogadas a su alrededor, eran los únicos que conocían el contexto de lo que estaban viendo. Sabían lo que eran los ángeles, o más bien, lo que no eran. Aunque aquello no disminuyó el impacto de ver el cielo lleno de ellos.

¡Tantos!

Fue idea de Zuzana «liberar» la furgoneta parada delante de un restaurante turístico. La trama de la realidad cotidiana estaba tan estirada llegados a aquel punto que el robo temporal de un vehículo parecía algo normal. Era sencillo: Zuzana sabía que Karou no tenía acceso a las noticias internacionales; debía avisarla. Habría robado un helicóptero si hubiera sido necesario.

Esther Van de Vloet, traficante de diamantes retirada, antigua socia de Brimstone y en ocasiones sustituta de abuela para la pupila humana de este, estaba paseando a sus mastinas cerca de su casa en Amberes cuando las campanas de la catedral comenzaron a tañer en un momento que no les correspondía. No era la hora, y, aunque lo hubiera sido, su poco melodioso repiqueteo sonaba agitado, prácticamente histérico. Esther, en absoluto agitada ni histérica, había estado esperando que sucediera algo desde que una huella negra de mano había prendido una puerta en Bruselas y la había hecho desaparecer entre las llamas. Concluyendo que aquello era ese algo, regresó rápidamente a su casa, flanqueada por sus perras, enormes como leonas, que avanzaban sigilosas.

Eliza Jones vio los primeros minutos de una transmisión en directo en el ordenador portátil de su compañero de piso, pero cuando el servidor dejó de funcionar, se vistieron a toda prisa, se metieron de un salto en el coche de Gabriel y se marcharon hacia el museo. A pesar de lo temprano que era, no fueron los primeros en llegar, y tras ellos aparecieron más colegas que fueron agrupándose en torno a una pantalla de televisión en un laboratorio del sótano.

Estaban aturdidos y abrumados por la incredulidad, pero no sentían el más mínimo agravio a su racionalidad por que un acontecimiento así osara desplegarse en el cielo del universo natural. Era una broma, por supuesto. Si los ángeles existieran —lo cual era ridículo—, ¿no se parecerían un poco menos a los dibujos de los libros de catequesis de la escuela dominical?

Era todo demasiado perfecto. Tenía que estar manipulado.

—Lo de las arpas me supera —dijo un paleobiólogo—. Es excesivo.

Aunque el aparente convencimiento quedaba socavado por una tensión real, porque ninguno de ellos era estúpido, y existían fallos evidentes en la teoría del engaño que se volvían más evidentes a medida que los helicópteros de información se atrevían a acercarse más a la hueste voladora, y las imágenes transmitidas se volvían más precisas y menos equívocas.

Nadie quería admitirlo, pero parecía… real.

En primer lugar, las alas. Tenían fácilmente tres metros y medio de envergadura, y cada pluma era una llama. El suave aleteo, la indescriptible elegancia y fuerza de su vuelo… superaba cualquier tecnología comprensible.

—Tal vez sea la retransmisión lo que es falso —sugirió Gabriel—. Podría tratarse de una animación por ordenador. La guerra de los mundos del siglo XXI.

Hubo algunos murmullos, aunque nadie parecía tragárselo.

Eliza permaneció en silencio, a la expectativa. Su temor era distinto al de los demás, y… mucho más elaborado. No podía ser de otra manera. Llevaba acompañándola toda su vida.

Ángeles.

Ángeles. Tras el incidente ocurrido unos meses atrás en el puente de Carlos, en Praga, había logrado conservar al menos una muleta de escepticismo, lo suficiente para no caerse. Tal vez hubiera sido un engaño: tres ángeles que aparecen y se van, sin dejar rastro. Daba la impresión de que el mundo hubiera estado esperando, con la respiración contenida, una prueba que no dejara lugar a dudas. Igual que ella. Y ahora la tenían.

Pensó en el teléfono, que había dejado a propósito en el apartamento, y se preguntó qué nuevos mensajes la aguardarían en la pantalla. Pensó en el insólito y oscuro poder del que había huido por la noche, en el sueño. El estómago se le encogió al notar, bajo los pies, el movimiento de los tablones que había colocado sobre las arenas movedizas de su otra vida. ¿Había creído que podría escapar de aquello? Estaba allí, siempre había estado allí, y la vida que había construido encima le pareció tan robusta como un barrio de chabolas en la ladera de un volcán.