ESPERANZA QUE MUERE SIN SENTIR SORPRESA
Desde el centro de la irregular formación quimérica, la imagen que Karou conseguía de la caverna quedaba interrumpida por los soldados más corpulentos que la rodeaban, aunque podía ver claramente a Akiva y Liraz, apartados del resto junto a uno de sus hermanos.
Aquí estamos, pensó Karou. No se refería a su «hogar», sino a algo distinto. Sí, aquella era su casa, y los recuerdos la invadieron con intensidad, pero pertenecían al pasado. Aquello… aquello era el umbral de un futuro. El Lobo continuaba en el aire; sintió que se aproximaba a su espalda, pero estaba contemplando a Akiva. Él había logrado aquello, y sintió el asombro en su interior, aleteando como mariposas o colibríes polilla o… como cazadores de tormentas. Era algo grande.
¿Sucedería de verdad?
Estaba sucediendo. Cuando Akiva y ella habían musitado sus primeras ideas sobre aquel sueño, se habían preguntado si podrían persuadir a alguno de sus parientes y compañeros. A todos no, siempre lo habían sabido, pero a algunos. Primero unos pocos, y luego más. Y allí, en aquella cueva, estaban aquellos pocos. Allí se encontraban los comienzos de algo más.
Los ojos de Karou estaban fijos en los ángeles —fijos en Akiva— y entonces… presenció el momento exacto en que todo se desmoronó.
Akiva retrocedió. Por ninguna razón aparente, se encogió de dolor como si le hubieran golpeado. Igual que Liraz y el hermano que estaba junto a ella, y aunque Karou no estuviera mirando directamente la aglomeración de Ilegítimos, vio también el movimiento que los agitó. El asombro murió en su interior. Y supo que aquella alianza estaba condenada desde el día que Brimstone inventó las marcas.
Las hamsas.
¿Quién había sido? Maldición, ¿quién?
Daba igual que hubiera sido una quimera o todas ellas. Se había apretado el gatillo. Un mero segundo, y todo cambió. Sin más, el ambiente de la caverna pasó de la tensión a la relajación —distensión de músculos y voluntades— y el alivio; podrían sacudirse aquella locura que les habían impuesto y recuperar el modo en que siempre habían lidiado los unos con los otros.
Se derramaría sangre.
Karou dejó escapar un mudo grito de pánico. No. ¡No! Se puso en movimiento. De un salto levantó el vuelo por encima de las cabezas del ejército y empezó a buscar: ¿quién lo había hecho? ¿Quién había empezado? Nadie tenía las manos levantadas. ¿Keita-Eiri? La sab parecía alerta, asustada, tenía los puños cerrados; si había sido ella, se había comportado como una cobarde, como una villana, al desatar un enfrentamiento que mataría a tantos…
Zuzana y Mik. Karou sintió un vuelco en el corazón. Tenía que sacar a sus amigos de allí.
Miró a su espalda, dibujando un arco con los ojos que le permitió contemplar el agachamiento colectivo para cargar, la aparición de colmillos, el primer instante de los soldados dando rienda suelta a su instinto.
Y vio a Thiago, aún en el aire. A Uthem, con la cabeza estirada al final de su largo cuello y su hermosa longitud suspendida de sus dos pares de alas. Y distinguió una estela por el rabillo del ojo. Un segundo después reconoció el twing que la había precedido… mientras la flecha se clavaba en la garganta de Uthem.
Desde el instante en que sintió el malestar de la magia, la palabra no palpitó en la mente de Akiva. ¡No, no, no, no, no, no!
Y entonces, la flecha…
El vispeng soltó un alarido. Era un grito de caballos agonizantes y su sonido inundó la cueva y los traspasó a todos cuando la criatura empezó a caer. Descendió en picado y, bajo ella, la hueste quimérica se apartó de un salto mientras bajaba dando vueltas hasta golpear contra el suelo de piedra. El impacto fue terrible. Se le desencajaron los ojos, su cuello quedó flácido y estirado, y la flecha se astilló mientras el largo y reluciente cuerpo se retorcía, lanzando por los aires a su jinete antes de quedar escalofriantemente quieto.
De aquel modo acabó el Lobo Blanco a los pies de los Ilegítimos: arrojado hacia ellos por el escurridizo suelo cubierto de hielo mientras, a su espalda, su ejército lanzaba un rugido.
