18

LA LLAMA DE UNA VELA EXTINGUIDA POR UN GRITO

Todos aquellos serafines con las manos en las empuñaduras, todas aquellas quimeras tomando impulso antes del salto.

Thiago estaba de rodillas en el espacio entre ambos ejércitos: sería el primero en morir. Karou alargó las manos hacia sus cuchillos mientras en su interior seguía gritando un amortiguado ¡No! Si hubiera tenido tiempo de pensar en aquel segundo —aquel segundo tan cargado de propósito como ningún otro antes, tan lleno de la promesa del derramamiento de sangre—, habría creído que ninguna fuerza sería capaz de detener aquello. Su esperanza había muerto con la primera reacción de los ángeles.

Su esperanza había muerto. Eso pensó. No habría creído que existiera ningún nivel de desesperación más profundo que aquel. Pero entonces, la golpeó.

Repentina y devastadora. La arrastró por completo.

La certeza del fin. Al ver las espadas de los ángeles preparadas para volar libres y sajar, al escuchar el gruñido de las quimeras dispuestas a despedazar el futuro con sus dientes, fue como si cada idea o sentimiento que había existido o existiría jamás quedara aniquilado y sustituido por aquel… aquel… aquel amargo borrón de insensatez.

Un callejón sin salida, aullaba, ¿y para qué?

La desesperación fue absoluta, completa como una obsesión, pero fugaz. La abandonó y desapareció, pero la dejó abatida, destrozada, sintiéndose como…

… la llama de una vela extinguida por un grito.

Y a la estela de su enormidad, ella podría haber sido una simple voluta de humo que quedara a la deriva y se dispersara tras la desaparición de todas las cosas tras la evanescencia del propio mundo.

Un callejón sin salida, ¿y para qué?

Un callejón sin salida. Un callejón sin salida.

Sus manos no lograron terminar lo que habían iniciado. No desenvainó los cuchillos. No pudo. Permanecieron colgados en sus caderas mientras ella tomaba aliento, casi sorprendida por la sensación de que todavía quedara vida en ella, y aire que respirar.

Un segundo.

Otra respiración, otro segundo.

Estaba en el aire y se dejó caer, aterrizando con una flexión para quedar de rodillas, y en su mente continuó el eco de su ¡No!, mientras se daba cuenta de que a su alrededor no ocurría nada.

No ocurría… nada.

Los bestiales músculos contraídos se habían distendido. Las manos ennegrecidas por las líneas de recuento permanecían congeladas en las empuñaduras; las espadas seráficas reflejaron la luz, muchas medio desenvainadas e inmóviles.

Los dos ejércitos sedientos de sangre se habían… detenido sin más.

¿Cómo?

El instante pareció larguísimo. Karou, embotada por la inmensidad de su desesperación, apenas sabía cómo reaccionar. Había sentido que la realidad se inclinaba y los empujaba hacia el desastre. ¿Cómo podía haberse parado todo sin más? ¿Había malinterpretado la tendencia, el desastre? ¿Había sido una simple pose por ambos bandos, un mero repiqueteo de espadas? ¿Podía ser tan sencillo como aquello? No. Estaba pasando algo por alto. A su alrededor descubrió una muda confusión, lentos parpadeos y respiraciones tan roncas como la suya. Trató de sacudirse la perplejidad.

Y entonces, en tierra de nadie entre dos ejércitos enfrentados, vio cómo el Lobo Blanco se ponía en pie. Todos los ojos se quedaron fijos en él, los de Karou también, y la confusión empezó a disiparse.

¿Sería posible que… de algún modo, aquello hubiera sido obra de él?

Karou se levantó. Le costaba moverse. Puede que la desesperación se hubiera desvanecido, pero la había dejado envuelta en una densa y sombría pesadez. Vio que el Lobo tenía las rodillas ensangrentadas por el impacto de la caída; Uthem yacía muerto y su sangre se estaba extendiendo. Thiago se había alzado justo en el momento en que la sangre llegaba hasta él, y se encharcó alrededor de sus patas lobunas, escurriendo por su blanca piel y avanzando hacia la primera hilera de ángeles. Uthem era grande; había muchísima sangre, y la imagen del Lobo de pie en ella resultaba impresionante, todo blanco excepto donde su propia sangre le manchaba las rodillas y la frente. Y las palmas de las manos.

Tenía las palmas ensangrentadas y las mantenía apretadas una contra la otra. Parecía una plegaria, pero estaba claro lo que significaba. En vez de atacar, mantuvo sus hamsas ciegas, un ojo tatuado contra el otro. Controló su poder y a sí mismo. ¿Un soldado muerto en el suelo y ninguna represalia por parte del sanguinario Lobo Blanco? Era un gesto muy poderoso, pero Karou aún no lo entendía. ¿Cómo había logrado que trescientos Ilegítimos dejaran sus espadas a medio desenvainar?

Thiago habló.

—Os prometo por las cenizas de Loramendi que yo y los míos hemos venido a vosotros como aliados, no para derramar sangre. Esto ha sido un mal comienzo y no formaba parte de mi plan. Descubriré quién de entre nosotros ha alzado una mano en contra de mi expresa orden. Ese soldado, quienquiera que sea, ha roto mi palabra —lo último lo dijo con voz gutural, áspera por la indignación, y un escalofrío recorrió la espina dorsal de Karou.

Thiago se volvió y recorrió a sus soldados con la mirada, con los ojos entrecerrados.

—Ese soldado —continuó, escudriñando el corazón de su ejército— ha expuesto a toda la compañía a la muerte, y será disciplinado.

La promesa era clara; todos sabían a lo que se refería. Su mirada fue intencionada y penetrante, y se detuvo varias veces en algunos soldados en particular, que se encogieron bajo ella.

