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«SWEET GOSPEL MUSIC»

Francis sabe que todo dependerá de la fortuna que contengan las cartas que le lleguen. Tratará de no ir ni a mucha velocidad ni tampoco tan lento como para levantar suspicacias y no darse de morros con un eventual control. Pero todo eso es nada. Buscan ese coche. Buscan su mala estrella. Podría quedarse en cualquiera de esos caminos, en esas calles de la urbanización, a oscuras y meterse la droga allí mismo. Morirse en el coche de su padre. Acabar ya mismo y no arriesgarse a no poder hacerlo. Pero no lo quiere así. Tensará la cuerda todo lo que pueda. Su objetivo es llegar al barrio. Dejar bien aparcado el coche al viejo. Matarse en el barrio rodeado de sus fantasmas, en su mundo de primeras cosas.

Anda temblando. La ropa, húmeda. El frío le ha calado los huesos. Pone la calefacción al máximo. También la música. Nota el bajo de Kim Deal casi dentro de sus costillas. Esas canciones serán las últimas. No está mal. El móvil se enciende para avisar que su padre llama. Viejo loco. Debe de estar desquiciado con la huida de Marisol. O quizás haya descubierto el cadáver de doña Imma. Ha llegado al final del camino y no sabe si ha querido o no a su padre.

Ha conseguido sortear las vías que prevé conflictivas. Llega a la Meridiana pero se sale de los carriles rápidos y se acerca al barrio por la Trinitat, Nou Barris y la parte de atrás de Virrei Amat. La fortuna le protege. Los recuerdos se le agolpan. No es fácil retener a toda aquella gente que fue importante para él y sacar de ellos uno o dos instantes que conformen su mundo. Nada fácil, no. La oreja duele. No tiene tantos momentos a los que asirse. Todo es un caos en su cabeza. Víctor. Su madre. Su ex, Carol y él, bailando en la cocina de casa aquel día de año nuevo con Stevie Wonder. Roy Orbison encima de los capós de los coches. Mickey Rourke zarandeando a Matt Dillon en blanco y negro. Su hijo diciéndole que él sabía que asistiría al juicio, y cuando se escaparon a ver una de Ben Stiller haciendo campana en el cole, y aquellos ojos de aquellas hembras debajo de las sábanas y aquella chica a la que curó una herida en la muñeca, tiritas, gasas y un beso sobre todo aquello y los Pistols escupiendo su rabia contra el viento sobre el Támesis y la muerte de colegas a los que se traicionó, que se fueron como se irá él esta noche, en calles y portales, casi sin querer molestar, con el insoportable peso de no querer crecer, de no poder ser adulto sin haber retenido a la chica de ayer. Y los Stones de los setenta y Sabino deja a Loquillo y Frusciante a los Peppers y la guitarra de Johnny Marr que parecía una Rickenbacker de doce cuerdas, amor incompleto, imposible, de ángeles crueles, gordezuelos y quizás hermosos y Brando en el Bounty deseando morirse pero no pudiendo porque era un hombre de honor rodeado de hombres de honor y Willy DeVille maullando desde los tejados y John Milner y Thunders y esa mirada que cruzó con él en el escenario, de animal moribundo que reconoce a uno de los suyos solo que con veinte años menos, con toda la ingenuidad intacta. No era una mirada de derrota, ahora lo sabe, sino una señal compasiva, de búsqueda de redención. Y Elvis cantando «Crawfish», y los Clash abriendo las piernas cuando se acercaban a los micros, y las partidas del millón, y las batallas en el Campo de la Bota y en el Martinenc, y la Gibson vibrando entre sus dedos y toda la fuerza de los Marshall detrás, dispuesto a invadir y arrasar el universo y tetas y coños y besos y espaldas y todo y nada, caótico, sin orden, sin causa y efecto, todo a la vez, todo porque sí, sin caras B, sin versiones alternativas.

Consigue llegar al descampado arriba de la Fuente del Cuento y aparca. Se queda Francis dentro del coche. Vuelve a escuchar «Debaser», «Tame», «Monkey gone to Heaven»… mientras se palpa la chaqueta y saca la jeringa y la papela. Mira a un lado y a otro. No hay nadie. Carga la aguja. No va a hacérselo ahí. No como un vagabundo. No. Él fue Johnny Thunders una noche. Así que deja las llaves puestas. Saca la cinta del Doolittle y se la lleva consigo. Tiene cinco, diez minutos de bajada hasta la plaza Catalana.

Allí frente al quiosco donde Manolo se dejaba robar sobres de cromos y donde Juan Antonio y él compraron el especial del Popular 1 de la muerte de Lennon. Allí donde esperaba que llegara Liz a las cinco en punto, con el pelo aún mojado y esa sonrisa recién colgada nada más verle. Allí donde quedaba con Spike y el resto de la banda. Allí donde, de chavales, quedaban para ir hasta los campos de futbol al lado de la parroquia. Allí. Ha de ser allí.

