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TIPOS DE SILENCIO

Akiva se mantuvo estoico. Las palabras que acababa de pronunciar parecían suspendidas en el aire. La sensación tras su discurso, pensó, se parecía a la presión dejada por los cazadores de tormentas al caer en picado: todo el aire succionado antes de un cataclismo inminente. Formados a su alrededor en las cuevas de los kirin había doscientos noventa y seis Ilegítimos de rostro ceñudo, todo lo que quedaba de la legión bastarda del emperador, a quienes acababa de lanzar su inimaginable propuesta.

La presión iba en aumento, el peso del aire desafiaba a la altitud. Y, de repente…

Carcajadas. Incrédulas y molestas.

—¿Y vamos a dormir juntos, bestia-serafín-bestia-serafín? —preguntó Xathanael, uno de los muchos hermanastros de Akiva, al que este no conocía muy bien.

El Terror de las Bestias no era famoso por sus bromas, pero aquello sin duda era una broma: ¿que el enemigo iba a cobijarse con ellos? ¿A unirse a ellos?

—¿Y nos cepillaremos el pelo los unos a los otros antes de irnos a la cama? —añadió Sorath.

—Les quitaremos las liendres, más bien —intervino de nuevo Xathanael, provocando más risas.

Akiva recordó con intensidad la sensación del cuerpo de Madrigal durmiendo a su lado, y la broma no le pareció divertida. Resultaba mucho menos graciosa allí, en las cuevas repletas de ecos de su pueblo masacrado, donde, si se miraba con atención, se podían distinguir rastros de sangre de los cadáveres arrastrados por el suelo. ¿Qué sentiría Karou al ver aquellos vestigios? ¿Cuánto recordaba del día que la habían dejado huérfana? La primera orfandad, se recordó a sí mismo. La segunda era mucho más reciente, y culpa de él.

—Creo que sería mejor —respondió Akiva— si tuviéramos cuartos separados.

Las carcajadas vacilaron y poco a poco se desvanecieron. Lo miraron todos fijamente, con los rostros atrapados entre la diversión y la indignación, sin saber por qué decantarse. Ninguno de los extremos serviría. Akiva necesitaba de ellos algo completamente distinto: aceptación, aunque fuera con recelo.

En aquel instante parecía algo muy remoto. Había dejado a la compañía quimérica en un valle de alta montaña hasta que pudiera regresar para ponerlos a salvo. Deseaba con todas sus fuerzas llevar a Karou a un lugar seguro, y a los demás también. Aquella oportunidad imposible no se repetiría jamás. Si no lograba persuadir a sus hermanos y hermanas de intentarlo, echaría a perder el sueño.

—La elección es vuestra —les dijo—. Podéis negaros. Hemos dejado de servir al Imperio; ahora elegimos por qué pelear, y también a nuestros aliados. La realidad es que hemos destruido a las quimeras. Las pocas que quedan con vida son los enemigos de la guerra de ayer. Ahora nos enfrentamos a una nueva amenaza, y no solo nosotros (aunque en especial nosotros), sino todo Eretz: la promesa de un nuevo período de tiranía y guerra que conseguiría que el gobierno de nuestro padre pareciera indulgente en comparación. Debemos detener a Jael. Es primordial.

—No necesitamos a las bestias para eso —dijo Elyon, adelantándose. Al contrario que a Xathanael, Akiva conocía bien a Elyon, y lo respetaba. Era uno de los bastardos de más edad que quedaban vivos, aunque no tenía tantos años, pues su pelo apenas había empezado a mostrar canas. Era reflexivo, buen planificador y poco dado a las bravuconerías o la violencia innecesaria.

—¿No? —Akiva lo miró directamente—. Los Dominantes son cinco mil, y Jael es ahora el emperador, de modo que comanda también la segunda legión.

—¿Y esas bestias cuántas son?

—Las quimeras —respondió Akiva— suman en este momento ochenta y siete.

—Ochenta y siete —rio Elyon. Su reacción no era de desdén, sino casi de tristeza—. Tan pocos. ¿Y en qué nos ayuda eso?

