EL VALOR DE LAS PROMESAS
Las cuevas de los kirin.
Aquel día, dos ejércitos se reunirían allí. Soldados adiestrados para odiarse mutuamente, que nunca se habían mirado sin el deseo —y la intención— de matarse, y que, en su gran mayoría, jamás habían intentado ni una sola vez dominar aquel deseo. Las quimeras contaban con una ligera ventaja. Habían tenido a Akiva y Liraz para aprender a contener las ganas de matar, y, por el momento, con éxito.
A los Ilegítimos no se les había puesto a prueba, pero Akiva confiaba en que sus hermanos y hermanas mantendrían la promesa de no atacar primero. Aunque las cuevas de los kirin y la montaña que las ocultaba estaban aún lejos, imaginó sentir la tensión de doscientas noventa y seis mandíbulas mientras contenían cada acto reflejo, cada impulso de una vida de entrenamiento.
Una tregua tiene la misma firmeza que el menos fidedigno de cada bando, le había advertido Elyon, y Akiva sabía que tenía razón. No creía que hubiera ningún eslabón débil entre los Ilegítimos. De hecho, su insignia era una cadena, lo que representaba que cada soldado era parte de un todo y que su fuerza residía en la unión. Los Ilegítimos no hacían promesas a la ligera.
¿Y las quimeras? Las observó durante el vuelo, tomando como buena señal que hubieran cesado los ligeros levantamientos de hamsas con los que habían comenzado el viaje. En cuanto a la confianza, aún quedaba muy lejos; mientras tanto tendría que valer con la esperanza. Esperanza. Sonrió al conjurar de manera inconsciente el nombre de Karou.
Karou. Era un cuerpo entre los muchos de la formación, más pequeño que la mayoría, pero ocupaba todo el campo de visión de Akiva. Un estallido de azul, un resplandor plateado. Incluso cargada de turíbulos, su vuelo resultaba tan fluido como el de una sílfide. A su alrededor avanzaban a toda velocidad seres con aspecto de dragón y centauros alados, naja, dashnag y sab, grifos y hartkind, y ella resplandecía entre medias como una joya en un tosco escenario.
Como una estrella en las manos ahuecadas de la noche.
¿Qué sentiría al llegar allí? En las cuevas había objetos de su tribu por todas partes; sus armas y herramientas, pipas, bandejas y brazaletes. Había instrumentos musicales con las cuerdas podridas y espejos en los que debió de haberse mirado cuando su rostro era distinto. Tenía siete años cuando sucedió. Lo bastante mayor para acordarse.
Lo bastante mayor para recordar el día que perdió a toda su tribu a manos de los ángeles… y aun así le había salvado la vida en Bullfinch. Aun así se había permitido amarlo.
Nosotros somos el principio, escuchó dentro de su cabeza, y lo sintió como una oración. Siempre lo hemos sido. Esta vez, dejemos que sea algo más que un principio.
Karou divisó la oscura entrada con forma de media luna en la ladera de la montaña, delante de ella, y sintió que el corazón se le encogía. Su hogar. ¿Lo era? Eso le había dicho a Ziri: hogar. Así que reflexionó y sintió que era cierto. No más entrecomillados en torno a aquella palabra. De todos los lugares en los que había vivido en sus dos existencias, aquel era el único al que había pertenecido sin ninguna duda: ni refugiada ni expatriada, solo hija de sangre, con sus raíces bien hundidas en aquella roca y las alas emparentadas con aquel cielo.
Podría haber crecido allí, libre. Podría no haber visto jamás el modo en que la enorme jaula de Loramendi transformaba la luz en confeti y la lanzaba sobre los tejados a tacaños puñados, nunca un completo baño de sol o luna en la cara, sino aquella luz cortada por las sombras de los barrotes de hierro. Podría haber pasado su vida bajo el resplandor de aquella luz de montaña.
Pero entonces no habría conocido a Brimstone, Issa, Yasri, Twiga.
Sus padres seguirían vivos. Estarían allí.
Nunca habría sido humana, ni habría saboreado la valiosa y decadente paz de aquel mundo, ni habría crecido entre sus relaciones de amistad y formas de arte.
