«ED IS DEAD»
Francis vuelve a sumergirse en el agua. No quiere escucharla. El agua sucia de la piscina se le introduce por los orificios de la nariz. Ha de salir a la superficie. Sabe que no va a poder ahogarse allí. Nada hasta la escalerilla. Toma impulso. Vibra el metal bajo su peso. Casi pierde uno de los zapatos. Se toca la oreja. Le escuece un poco menos pero nada se ha arreglado: el trozo desgarrado sigue allí. Y también aquel amasijo que las quemaduras, la sangre, el miedo y la historia han convertido más en un ser de otro mundo que en la mujer que llegó con él, en el coche de su padre, hace apenas una hora. O quizás hace algo más. Es casi imposible calcular el tiempo que tardas en clavar un paraguas en el ojo a un hombre.
Marisol tiene a su lado a los perros, calmados. Al contrario de lo que consigue con los hombres, los sosiega, piensa Francis mientras se endereza. Tiembla. Deja que el agua vaya deslizándose por sus ropas empapadas… Sabe que la chica insistirá en subir. Que no tienen tiempo que perder. Pero él ya ha acabado. No sabe ni de dónde ni cómo ha encontrado las fuerzas y la resolución suficiente como para matar a un hombre una vez. Dos veces le resulta impensable. Marisol le pregunta si está bien. Tiene su cazadora en las manos. También una toalla de medio cuerpo rígida y áspera que ha encontrado en una de las butacas de plástico. Una toalla olvidada, a buen seguro, desde hace meses en esa piscina pero que le sirve para secarse la cara, las manos, el pelo, para apelmazarla contra la oreja dañada.
La chica no desiste en su empeño. Tienen que volver a subir. Los perros quieren también hacerlo. Algo está sucediendo allá arriba y se lo están perdiendo. El viejo anda pegando berridos que se cuelan entre las explosiones de los cohetes. Marisol y Mr. Frankie suben las escaleras. Francis tiene la mirada en cada huella en la moqueta que el zapato mojado de Marisol deja en los escalones. Ya están arriba. Ni rastro del ogro en el comedor. Hay sangre por todas partes. El paraguas roto, el punzón ensangrentado por el suelo. Tampoco hay gritos, lo cual, más que tranquilizador, es inquietante.
Los ruidos hacen que se le sitúe en el dormitorio. El dolor. Francis no ha conseguido vaciar un ojo pero la herida que ha propiciado en el párpado y la ceja y de la que mana sangre le enturbia la visión del otro ojo, que también ha sido rasgado y herido. El alcohol convierte al viejo en un barco borracho que hace esfuerzos tanto para no embarrancar en la arena como en no darse la vuelta y hundirse. Sansón quiere derrumbar todo a su alrededor. Encontrar un arma, una pistola. No dejar sin castigo al mundo entero.
Francis recuerda la bolsa de deporte y acude hasta donde se hallaba. Abre la cremallera y descubre ropa sucia y, debajo, billetes de cien, quinientos euros pero sin la pistola que Mr. Frankie había aventurado encontrar. Marisol está mirándole al tiempo que observa al viejo que, furioso por no encontrar lo que busca y con los pies torpes, ha caído sobre la cama. Allí está cuando llega Francis.
Marisol busca almohadones y los encuentra cerca de la mesilla de noche. Coge uno y se lanza sobre el hombre. Su objetivo es ponérselo sobre la cara y ahogarle. ¿Por qué no podría morirse de una vez y hacerlo todo fácil? Se siente agotada pero sabe que es esa oportunidad o ninguna para seguir viva, para conseguir ganar la partida. El terror y el desespero insuflan energía a sus músculos, que dictan a su cerebro qué hacer a continuación.
El almohadón apenas consigue cubrir la cara del que fuera su amante y protector. Pero es la señal que ha de seguir Francis y lo hace. Salta sobre el cuerpo del viejo y el de la chica. Aplasta a uno y a otro y consigue colocar el almohadón sobre la cara del viejo, que trata con una fuerza descomunal evitar ser ahogado. Francis empieza a contar: uno, dos, tres. Y cuando Damián en un arreón consigue volver a respirar, empieza la cuenta otra vez. Uno, dos, tres. La situación es ridícula. Siente el cuerpecillo menudo de la chica entre él y su víctima. Uno, tres, cinco, diez. Esta es la buena. Escucha ladrar a los perros. Como si alguien estuviera por allá abajo. Mierda. Más problemas. Ha de acabar pronto con aquello. Doce, trece, catorce, quince. Cree que ya lo ha matado pero no es así. El viejo, hábil, ha ladeado su cabeza bajo el almohadón y consigue, no sin dificultad, lograr la mínima respiración que le permitirá seguir con vida y esperar su momento. Mr. Frankie parece ir destensando la fuerza que ejerce contra el almohadón. No es fácil matar a un hombre que no esté vencido por completo. Don Damián lo sabe pero ellos no.
