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LOS CINCO MINUTOS MÁS LARGOS DE LA HISTORIA

Liraz se sintió… culpable.

No era su sentimiento favorito. Prefería la ausencia de sentimientos; cualquier otra cosa suponía confusión. En aquel momento, por ejemplo, estaba enfadada por el motivo de su culpa, y, aunque sabía que aquella reacción emocional era inapropiada, no podía dejar de sentirla. Estaba enfadada porque sabía que iba a tener que hacer algo para… aplacar la culpabilidad.

Maldita sea.

Era por el humano con sus condenados ojos implorantes y sus temblores. ¿Qué pretendía al pedirle que le mantuviera caliente —y a su chica—, como si fueran su responsabilidad? ¿Qué hacían allí, viajando con las bestias? Aquel no era su mundo, y ellos no eran su problema. Sentirse culpable por aquello resultaba bastante estúpido, pero la situación empeoró.

Se volvió más estúpida todavía.

Liraz estaba enfadada con las quimeras también, y no por la razón que hubiera parecido lógica. Milagrosamente, no estaban dirigiendo sus hamsas hacia ella. No había sentido el nauseabundo malestar de su magia taladrándola en ningún momento desde que habían acampado allí. Y aquello era lo que la enfurecía. Porque no le estaban dando ninguna razón para estar enfadada.

Los sentimientos. Eran. Estúpidos.

Date prisa, Akiva, pensó, mirando el cielo nocturno, como si su hermano pudiera rescatarla de sí misma. Algo poco probable. Akiva era un manojo de sentimientos, y aquella era otra razón para estar furiosa. Karou le había hecho aquello a su hermano. Liraz imaginó sus dedos alrededor del cuello de la muchacha. No. Enrollaría su ridículo pelo para formar una soga y la estrangularía con ella.

Excepto que, por supuesto, no lo haría.

Esperaría cinco minutos más a que Akiva regresara, y, si aun así no volvía, lo haría. No estrangular a Karou. Lo otro. Lo que tenía que hacer para poner freno a aquel absurdo fluir de sentimientos.

Cinco minutos.

Ya eran sus terceros cinco minutos. Y cada «cinco minutos» eran más bien quince.

Finalmente, Liraz empezó a caminar con pesadez, maldiciendo a Akiva para sus adentros a cada paso. Le había concedido los cinco minutos más largos de la historia, y, aun así, no había regresado para poner fin a aquello. El campamento dormía, excepto un grifo que estaba de guardia en lo alto de una cumbre. Desde allí arriba no podría distinguir lo que sucedía.

El Lobo había bajado del promontorio hacía una media hora, después de merodear por él, y se había retirado junto a una de las hogueras; por suerte, una de las más alejadas. Tenía los ojos cerrados. Todos los tenían. Hasta donde Liraz había sido capaz de ver, no había nadie despierto.

Nadie sabría lo que había hecho.

Avanzó en silencio, poco a poco. Llegó al grupo adecuado… de bestias… y lo inspeccionó con desagrado antes de acercarse más. La hoguera era insignificante, casi no daba calor. Allí estaban los dos humanos, durmiendo acurrucados el uno contra el otro como gemelos en una matriz. Parecen fetos, pensó. Patético. Los miró fijamente largo rato. Estaban tiritando.

Echó un vistazo a su alrededor, rápidamente.

Luego se arrodilló junto a ellos y abrió las alas. Entre las habilidades básicas de un serafín se incluía producir más o menos calor; un simple pensamiento y la temperatura aumentaba. En unos segundos, la calidez alcanzó a todo el grupo, pero Liraz se dio cuenta de que los temblores tardaron un rato en atenuarse. Ella nunca había sentido frío. Parecía desagradable. Qué débiles, pensó Liraz sin dejar de mirar a la pareja de humanos, pero había otras dos palabras acechando, desafiando a las anteriores. Qué intrépidos.

Dormían con los rostros unidos.