Tendría sus propios hijos, hijos kirin, tan salvajes como el viento, igual que ella una vez. Un marido kirin.
No habría conocido a Akiva.
En el instante en que aquel pensamiento titiló de manera espontánea en su mente, lo vio. Iba volando, igual que en otras ocasiones, junto a Liraz, algo alejado del flanco derecho de la formación. Incluso a aquella distancia sintió el impacto de los ojos del ángel al encontrarse con los de ella, y una nueva serie de podrías surgió en su interior.
Podría haber realizado aquel trayecto dieciocho años atrás, en vez de haber muerto.
Había tanto que lamentar, pero ¿para qué? Todas las vidas que no había vivido se anulaban entre sí. No tenía nada excepto aquel instante. La ropa a su espalda, la sangre en sus venas y la promesa de sus compañeros. Si al menos la cumplieran…
Al recordar la distraída maldad de Keita-Eiri, no sintió ninguna confianza. Pero no había tiempo para preocupaciones.
Habían llegado.
Como estaba planeado, Akiva y Liraz entraron primero. La abertura tenía forma de luna creciente y era tan alta como habían sido los kirin más altos, pero estrecha, para que no más de unos cuantos cuerpos pudieran acceder al mismo tiempo. Había nichos arriba y abajo para los arqueros, en aquel momento vacíos. Los kirin habían sido arqueros de renombre. Los Ilegítimos se entrenaban en todas las armas, pero por lo general no llevaban arcos. ¿Para qué? Ellos eran a quienes enviaban a la vanguardia para descargar las espadas contra las bestias. Otros soldados más valiosos se quedaban atrás y disparaban las flechas.
Las espadas fueron lo que Akiva buscó cuando echó un vistazo a la asamblea de soldados, y lo que vio fue lo siguiente:
Las manos de sus hermanos y hermanas colgaban de manera extraña, porque habían sido privadas de su habitual ubicación sobre las empuñaduras de las espadas. Allí era donde un espadachín descansaba la mano, pero para ilustrar su promesa, los Ilegítimos —los doscientos noventa y seis al completo— se habían contenido, por temor a que la postura pareciera amenazante. Algunos habían enganchado los dedos gordos en los cinturones; otros juntaron las manos a la espalda o cruzaron los brazos sobre el pecho. Todas ellas posturas incómodas, antinaturales.
El momento llegó, y fue impresionante. Una hueste de resucitados se estaba cerniendo sobre ellos: una visión que todos habían experimentado, y a la que solo habían sobrevivido recibiéndola con alaridos y acero. Acero infalible. No desenvainarlo en aquel momento parecía una locura.
Pero nadie lo hizo.
El orgullo que Akiva sintió por ellos fue feroz. Tuvo la impresión de que le hacía creer y le insuflaba confianza, y deseó poder acercarse y abrazarlos uno a uno. No había tiempo para eso. Después, si todo salía bien. Como saldría. Como debía salir. Elyon estaba colocado a la cabeza de los demás, de modo que Akiva y Liraz se cruzaron con él.
Al otro lado de la estrecha abertura, el «vestíbulo» de entrada a las cuevas de los kirin desembocaba en una serie de cuevas comunicadas que, mediante peldaños, se internaban más y más en la montaña. En algún momento, largo tiempo atrás, las paredes habían sido excavadas y labradas para crear un espacio continuo, pero aun así conservaban su aspecto tosco y cavernoso. Además, en las estalactitas con forma de colmillo del techo se ocultaban más nichos para arqueros; aquello era una fortaleza, aunque no hubiera salvado a los kirin. El suelo era de roca irregular, y en él se encharcaban y congelaban la nieve y la lluvia que entraban. Aunque aquel día el cielo estuviera despejado, había hielo en el suelo y columnas de vaho donde el aliento de cada soldado entraba en contacto con el aire.
Los serafines estaban en silencio, preparados. El creciente ruido, que ya formaba ecos, no procedía de ellos. Akiva se volvió y contempló cómo llegaba el ejército quimérico.
