13

JUNTOS

El sol se puso. Apareció Nitid, seguida de Ellai, y Karou disfrutó del asombro de sus amigos al ver por primera vez las lunas hermanas, aunque aquella noche fueran un simple trazo. Fueron obsequiados también con otro avistamiento de cazadores de tormentas, aunque aquel desde la distancia más o menos habitual. La temperatura siguió bajando, y los grupos de criaturas congeladas se apretaron. Cocinaron, comieron. Oora contó una historia con un estribillo rítmico y fácil de recordar.

Liraz se mantuvo apartada, tan lejos como podía de las bestias arremolinadas, y cuando Karou se metió las manos bajo las axilas para calentárselas, desaprovechar el calor de las alas de la serafina le pareció un terrible despilfarro, como derramar agua en el desierto. Aunque no podía reprochárselo, después de los ataques de hamsas que Liraz había soportado durante el viaje. Bueno, podía reprocharle su grosero comportamiento con Mik; Mik no tenía hamsas, y, en serio: ¿quién podía ser cruel con Mik? Ni siquiera las peores quimeras lo habían logrado. ¿Y qué decir de Zuzana? Su apodo quimérico era neek-neek por algo, y aun así Mik la transformaba en miel. Por el momento, Liraz era la única que se había mostrado inmune al efecto Mik.

Liraz era especial. Especialmente insociable. Espectacularmente, incluso. Pero Karou se sentía responsable de ella, abandonada allí como… ¿qué? ¿Una especie de embajadora? No había nadie menos adecuado para el papel. Antes de que Akiva se marchara, su mirada había atravesado durante un instante la distancia que lo separaba de Karou. Nadie lograba hacer aquello como Akiva, abrasar un sendero en el espacio, conseguir que la otra persona se sintiera contemplada, diferente. No habían hablado desde que salieron de la kasbah, ni siquiera se habían acercado, y ella había tenido cuidado de hacia donde dirigía los ojos, pero aquella mirada le había transmitido muchas cosas, y una de ellas fue suplicarle que cuidara de su hermana.

Karou no se lo tomó a la ligera. Hasta donde ella sabía, nadie estaba molestando a Liraz, y esperaba que no fueran tan estúpidos de hacerlo ahora que Akiva no estaba allí para contenerla.

¿Cuándo regresará?

En la parte baja del valle, las hogueras lanzaban sus chisporroteos verdosos y esparcían hedor a repollo, proporcionando un calor irrisorio mientras Karou caminaba a un lado y a otro del promontorio, vigilando a las quimeras a un lado y atisbando el horizonte en busca de Akiva hacia el otro. Ningún indicio aún del resplandor de sus alas en la oscuridad, cada vez más profunda.

¿Cómo se las estaría arreglando? ¿Y si volvía con malas noticias? ¿Dónde irían las quimeras si no era a las cuevas de los kirin? ¿Tendrían que regresar a los túneles mineros donde se habían escondido antes de refugiarse en el mundo de los humanos? Karou se estremeció solo de pensarlo.

Y de pensar en enfrentarse a la enormidad de la invasión seráfica en solitario.

Y a la desaparición de aquella oportunidad.

Se dio cuenta de cuánto había llegado a confiar, en muy poco tiempo, en la idea de aquella alianza, a pesar de ser descabellada. Pensó también en todo lo que significaba para la compañía, tanto para cubrir sus necesidades básicas como para ofrecerles un propósito. Las quimeras lo necesitaban. Ella lo necesitaba.

Además, ¿se estaba congelando al raso mientras los Ilegítimos disfrutaban de las comodidades de su hogar ancestral? ¿El cual, si recordaba bien, tenía manantiales termales?

Maldición, no.

Escuchó unos levísimos arañazos de garras en la piedra, el único indicio de la aproximación del Lobo Blanco, y se volvió hacia él. Le llevaba un té, que ella aceptó agradecida; rodeó la diminuta taza caliente con los dedos y la levantó hasta su cara para inhalar el vapor.

—No tienes que estar aquí arriba, soportando el viento —dijo él—. Kasgar y Keita-Eiri están de guardia.

—Lo sé —respondió ella—. No puedo quedarme quieta. Gracias por el té.

—De nada.

—¿Dónde has enviado a los otros? —preguntó Karou. Desde allí arriba, le había visto hablar con sus lugartenientes y mandar después cuatro equipos de dos soldados en la misma dirección de la que habían llegado.

—A dispersarse por los extremos más orientales de la bahía —dijo él—. Para vigilar el horizonte. Un soldado de cada pareja regresará aquí en veinticuatro horas, y los demás volverán en intervalos de doce horas, de modo que sepamos que todo está despejado antes de abandonar las montañas.

Karou asintió con la cabeza. Era una decisión inteligente. La bahía de las Bestias era territorio seráfico. En realidad, todo era territorio seráfico, y no tenían ni idea de lo que estaba haciendo el resto de las fuerzas imperiales, ni dónde. Las montañas los protegían, pero para regresar al mundo de los humanos tendrían que permanecer en campo abierto todo el tiempo que su ejército combinado tardara en atravesar el portal soldado a soldado.