No lo comprendía. Liraz jamás había estado tan cerca de ningún ser vivo. ¿De su madre? Tal vez. No lo recordaba. Algo en aquella escena le hizo sentir ganas de llorar, y por ello pensó que debería odiarla, y a ellos. Pero no lo hizo, y se preguntó por qué mientras los contemplaba y los mantenía calientes, y tardó un rato en levantar los ojos y mirar en torno a la hoguera. Se había preguntado algo más: si Akiva y Karou habían compartido… ¿aquello? Aquella intrépida cercanía. Pero ¿dónde estaba Karou? Vio a Issa, la naja, al parecer descansando plácidamente, pero, para profundo pesar de Liraz, descubrió que Karou no se encontraba entre aquellos seres durmientes.

Entonces, ¿dónde estaba?

Sintió un vuelco en el corazón y lo supo sin más. Por los dioses estrella. ¿Cómo he podido ser tan descuidada? Aterrorizada —oh, y el terror la enfureció—, Liraz alzó la cabeza y miró hacia arriba, y allí, por supuesto, estaba Karou, justo encima de ella, encaramada al promontorio rocoso —¿cuánto tiempo llevaba allí?—, con las rodillas apoyadas contra el pecho y los brazos alrededor. ¿Despierta? Claro que sí. Evidentemente, helada. Observando.

Intrigada.

En el instante en que sus ojos se encontraron, Karou ladeó la cabeza en un repentino gesto como de pájaro. No sonrió, pero había una calidez en su mirada que pareció alcanzar a Liraz.

Ella deseó devolvérsela clavada en la punta de una flecha.

Y luego, sin más, Karou apoyó la cara en las rodillas y se acomodó para dormir. Liraz, sorprendida con las manos en la masa, no sabía qué hacer. ¿Alejarse? ¿Abrasar a todo el mundo?

Bueno, tal vez eso no.

Al final se quedó donde estaba.

Para cuando la hueste quimérica se despertó y se dio a conocer el regreso de Akiva —con buenas noticias: los Ilegítimos habían dado su promesa—, Liraz ya estaba levantada, sin que nadie supiera lo que había hecho, excepto Karou. Pensó advertirle que no se lo contara a nadie, pero temió sacar a relucir un nuevo nivel de vulnerabilidad dándole tanta importancia al asunto y concederle así a Karou más poder incluso sobre ella, así que se contuvo. Aunque la fulminó con la mirada.

—Gracias —le dijo Akiva en voz baja cuando se quedaron solos un instante.

—¿Por qué? —preguntó Liraz, entrecerrando los ojos como si, de algún modo, él supiera cómo había pasado las últimas horas.

Akiva se encogió de hombros.

—Por quedarte aquí. Manteniendo la paz. No ha tenido que ser muy divertido.

—No lo ha sido —respondió ella—, y no me lo agradezcas. Podría ser la primera que desenvainara la espada una vez que consiga apoyos.

Akiva no se dejó engañar.

Mmm hmm —dijo, conteniendo la sonrisa—. ¿Hamsas?

—No —admitió ella a regañadientes—. Ni un solo toque.

Akiva alzó las cejas con sorpresa.

—Asombroso.

Era asombroso. Liraz hizo una mueca, recordando el absurdo enfado que le había provocado aquello; ¿qué pretendían dejándola en paz de aquel modo? Sin embargo, resultaba extraño. Estaba fuera de lugar. Aunque decir aquello podía sonar estúpido, y tal vez lo fuera. Akiva parecía ilusionado. Liraz no le había visto así… jamás. Se le encogió el estómago; una sensación mala y buena. ¿Cómo podía ser un sentimiento malo y bueno a la vez? Akiva estaba feliz; eso era lo bueno. Hazael debería estar allí; eso era lo malo.

—¿Se lo has contado? —le preguntó a Akiva—. ¿Lo de Haz? —estaba rasgueando la sensación mala en un esfuerzo por contener la buena.

Akiva asintió con la cabeza, y Liraz contempló con una mezcla de culpa y regocijo ruin —pero sobre todo de culpa— que había conseguido acabar también con la mirada ilusionada de su hermano, tiñéndola de dolor.