—Nos ayuda en que disponemos de ochenta y siete soldados más —dijo Akiva. Por ahora, pensó, aunque no lo dijo. Todavía no les había revelado que era cierto que las quimeras disponían de un nuevo resucitador—. Ochenta y siete soldados con hamsas para enfrentarse a los Dominantes.

—O a nosotros —señaló Elyon.

Akiva ansió poder asegurarles que las hamsas no se volverían contra ellos; aún sentía el malestar de los furtivos levantamientos de palmas como un ligero dolor en la boca del estómago. Les dijo:

—No tienen más razones para apreciarnos que nosotros a ellos. Menos. Mirad su territorio. Pero nuestros intereses, al menos de momento, son los mismos. El Lobo Blanco ha prometido…

Al mencionar al Lobo Blanco, la compañía perdió la compostura.

—¿El Lobo Blanco sigue vivo? —preguntaron muchos soldados—. ¿Y no lo has matado? —preguntaron muchos más.

Sus voces inundaron la caverna, rebotando y formando ecos en el elevado y rugoso techo, como multiplicadas por un coro de alaridos fantasmales.

—Sí, el general sigue vivo —confirmó Akiva. Tuvo que callarlos a gritos—. Y no, no lo maté —si supierais lo mucho que me costó—. Y él tampoco me mató a mí, aunque podría haberlo hecho fácilmente.

Los gritos se acallaron, y luego los ecos de los gritos, pero Akiva sintió como si se hubiera quedado sin argumentos. Cuando llegó el momento de hablar de Thiago, su convicción perdió fuerza. Si el Lobo Blanco estuviera muerto, ¿se mostraría más elocuente? No pienses en él, se dijo. Piensa en ella.

Así lo hizo.

Y continuó:

—Existe el pasado y existe el futuro. El presente no es más que el breve instante que separa uno de otro. Vivimos en equilibrio en ese instante mientras se precipita… ¿hacia qué? Durante toda nuestra vida, ha sido el Imperio el que nos ha empujado hacia la aniquilación de las bestias, pero eso ha terminado, pertenece al pasado. Sin embargo, nosotros seguimos vivos, menos de trescientos de los nuestros, y continuamos avanzando hacia algo, aunque el Imperio ya no sea quien decide. Por mi parte, yo quiero que ese algo sea…

Podría haber dicho la muerte de Jael. Habría sido cierto. Pero era una pequeña verdad eclipsada por otra mucho mayor. En su memoria guardaba la voz más profunda que jamás hubiera escuchado, la cual decía:

—Tu maestra es la vida o la muerte.

Las últimas palabras de Brimstone.

—La vida —le dijo a sus hermanos y hermanas—. Quiero que el futuro sea la vida. El obstáculo no son las quimeras. Jamás lo han sido. Antes era Joram, y ahora es Jael.

Cuando se trataba de elegir entre odios mayores y menores, Akiva sabía que el más personal era el que ganaba, y Jael se había asegurado con creces aquel honor. Aunque los Ilegítimos no sabían aún hasta qué punto.

Akiva se guardó la noticia un instante, sin querer revelarla. Sintiéndose, más que nunca, culpable. Por fin, la soltó como un cadáver sobre el pesado silencio de los serafines.

—Hazael ha muerto.

Existen varias clases de silencio. Igual que existen varias clases de quimeras. En esencia, quimera no significaba nada más específico que «criatura de aspecto mestizo, criatura no seráfica». Era un término que englobaba a todas las especies con idioma y funciones superiores que vivieran en aquel territorio y no fueran ángeles; un término que jamás habría existido si los serafines no hubieran unido, con su hostilidad, a todas las tribus contra ellos.

Y el silencio que precedió a la noticia de Akiva y el que se produjo a continuación guardaban el mismo parecido que un kirin y un heth.

En el último año, los Ilegítimos habían quedado reducidos a una sombra de sí mismos. Habían perdido a tantos hermanos y hermanas que los que seguían vivos podrían haber quedado sepultados bajo las cenizas de los que habían muerto. Les habían educado para aceptarlo, aunque no por ello les había resultado más sencillo, y en los últimos meses de la guerra, cuando el recuento de cadáveres alcanzó niveles de vano disparate, se había producido un cambio. Su ira se había acrecentado; no solo por las bajas, sino por la expectativa de que ellos, al ser únicamente armas, no sintieran pena. La sintieron. Y, por su personalidad, Hazael había sido uno de los más queridos.