—¿Cómo crees que va? —preguntó el Lobo en voz muy baja.

Karou echó un vistazo a la compañía, dispersa por debajo de ellos contra los bordes del amplio hueco rocoso. Su ansiedad estaba en alerta máxima, pero nadie los estaba mirando, y, de todas maneras, la distancia y la oscuridad debían de transformarlos en siluetas, y el viento arrastraba sus voces.

—Bien, creo —respondió ella—. Lo estás haciendo a la perfección —se refería a representar el papel de Thiago—. Resulta un poco inquietante.

—Inquietante —repitió él.

—Convincente. En ocasiones casi olvido…

No la dejó terminar.

—No lo olvides. Jamás. Ni por un segundo —tomó aire—. Por favor.

Aquella palabra significaba tanto… Por favor, no olvides que no soy un monstruo. Por favor, no olvides a lo que renuncié. Por favor, no me olvides. Karou se avergonzó de haber dado voz a su pensamiento. ¿Lo había dicho como un cumplido? ¿Acaso imaginaba que él lo tomaría como tal? Estás imitando a la perfección al maníaco al que asesiné. Sonaba a acusación.

—No lo olvidaré —le dijo a Ziri. Recordó el breve instante en que había temido que vestir la piel del Lobo pudiera cambiarlo. Sin embargo, cuando se obligó a mirarlo, supo que tal peligro no existía.

Sus ojos no eran los de Thiago, no en aquel momento. Eran demasiado cálidos. Oh, seguían siendo los pálidos ojos del Lobo, por supuesto, pero más diferentes de lo que Karou habría imaginado que pudieran ser. Resultaba increíble cómo dos almas podían mirar a través de los mismos ojos de modos tan distintos, transformándolos por completo. Sin la arrogancia del Lobo, aquel rostro podía parecer incluso amable. Por supuesto, aquello era peligroso. El Lobo nunca tenía un aspecto amable. Distinguido, sí, y educado también. ¿Una imitación de amabilidad? Sin duda. Pero ¿realmente amable? No, y la diferencia era radical.

—Lo prometo —añadió Karou, bajando la voz para que resultara casi inaudible bajo los soplidos del viento—. Jamás podría olvidar quién eres.

Él tuvo que inclinarse para captar las palabras de Karou, y luego no se apartó, sino que respondió con el mismo tono confidencial, tan cerca que ella notó su aliento en la oreja.

—Gracias —su voz era tan cálida y distinta a la de Thiago como sus ojos, y transmitía un ligero anhelo.

Karou retrocedió abruptamente hacia la oscuridad, separándose un poco de él. Ni siquiera el alma de Ziri podía cambiar lo suficiente la presencia física del Lobo para que su cercanía no le provocara un escalofrío. Aún le dolían las heridas. La oreja le palpitaba donde aquellos dientes se la habían desgarrado. Y ni siquiera tenía que cerrar los ojos para recordar lo que había sentido al quedar atrapada bajo el peso de aquel cuerpo.

—¿Cómo lo llevas tú? —preguntó él, después de un instante de silencio.

—Bien —respondió ella—. Me sentiré mejor en cuanto sepamos algo —hizo un gesto hacia la noche, como si el futuro estuviera en el cielo. Si Akiva estaba volando de regreso hacia allí, aquello era cierto, en un sentido o en otro. De repente se le encogió el corazón. ¿Qué misterios ocultaba el futuro? ¿Hasta dónde llegaba?

¿Y quién la acompañaría en él?

—Yo también —añadió Ziri—. Bueno, me sentiré mejor si las noticias son buenas. No tengo ni idea de qué hacer si este plan falla.

—Yo tampoco —Karou trató de sonreír con valentía—. Pero ya pensaremos en algo si es necesario.

Él asintió con la cabeza.

—Estoy deseando ver… el lugar donde nací.

Cuánta inseguridad en sus palabras. Era un bebé cuando perdieron a su tribu y carecía de recuerdos anteriores a Loramendi.

—Puedes llamarlo hogar —le dijo Karou—. Al menos, delante de mí.

—¿Te acuerdas de algo?

Ella asintió con la cabeza.

—De las cuevas. De las caras me acuerdo menos. Mis padres son meros recuerdos borrosos.

Le dolió admitirlo. Ziri era un bebé cuando ocurrió, pero ella tenía siete años, y no quedaba nadie más para recordar. Los kirin existirían mientras permanecieran en su memoria, y ya habían desaparecido casi por completo. Sintió un ligero remordimiento. ¿Se olvidaría también del rostro de Ziri? Le obsesionaba la imagen de su cuerpo en aquella tumba poco profunda. La manera en que la tierra se había acumulado en sus pestañas, y la última mirada a sus ojos castaños antes de enterrarlos. Aún le escocían las ampollas que se le habían levantado en las manos durante el desesperado enterramiento; era incapaz de sentir aquel dolor sin ver su rígido rostro muerto. Pero sabía que aquel recuerdo no tardaría en desvanecerse. Debería dibujarlo —vivo— mientras pudiera. Pero no podría enseñárselo a él. Solía conceder demasiada importancia a los pequeños gestos, y Karou no quería darle esperanza. Bueno, no la esperanza que él deseaba.