Akiva lo vio todo a través de un velo de terror. ¿Habían planeado las quimeras aquella traición? Las hamsas habían actuado primero, de eso estaba seguro.
Pero la flecha… ¿De dónde había salido? De arriba. Akiva distinguió el parpadeo de un movimiento entre las estalactitas, y a su miedo se sumó la ira hacia sus hermanos y hermanas. El feroz orgullo que había sentido por ellos se desvaneció. Todas aquellas manos alejadas de las empuñaduras de las espadas… eran una farsa si había arqueros ocultos en la parte alta con las cuerdas de los arcos tensas. Y, en cuanto a las manos, no permanecerían quietas mucho tiempo.
El Lobo Blanco estaba de rodillas. Aparecieron lúgubres sonrisas repletas de dientes a ambos lados. Justo en el centro de la formación seráfica, una mano reaccionó. El movimiento se transmitió en cascada. Fue como una coreografía. Una fracción de segundo y una mano se convirtió en tres, en diez, en cincuenta, y la reacción del propio Akiva fue demasiado lenta y desesperada. Alzó las manos vacías en un gesto de súplica, escuchó a Liraz lanzando un ronco grito de ¡No!
Fue solo un segundo. Un segundo. Manos sobre empuñaduras. En un segundo una marea cambia de rumbo, y el rumbo de una marea es imposible de variar. Una vez que aquellas espadas se alzaran libres de sus fundas, una vez que aquellos bestiales músculos contenidos se estiraran, el día se tornaría tan rojo como el último de los kirin y una vez más aquella caverna se llenaría de sangre para tristeza de todos.
Un destello azul. Los ojos de Akiva se encontraron con los de Karou, y su mirada le resultó insoportable.
Vio esperanza que moría sin sentir sorpresa.
Y, por tercera vez en su vida, Akiva reconoció en su interior la crisálida del fuego y la lucidez: un instante, y luego el mundo cambió. Como una piel mudada, todo apareció frente a él: inmutable, definido, resplandeciente y quieto. Aquello era el sirithar, y Akiva quedó suspendido en aquel instante.
¿Les había dicho a sus hermanos y hermanas que el presente era el segundo que separaba el pasado del futuro? En aquel estado de calma, de luminosidad cristalina, la creciente violencia se transformó en un sueño y pensó que no existía tal división. El presente y el futuro eran uno. La intención de cada soldado se dibujó con luz delante de él, y Akiva lo vio todo antes de que sucediera. En aquellos rastros luminosos se desenvainaban espadas.
Manos cercenadas, amontonadas, hamsas y recuentos de víctimas mezclados. Manos quiméricas y seráficas desparramadas.
Presagiado por la luz, aquel comienzo murió, como el anterior, y un nuevo principio lo sustituyó. Jael regresaría a Eretz y no encontraría ninguna fuerza rebelde a la que enfrentarse: ni quimeras ni bastardos que se opusieran a él, solo su sangre transformada en hielo rojizo sobre el suelo de aquella caverna, porque habían tenido la amabilidad de matarse unos a otros para él. El camino quedaría despejado y Eretz sufriría. Akiva lo vio todo, la grandiosa y retumbante vergüenza que suponía, y vio… en la caída hacia el caos… en los segundos que estaban por llegar, cómo Karou desenfundaría sus cuchillos de luna creciente.
Ese día mataría y tal vez moriría… si permitía que aquel segundo avanzara.
No podía dejar que ocurriera.
En Astrae, Akiva había liberado de su mente una pulsión de rabia, frustración y angustia tan profunda que hizo estallar la torre de la Conquista, símbolo del Imperio seráfico. Fue incapaz de comprender qué era o cómo lo había logrado.
Y, aún sin comprender, sintió una nueva pulsión que se deslizaba desde aquel mismo lugar desconocido en su interior.
Surgió y se alejó de él, fuera lo que fuese —¿qué era?—, y se llevó consigo el sirithar, de modo que Akiva regresó de golpe a la línea temporal de una realidad rápida, sombría y ruidosa. Era como pasar de un lago tranquilo como un espejo a unos rápidos. Se tambaleó ligeramente, privado de la luminosidad que le había asaltado, y solo fue capaz de echar un vistazo, sin aliento, para ver lo que su magia había provocado…
… y verificar si serviría.