—Lo asesinaron Dominantes en la torre de la Conquista. Fue una emboscada —al hablar de ello, Akiva regresó allí, lo vio todo, y recordó cómo había contemplado, bajo el extraordinario resplandor del sirithar, conseguido demasiado tarde, la muerte de su hermano. No les contó lo demás: que Hazael había caído defendiendo a Liraz de los repugnantes planes que Jael tenía guardados para ella. Bastante duro resultaba para su hermana incluso sin que se supiera.

—Es cierto que asesiné a nuestro padre —añadió—. Es lo que fui a hacer, y lo hice. Al contrario de lo que podáis haber oído, no maté al príncipe heredero, ni lo habría hecho. Tampoco al consejo, ni a los guardaespaldas, ni a los Espaldas Plateadas, ni a las criadas —toda aquella sangre—. Todo eso fue obra de Jael, y todo lo planeó él. Le daba igual cuál fuera el resultado, ya que su intención era culparme a mí y utilizarlo como pretexto para exterminarnos a todos.

Mientras hablaba, el silencio continuó evolucionando, y Akiva sintió una distensión, como puños reduciendo la presión sobre los mangos de las espadas.

Tal vez se enteraran en aquel momento de que sus vidas habrían corrido peligro independientemente de lo que Akiva hubiera hecho aquel día, o tal vez ya lo supieran. Tal vez eso no tuviera importancia. Aquellos dos nombres —Hazael y Jael— podrían haberles servido como polos opuestos de amor y odio, y, al combinarlos, convertir aquello, todo aquello, en realidad. La supremacía de su tío, su propio exilio, incluso su propia libertad; aún tan desconocida para ellos como un idioma que no habían tenido oportunidad de aprender.

Ahora podrían hacer cualquier cosa. Incluso… ¿aliarse con las bestias?

—Jael no se lo esperará —dijo Akiva—. Para empezar, le enfurecerá. Pero sobre todo, le inquietará. No sabrá qué esperar en un mundo donde las quimeras y los Ilegítimos unen sus fuerzas.

—Apuesto a que nosotros tampoco —en la voz de Elyon había cierto tono de reflexión, pensó Akiva, como si lo desconocido lo sedujera tanto como lo asustaba.

—Hay algo más —dijo Akiva—. Es cierto que las quimeras tienen una nueva resucitadora. Y deberíais saber, antes de tomar una decisión, que estaba dispuesta a salvar a Hazael —se le quebró la voz—. Pero era demasiado tarde.

Asimilaron aquello.

—¿Y Liraz? —preguntó Elyon, y se levantó un murmullo a su alrededor. Liraz. Ella sería su piedra de toque. Alguien dijo:

—Por supuesto, ella no estará de acuerdo con esto.

Y Akiva bendijo a su hermana, porque supo que ya los tenía en sus manos.

—Está con ellos, acampada y esperando noticias mías. Y os imaginaréis… —suavizó el tono; por primera vez desde que había llegado y los había reunido, se permitió una sonrisa— que ella preferiría estar aquí con vosotros. No hay tiempo para discutir. Jael no esperará —miró a Elyon en primer lugar—. ¿Bien?

El soldado parpadeó varias veces, rápidamente, como si se estuviera despertando. Frunció el ceño.

—Una tregua —dijo con tono de advertencia— tiene la misma firmeza que el menos fidedigno de cada bando.

—Entonces, que no la rompa ninguno de los nuestros —respondió Akiva—. Es todo lo que podemos hacer.

Los ojos de Elyon sugerían que a él se le ocurría algo mejor, y que empezaba y acababa con espadas, pero asintió con la cabeza.

Asintió. El alivio de Akiva fue como el paso de los cazadores de tormentas redistribuyendo el aire.

Elyon hizo su juramento, y los demás también. Fue sencillo y breve; lo máximo que se podía esperar de momento: que cuando el viento trajera a sus enemigos, no atacarían primero. Thiago había hecho la misma promesa en nombre de sus soldados.

No tardarían en descubrir el valor de ambas promesas.