En primer lugar apareció un felino, menudo y elegante, con un par de grifos. Todos aterrizaron con ligereza, a pesar de ir cargados de herramientas, turíbulos incluidos. A horcajadas sobre uno de los grifos viajaba la lugarteniente con aspecto lobuno de Thiago, Ten, que se deslizó hasta el suelo y avanzó sigilosamente, recorriendo a los ángeles con una mirada desafiante hasta colocarse frente a ellos. Los otros la siguieron y formaron el inicio de una hilera. Un ejército frente a otro. Akiva se puso nervioso; se parecía demasiado a la disposición para la batalla, pero tampoco podía esperar que las quimeras dieran la espalda a sus enemigos.
Entraron más, y vio surgir un patrón: los menos aterradores en primer lugar, los menos antinaturales, distanciando la entrada de los grupos para que los serafines pudieran acostumbrarse paulatinamente a la presencia de su mortal enemigo. Con cada aterrizaje de dos o tres criaturas, iba surgiendo la formación. En algún lugar entre medias se colocó a los humanos, a las cocineras y a Issa, que bajó de su montura dashnag con una elegancia fluida e inclinó la cabeza y los hombros en una sinuosa reverencia a los ángeles. Era hermosa, y sus modales parecían más de cortesana que de guerrera. Akiva vio cómo Elyon parpadeaba y la miraba fijamente.
En cuanto a Karou, los ángeles tal vez no supieran qué pensar de ella, que se deslizaba sin alas, no tenía aspecto de bestia y arrastraba una melena azul joya. Nadie la reconocería como lo que era: una kirin que regresaba a su hogar. Pero Akiva vio la tensión que se esculpía en su expresión y supo que estaba experimentando un torrente de recuerdos. Contempló cómo recorría la caverna con los ojos y deseó poder estar con ella.
La miraba mientras debería haber estado pendiente de los demás. En ambos bandos.
Tuvo que haber algún indicio, de haber estado atento.
Ochenta y siete no representaban una gran cantidad, como Elyon había afirmado, y eran menos incluso, ya que faltaban los exploradores que Thiago había despachado. El grueso quimérico no tardó en encontrarse en tierra. Por supuesto, los Ilegítimos habían oído que aquellos rebeldes eran de una raza aparte. Cuando sus primeras estocadas habían golpeado las caravanas de soldados en el sur, se había susurrado que eran fantasmas, la maldición de las últimas palabras de Brimstone, que regresaba a perseguirlos. Ahora los veían claramente. Aquellas bestias tenían alas —la mayoría— y eran gigantescas, y las más grandes mostraban un tono grisáceo en la piel que les hacía parecer medio de piedra, o de hierro. Por el aire avanzaban dos naja cuya similitud con Issa era muy ligera; si Elyon parpadeó al verlos fue por una razón totalmente distinta, y mucho menos agradable. Había centauros toro con pezuñas tan anchas como bandejas, hartkind cuyas inmensas cornamentas se elevaban con más puntas que toda la sala de trofeos de Joram.
A Akiva se le pasó por la cabeza que los bárbaros trofeos de su padre —cabezas de quimeras colgadas en las paredes— habrían explotado con la torre de la Conquista y se habrían desperdigado con todo lo demás, y se alegró. Deseó que hubieran quedado reducidas a vapor. Aún no comprendía lo que había hecho aquel día, y en ocasiones dudaba incluso de que hubiera sido él quien lo había provocado. Fuera lo que fuese, había sido épico, y un fracaso: llegó demasiado tarde para salvar a Hazael, y Jael logró escapar con vida. Energía dispersa, violencia sin sentido.
Pensamientos demasiado sombríos para un momento como aquel. Akiva los desechó. Divisó la montura vispeng de Thiago en el cielo, descendiendo hacia la abertura. Ellos serían los últimos. Todas las demás quimeras habían tomado tierra; los dos ejércitos permanecían el uno frente al otro, tensos y alerta, cada uno mordiendo su promesa con los dientes.
O su mentira.
Akiva se dio cuenta de que había confiado en el éxito, porque no le sorprendió. Estaba satisfecho, o más que satisfecho; conmovido. Agradecido con toda su alma.
La tregua fue respetada…
… hasta que se rompió.