A esa hora la plaza Catalana está desierta. En el suelo, restos del pan duro que las viejas desmenuzan para las palomas. Francis llora cuando cruza la calzada y pisa el cemento de la plaza. El agua que manaba del monolito central, feo, de piedra, inmutable, siempre fue fresca, buena. Hoy le tienta probarla pero no lo hace.

Se sienta en el suelo con la espalda apoyada contra la fuente. Ha de quemar la droga, meterla e inyectársela. Sin que nadie le vea. Sin que nadie quiera impedírselo. No tiene otras opciones que hacerlo rápido. Ha matado a una mujer. Le robó. También a un hombre. Ayudó a matarlo, al menos. No tiene lugar donde esconderse, en el que ser otro y lo sabe. No puede volver a empezar desde ningún sitio.

Lo siento, Liz, no podré arreglarte el tejado ese.

El mechero quema la plata.

Lo siento, Víctor.

La droga sube.

Le tiemblan las manos.

La jeringa chupa la droga como un mosquito de ciencia ficción.

Sigue con suerte. Nadie pasa por ahí. Únicamente un coche ha dado la vuelta completa, ajeno a todo aquello. Le cuesta remangarse la cazadora. Finalmente, en un gesto brusco se la quita. Ahora le resulta de lo más sencillo hacerlo con la manga de la camisa, tantearse una vena e inyectarse. Agujerea la aguja la vena y bombea toda la mierda dentro. Al mismo tiempo busca aquella canción de Víctor en su móvil. Será como morirse en sus brazos. Trata de encontrarla mientras nota cómo la heroína se desboca un poco. Después de tanto tiempo correrá como un caballo loco sobre una playa inmensa, mojada y desierta.

Encuentra la canción.

El título se le asemeja ahora premonitorio.

«Live and die».

Se acerca el móvil a la oreja no dañada y suenan aquellos hermanos. Aquellos chavales con ganas de vivir y amar, de cantar cada noche, con el deseo de hacerlo todo de nuevo porque el mundo empieza para ellos cada día y las mujeres son bonitas, cálidas y dulces cuando te desean, y el sol y la lluvia y todas las estrellas del firmamento están puestas cada día para ti.

¿Cuándo se acaba eso?

¿En qué momento te lo dan, lo pierdes, te lo quitan?

¿A cambio de qué lo entregas?

Mr. Frankie sabe que ya es tarde para casi todo. La muerte se le expande por las venas. Es solo cuestión de saber cuánto aguantará su corazón. Pero de golpe, Francis quiere que eso no suceda. Quiere seguir vivo porque quiere seguir escuchando canciones como esas. Porque su hijo se la grabó junto a otras para él y no las ha podido escuchar y aquella canción es hermosa y él no quiere dejar de escucharlo ni de poder ir mañana a la puerta del instituto y alzar la mano y que él se la devuelva con una sonrisa y tomar una Coca-Cola, y quizás Paco aún no haya roto su guitarra acústica y pueda intentar sacar aquellos acordes y enseñárselos a Víctor y llame, como antes, a Liz por teléfono para cantársela y…

Mr. Frankie le dice que lo deje ya.

Que se rinda.

Que no hay vuelta atrás.

Que nunca la hubo.

Que ¿acaso no nota cómo la droga le está bloqueando el cuerpo?

Y Francis lo nota pero se resiste. Abre los ojos todo lo que puede. La boca de par en par para conseguir llenar los pulmones con todo el oxígeno que hay a su alrededor. Trata de calmar el pulso, tranquilizar su corazón para que resista aquello, para que sobreviva.

Por favor, aguanta una vez más.

Francis se endereza apoyándose en la pila de la fuente pero Mr. Frankie le traba los pies y le hace caer. ¿Por qué, Mr. Frankie? ¿Por qué quieres que muera? Solo quiero poner la cabeza bajo el grifo. Sobrevivir. ¿Qué hay de malo en sobrevivir también esta vez? Volver a escuchar una vez más «Train in vain». Un último buen polvo. Volver a desear a Dalila al precio que sea.

Ya no hay tiempo, dice Mr. Frankie, te lo he dicho antes.

Sí que lo hay.

No.

Pactemos, dice Francis.

¿Qué tienes?

Nada, pero pactemos, hijo de puta, porque quiero vivir.

Se quedan sentados. Uno de los dos vencerá y el otro será derrotado. Los siguientes minutos, en la siguiente hora se decidirá quién es el vencedor. Caen los minutos y los Avett Brothers siguen sonando una y otra vez. Francis sigue queriendo vivir. Mr. Frankie no y espera, callado lo que no acaba de llegar. Mantiene Francis la respiración al compás de aquella melodía, un mantra, y los ojos como bocas abiertas, boqueando como si tuviera escamas.

Pero vivo.

Mutante es un mal dealer, un tiburón con buenas entrañas.

Esa mierda no podía matarle.

Alejandro Magno.

Gente que fue hasta el límite del mundo para derrotarlo y perdonarlo.

Son las seis de la mañana y Francis aún sigue vivo.

Puta buena mala suerte.