LA CACERÍA
Una pulsión de magia surcó Eretz. No hubo ningún viento que la anunciara en esta ocasión, ningún ruido ni movimiento, de modo que casi todo el que la sintió —y todo el mundo la sintió— creyó que se trataba de algo únicamente suyo, su propia desesperación. Fue una oleada de cruda emoción tan potente que, durante un instante, acabó con cualquier otro sentimiento y ocupó su lugar, inundando durante su breve paso a todo ser viviente —todo ser con sentimientos— con la absoluta convicción de que llegaba el fin.
Su avance fue rápido y sombrío; pasó a toda velocidad por tierra, cielo y mar, y ninguna criatura fue inmune a él, ni ningún material o mineral le sirvió de barrera.
Mucho más rápido de lo que unas alas podrían haberlo transportado hasta allí, barrió Astrae, la capital del Imperio seráfico, e igual de rápido volvió a desaparecer. En el posterior instante de silencio, ningún ciudadano lo relacionó con la destrucción de su grandiosa torre de la Conquista.
Pero en el lugar que ocupaba el cascarón de la torre, dentro del enorme y retorcido esqueleto metálico que era su único vestigio, se encontraban cinco ángeles que sí lo hicieron. Se trataba de serafines, pero no de ciudadanos del Imperio. Habían llegado de tierras lejanas para cazar —de cacería, de cacería, de cacería— y, entonces, al unísono, como agujas de una brújula atraídas por un mismo imán, tomaron rumbo sureste. Aquella abrumadora desesperación era una transgresión y una violación; sabían que no les pertenecía, y cada uno la conservó lo suficiente para sondear las profundidades de su abominable poder antes de alejarla de un empujón. Otra evidencia del mago desconocido que tiraba de las cuerdas del mundo.
«El Terror de las Bestias», así habían oído que lo llamaban en los ásperos susurros y rumores de aquella cobarde ciudad. Homicida y traidor, asesino de quimeras, bastardo y parricida. Él había provocado aquello.
Luego, con sus ojos color fuego, los cinco stelians se fijaron en los distantes montes Adelfas.
Y Scarab, su reina, extendió las alas y dijo con perfecta rabia a través de sus dientes afilados:
—Que continúe la cacería.