—¿Te imaginas lo sencillo que sería todo si él estuviera aquí?

En vez de yo, pensó Liraz, aunque sabía que no era aquello a lo que Akiva se refería. Aunque ella sí. Tal vez, al compartir su calor aquella noche, hubiera estado actuando en nombre de Hazael, pero no era nada en comparación con lo que él habría aportado a aquella extraña comunión de bestias y ángeles. Incontenibles carcajadas y sonrisas, un modo rápido de romper las barreras. Nadie podía resistirse mucho tiempo a Haz. Su propio don, pensó Liraz con un escalofrío interior, era muy diferente, y poco grato en el futuro que estaban tratando de construir. Ella solo era buena matando.

Durante mucho tiempo había sido una fuente de orgullo y presunción, y aunque el orgullo hubiera desaparecido, cargaría con su jactancia para siempre. Llevaba las mangas totalmente bajadas, como era su costumbre últimamente, ocultando la realidad de su recuento; la horrible realidad de que las manos no eran lo único que tenía tatuado. Quizá en la kasbah hubiera lanzado los nudillos a la cara de las quimeras, sin embargo no había hecho ostentación de la completa y terrible realidad.

Los tatuajes de fuego de campamento, los grupos de cinco líneas —cada uno con cuatro verticales y una atravesando las anteriores—, no estaban limitados a sus manos. Subían por sus brazos, concediendo a su carne el aspecto de un encaje negro. Nadie tenía un recuento como el de Liraz. Nadie.

Terminaba en los codos, con un quinteto incompleto: dos finas líneas que correspondían a las dos últimas víctimas que había tenido agallas de grabarse. Antes de Loramendi.

Loramendi.

Estaba teniendo un sueño recurrente desde entonces, en el que, poseída por la certeza de que volverían a crecerle limpios…, se cortaba los brazos.

El sueño nunca le aclaró cómo era capaz de hacerlo. Oh, el primer brazo era sencillo, claro. El segundo era el enigma que su mente pasaba por alto despreocupadamente.

¿Cómo, exactamente, se corta alguien los dos brazos?

La cuestión era que no volvían a crecerle. O, al menos, siempre despertaba antes de que aquello sucediera. Entonces permanecía tumbada, parpadeando, y era incapaz de dormirse otra vez hasta que imaginaba un final, uno en el que la sangre que brotaba de sus muñones se transformaba en algo nuevo —hueso, carne, dedos—, solidificándose hasta dejarla de nuevo completa. Completa y también sin marcas.

Un inicio desde cero.

Una fantasía.

Solo se lo había contado a Hazael, que la había distraído después durante una media hora tratando de resolver el enigma del doble cercenado de brazos, para terminar tumbado y afirmando que era imposible. No se lo había dicho a Akiva porque, bueno, no estaba allí. Después de Loramendi los había dejado y, aunque hubiera regresado, permanecía en un mundo propio. Como en aquel instante, por ejemplo. Estaba pendiente de algo más allá de Liraz, y ella no necesitó seguir su mirada para saber a quién iba dirigida. Tenía los ojos fijos; Liraz chasqueó los dedos delante de la cara de Akiva.

—¿Qué tal un poco de sutileza, hermano? Las quimeras lo pagarán con ella si piensan que sigue habiendo algo entre vosotros. ¿No has oído cómo la llaman?

—¿Qué? —parecía genuinamente sorprendido—. No. ¿Cómo la llaman?

—Amante de un ángel.

Liraz vio que los ojos de su hermano se iluminaban, y dejó los suyos en blanco.

—No te alegres tanto. No quiere decir que te quiera. Solo que no confían en ella.

Le estaba regañando como si fuera ella la que entendiera de aquellas cosas… o como si le preocupara. Lo poco que Liraz sabía de sentimientos era más que suficiente, gracias, aunque… bueno, no pensaba seguir hablando de ello ni nada por el estilo. Pero había algo en la mitad buena de aquel dolor que sentía en el corazón que la empujó a querer rodearlo con las alas y protegerlo del frío.