Thiago se giró de nuevo hacia los Ilegítimos.

—Existe una razón para arriesgar nuestras vidas, pero ya no somos esa razón los unos para los otros. Un mal comienzo se puede seguir considerando un comienzo —se mostró vehemente.

Entonces, buscó a Akiva. Karou sintió cómo esperaba a que el ángel se adelantara y le ayudara a recomponer aquella tregua. Ella esperó también, segura de Akiva —él los había llevado allí; él sabría qué decir para salvar el instante—, pero la pausa se prolongó en un breve y tirante silencio.

Algo iba mal. Incluso Liraz miró a Akiva con los ojos entornados, expectante. Karou sintió una puñalada de preocupación. Akiva parecía tembloroso, incluso enfermo, y tenía los corpulentos hombros encorvados por algún tipo de presión. ¿Qué le ocurría? Ya le había visto antes así; ella había sido la causa las otras veces, pero aquello no podía ser el efecto de las hamsas, ¿no? ¿Por qué iban a afectarle con más intensidad que al resto?

Con evidente esfuerzo, Akiva dijo por fin:

—Sí. Un comienzo —pero su voz sonó apagada en comparación con el tono vivo y las palabras intensas del Lobo, incluso cuando añadió—: Un comienzo horrible. Lamento esta muerte, y… lamento profundamente nuestra disposición a causarla. Espero que la situación pueda arreglarse.

—Se puede y se hará —respondió el Lobo—. ¿Karou? Por favor.

Un llamamiento. Karou se sintió el centro de atención; el miedo fluía errático por sus venas, pero reunió toda su fuerza de voluntad y avanzó. Todas las miradas se volvieron hacia ella mientras se abría paso a través de la hueste para dirigirse hacia el costado de Uthem. Estaba de pie en su sangre. Thiago asintió con la cabeza y ella se arrodilló, desenganchó el equipo de recolección que llevaba atravesado a la espalda y lo colocó en posición, con el turíbulo oscilando en la cadena. Un interruptor en el lateral de la barra activó una llave de rueda similar al mecanismo de fricción de una pistola antigua. Con un ruido parecido al chasquido de unos dedos metálicos, encendió el compartimento del incienso en el turíbulo. Al instante, despidió un intenso olor sulfuroso.

Karou sintió la respuesta del alma de Uthem. Le recordó a cielos grises y hogueras de señales, al romper de las olas. Las impresiones parpadearon y se desvanecieron cuando el alma se deslizó dentro del turíbulo y quedó a salvo. Medio giro para cerrarlo, un movimiento rápido para apagar la mecha del incienso, y Karou se levantó, con cuidado de que sus hamsas no lanzaran ráfagas de magia hacia los ángeles.

Todos los ojos estaban fijos en ella. Karou miró a Thiago. No habían hablado de aquello, pero parecía lo correcto. Les dijo:

—Jamás he resucitado a un serafín, pero mientras luchemos en el mismo bando, lo haré. Si ese es vuestro deseo, porque tal vez no queráis. Reflexionad sobre ello; la elección es vuestra. Este es mi ofrecimiento, mi promesa. Y otra cosa —uno tras otro, miró a los ojos a los ángeles alienados justo delante de ella—. Tal vez no lo parezca —continuó—, pero soy una kirin, y esta es mi casa. Así que, por favor, apartaos y dejadnos entrar.

Y así lo hicieron. No es que se apresuraran exactamente, pero se retiraron, despejándole el camino. Karou miró hacia atrás y localizó a Issa entre la multitud, junto a Zuzana y Mik, que tenían los ojos abiertos como platos. La presencia de Akiva era como un resplandor que la llamaba desde lejos, pero no lo miró. Dio un paso al frente. Thiago se colocó a su lado. La hueste avanzó tras ellos, y los Ilegítimos les permitieron pasar. Con sangre en las botas, Karou y Thiago condujeron a su ejército hacia el interior.

—¿Cómo ha hecho eso? —susurró Liraz.

La pregunta sorprendió a Akiva, liberado por fin del letargo posterior al sirithar.

—¿A quién te refieres y a qué?

—El Lobo —parecía aturdida—. Estaba segura de que todo había acabado. Lo sentí. Y entonces… —sacudió la cabeza como para despejársela—. ¿Cómo lo ha parado?

Akiva la miró fijamente. ¿Pensaba que Thiago había detenido aquello?

Dejó escapar una fuerte carcajada. ¿Qué más podía hacer? Sabía que una pulsión había salido de él —en aquella ocasión no había sido explosiva— y lo que fuera que la acompañase había cercenado la intención colectiva de los soldados, lo había notado. Él lo había hecho. Él había evitado que se produjera aquella masacre, y… nadie tenía ni idea, ni siquiera Liraz, y desde luego tampoco Karou.

Mientras él se tambaleaba, empujado por la fuerza de su magia, incapaz de pronunciar una frase coherente, el Lobo había estado a la altura de las circunstancias, había reclamado el momento y… ¿había logrado asombrar incluso a Liraz? ¿Qué debía de estar sintiendo entonces Karou por él? Akiva la vio desaparecer por el pasillo a la cabeza de su ejército, el Lobo Blanco junto a ella —formaban una pareja llamativa—, y lo único que podía hacer era reír. Rechinó como cristal en su pecho. Perfecto, pensó. Qué perfecto revés de… ¿qué? ¿El destino, los dioses estrella? ¿El azar?

—¿Qué pasa? —preguntó Liraz—. ¿Por qué te ríes?

—Porque la vida es una bastarda —fue todo lo que Akiva pudo responder.

—Bien —fue la categórica respuesta de su hermana—, entonces supongo que encajamos perfectamente en ella.