—¿Me lo enseñarás todo cuando vayamos, si vamos? —le preguntó él.

—No tendremos mucho tiempo —respondió Karou.

—Lo sé. Pero espero que podamos estar unos instantes a solas, aunque solo sea un rato.

¿A solas? Karou se inquietó. ¿Qué pensaba, que estarían solos en algún momento?

Él se quedó rígido al ver cómo se congelaba la expresión de Karou.

—No me refiero a estar a solas contigo. No es que no quiera… pero no me refería a eso. Me refería a… —respiró hondo y soltó el aire pesadamente—. Estoy cansado, Karou. Me refería a que nadie me observe y dejar de preocuparme por dar un paso en falso durante un breve instante. Solo a eso.

Oh, dios, ¿cómo podía haber sido tan egoísta de pensar solo en ella? La presión sobre Ziri era enorme, aplastante… ¿y ella no podía soportar la idea de estar a solas con él? ¿No podía fingir soportarlo?

—Lo siento mucho —exclamó Karou, abatida—. Todo esto.

—No lo sientas, por favor. No voy a decir que sea fácil, pero merece la pena —parecía y sonaba tan sincero… De nuevo, su expresión resultó completamente ajena al rostro y la voz del Lobo: transformó ambos y logró incluso teñir la inalcanzable belleza del general de dulzura. Oh, Ziri—. Por lo que tal vez logremos —añadió—. Juntos.

Juntos.

El corazón de Karou se reveló, y si hubiera quedado alguna sombra de duda, no habría sobrevivido a aquel arrebato de lucidez. Su corazón era la mitad de un «juntos» distinto; un sueño que había nacido en otro cuerpo y que, en contra de la mentira que se había estado diciendo en los últimos meses, no parecía haber muerto con él.

Forzó una sonrisa, porque no era culpa de Ziri, y él se merecía recibir algo mejor de ella, aunque fue incapaz de repetir aquella palabra; juntos.

Al menos, refiriéndose a él.

Ziri reconoció la tensión en la sonrisa de Karou. Quiso creer que era porque se veía obligada a mirarlo a través de aquel cuerpo, pero… lo vio claro. De repente. Si no lo había sabido con certeza antes, era culpa suya, no de ella, pero ahora estaba seguro.

No quedaba esperanza. No habría un resquicio de suerte, no para él.

Le deseó buenas noches, la dejó caminando de un lado a otro sobre el promontorio —esperando el regreso del ángel— y sintió, mientras se alejaba, cómo los rasgos de su rostro recuperaban su habitual expresión. Se le curvaron levemente las comisuras de los labios en un gesto de diversión, de diversión cruel. Pero no era lo que Ziri sentía. Él no se estaba divirtiendo. ¿Seguía Karou enamorada de Akiva? El verdadero Thiago se habría mostrado indignado, furioso. El Thiago falso tenía simplemente el corazón destrozado.

Y estaba celoso, también, lo que despertó su rabia.

Sintió la pérdida de su cuerpo con más intensidad que nunca, no porque hubiera supuesto ninguna diferencia para Karou, sino porque deseaba volar —para sentirse libre aunque solo fuera un instante, para agotar sus alas y sus pulmones, y sumergirse en la noche, y dejar que aquel rostro que ni siquiera era el suyo reflejara su dolor—, pero ni siquiera podía hacer eso. No tenía alas. Solo colmillos. Solo garras.

Podría aullar a las lunas, pensó, atenazado por la desesperación, y donde había estado su esperanza, en aquel espacio ahora frío, colocó otra que apenas lo calentó.

No tenía nada que ver con el amor; no valía la pena desperdiciar la esperanza en el amor. Este dependía de la suerte, y la única razón por la que podía haberse considerado afortunado yacía en una tumba poco profunda, descomponiéndose en el mundo de los humanos. El «afortunado Ziri»; qué ironía.

Su nueva esperanza era simplemente volver a ser kirin algún día. Sobrevivir a todo aquello, y que no le descubrieran, ni le quemaran como a un traidor por el engaño, ni dejaran que su alma se desvaneciera. Aún sentía como cierto lo que acababa de decirle a Karou: que su sacrificio merecía la pena, si podía ayudar a conducir a las quimeras hacia un futuro libre de la ferocidad del Lobo Blanco.

Pero más allá de aquello, la esperanza de Ziri era modesta. Quería volver a volar y librarse de aquel cuerpo odioso con su boca llena de colmillos y sus dentadas garras.

Si alguien se enamoraba alguna vez de él, pensó con amargura, tal vez fuera agradable poder tocarla sin derramar sangre.