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TERROR FAMILIAR

La noche del advenimiento, Eliza no pegó ojo. Sentía el sueño encaramado a su hombro y sabía lo que sucedería si se quedaba dormida, pero aquella no era la razón principal. Nadie dormía. Un atizador al rojo vivo había removido el mundo, y estaban saltando chispas de locura. Los noticiarios a la estela del destino de los ángeles fueron un horroroso espectáculo de vandalismo y violencia sectaria, vigilias de culto al rapto y bautismos en masa, saqueos y pactos de suicidio y —oh, no— sacrificios de animales. Por supuesto, también se organizaron fiestas con temática apocalíptica que duraron toda la noche, con miembros de fraternidades borrachos, disfrazados de demonio y meando desde las azoteas, y chicas ofreciéndose para engendrar a los hijos de los ángeles.

La previsible idiotez humana.

Había euforia e ira, y había desesperados llamamientos a la razón, y había incendios, muchos incendios. Locura, entusiasmo, presunción, pánico, ruido. El NMNH estaba en el National Mall, y por delante de él estaban pasando miles de personas que se dirigían hacia la Casa Blanca, no con la intención de transmitir unidos un mensaje al presidente, sino con el simple deseo de formar parte de algo en aquella noche crucial. Qué era ese algo estaba aún por ver. Algunos llevaban velas, otros megáfonos; algunos se habían puesto coronas de espinas y arrastraban enormes cruces, y en más de unos cuantos bolsillos y cinturones se ocultaban armas.

Eliza se quedó dentro.

No regresó a casa por temor a que alguien la estuviera esperado allí. Si su familia tenía su número de teléfono, sin duda sabía también dónde vivía. Y dónde trabajaba. Sin embargo, en el museo había seguridad. Era bueno tener seguridad.

—Me voy a quedar aquí —le dijo a Gabriel—. Tengo que poner al día algo de trabajo —no era del todo mentira. Debía extraer el ADN de varios especímenes de mariposa que le había prestado el Museo de Zoología Comparativa de Harvard. Se iba acercando la fecha de presentación de su tesis, aunque imaginó que nadie la criticaría por tomarse el día libre teniendo en cuenta las circunstancias. Se preguntó si alguien había hecho algo aquel día en todo el mundo; bueno, aparte de Morgan Toth. Él se había marchado indignado después de que el ángel pronunciara su mensaje y había pasado el resto de la tarde en el laboratorio, como si pudiera demostrar, al compararlo con su propia tranquilidad, lo locos que estaban los más o menos siete mil millones de seres humanos restantes del planeta.

Aunque finalmente se había ido, para alivio de Eliza, así que tenía el laboratorio para ella sola. Cerró la puerta con llave, se quitó los zapatos y trató de ordenar sus ideas.

¿Qué significaba aquello? ¿Qué significaba todo aquello?

Notaba un tamborileo en la base del cráneo que parecía pánico enjaulado y un incipiente dolor de cabeza. Se tomó un analgésico y se acurrucó en el sofá con el ordenador portátil para ver otra vez el discurso. De nuevo, el ángel le puso la carne de gallina antes incluso de que abriera los labios y farfullara sus húmedas palabras. Aunque no se le veía la boca cuando lo hacía. ¿Por qué el casco? Era muy extraño. Gran parte de su rostro quedaba al descubierto, sin embargo aquella pieza central se lo dividía por la mitad, y el efecto resultaba perturbador; unido al hecho de que sus ojos no fueran exactamente remansos de cordialidad. Eran asombrosamente azules, fríos y crueles.

Y luego estaba la manera en que encorvaba ligeramente el cuerpo hacia delante, cambiando de vez en cuando de postura como si estuviera acomodando una carga que llevara a la espalda, aunque allí no hubiera nada.

¿Lo había?

Al menos, nada que ella pudiera ver. Eliza subió el volumen. Se escuchaba un murmullo. Llenaba las pausas del ángel, pero fue incapaz de distinguir nada, a excepción de su inquietante sonido como de papel. ¿De dónde procedía?

Vio el discurso completo unas cuantas veces, escuchándolo en latín y sin consultar la traducción, observando simplemente al ángel y tratando de dar con los diversos elementos extraños. Aunque mientras lo hacía, sabía que estaba eludiendo la verdadera cuestión, que era el mensaje.

La CNN había sido la primera cadena en repetir el discurso con subtítulos, y cuando Eliza los había leído por primera vez, un escalofrío la recorrió y empezó a transformarla en hielo.

… el Enemigo que desea devoraros… cuerpos… amenaza… bestias.

Entonces, se obligó a ver la versión subtitulada, recorriendo inconscientemente la pequeña cicatriz de su clavícula. Ya no llevaba el marcapasos. Se lo habían quitado cuando tenía dieciséis años, no porque el terror hubiera disminuido; su cuerpo simplemente se había fortalecido lo suficiente para soportarlo.

Las bestias vienen a por vosotros.

Hielo, de dentro a afuera. Escalofríos y terror. Las bestias vienen. Era un terror familiar.

Porque era el sueño.