—Déjame salir, Francis, que me ahogo —susurra Marisol. Él se aparta para que ella se pueda marchar. La mujer se retira de rodillas por el otro extremo del lecho, tosiendo, maltrecha.
Ya está.
Muerto.
Ahora han de salir de allá. Ha de conseguir llevarla a casa de Mayka antes de que sea demasiado tarde. Ha de conseguir un trocito de tiempo y un lugar tranquilo y apartado para matarse él. Sería una tragedia que la policía lo detuviera antes. Que le cargaran aquello y lo otro. Que no pudiera armar el pico y reventarse el corazón.
Francis repara en que los perros ya no ladran. Tiene la sensación de que alguien está también en la casa. Trata de salir del comedor cuando el grito de Marisol se lo impide. Cuando se gira, ve a Damián como un tótem enhiesto, con la cara ensangrentada y un brazo rodeando a la chica a la altura de su cuello. El viejo se le aparece como la bestia ciega y enfurecida que quiere derribar el templo con el mundo dentro. Ha ganado. Es inmortal como los villanos de los cómics. Lo va a conseguir. Francis no tiene fuerzas para mucho más que no sea echar a correr y ser el cobarde del cuento.
—Vete, hijo de puta. Vete y déjala conmigo. Tenemos que hablar ella y yo. Vete y echa correr porque mandaré a buscarte y te encontraré pero hoy no puedo con los dos.
—No.
—Vete.
—Déjala.
Marisol trata de librarse del brazo encallecido y duro del viejo que parece haber concentrado toda su fuerza vital en ese miembro de su cuerpo. Francis mira a un lado y a otro, buscando algo con lo que amenazar a don Damián, pero sabe que el tiempo se le escurre entre los dedos y es más que probable que acabe viendo como su media hermana muere delante de sus ojos.
—Por favor, déjala. Nos vamos sin nada pero no la mates, por favor…
El viejo se siente de lo más sorprendido ante esa súplica. Hubiera aceptado otro intento de agresión. O que se diera a la fuga. Pero después de haber intentado matarle en dos ocasiones que le pida clemencia, casi le hace esbozar una mueca de burla.
—¡Hostia puta!
Francis escucha esa maldición lanzada al aire, a la situación, a la mala suerte del hombre que le desplaza, que despliega su brazo derecho, apestando a sudor y gasolina, y con una pistola en un extremo de ese mismo brazo —«¡hostia puta!»— la acerca a la frente de don Damián y con un chasquido acciona el gatillo y le revienta la cabeza desparramando los sesos por la pared de atrás, la lámpara del techo, el pelo de Marisol y él mismo. El cuerpo de su jefe cae hacia atrás, el de la chica es empujado hacia delante, y es recogido por Xavi con su brazo izquierdo, que en última instancia, cae en los brazos de Francis.
Ahora sí: muerto.
Silencio.
Instantes de nada.
—Largaos de aquí pero ¡ya! Venga. Ya me encargo yo de todo este desastre.
Francis y Marisol obedecen. La chica poco a poco recupera el resuello y el sentido práctico. Lo suficiente como para ir hasta donde está la bolsa y rebuscar. También ella encuentra el dinero entre la ropa sucia. Xavi echa un vistazo a aquella bolsa. Demasiado pronto para ser ya el dinero de la operación de Dit i Fet. Es dinero de otra cosa. De cualquier otra cosa.
Xavi deja pasar a Francis. Al hacerlo, Marisol se le vuelve y le dice:
—Fue él, Xavi. Él me tiró el ácido. Se lo encargó a alguno de vosotros y lo hizo. Supo lo nuestro y se vengó.
Xavi queda impactado por aquello y por no habérselo imaginado en todo este tiempo. Eso del ácido podía perfectamente ser obra de alguno de los colombianos. En su país también hacen esas hijoputeces. El mariconazo de Timón. Quién sabe. El viejo tenía podrido el tuétano del alma. Era un animal más oscuro de lo que pensaba. La chica quiere irse escaleras abajo. Xavi consigue retenerla. Quiere decirle algo pero no sabe muy bien cómo ni tampoco qué.
—Marisol…
La chica le mira a la cara. Ella sí sabe que puede quererle decir. De qué manera quiere lavar su conciencia, despedirse como un héroe.
—Yo…
—Xavi… Vete a la mierda.
Marisol hace el gesto de bajar. Xavi, enfurecido, le suelta el brazo pero agarra un asa de la bolsa. Ella no se gira. Intenta que él no consiga hacer bajar la cremallera. Pero el hombre no es un personaje de honor de una película de la tele. Si la mujer no le perdona, que no le perdone. Pero ese dinero ha de pagar algo de lo suyo. Y mientras mete la mano en la bolsa y saca puñados de billetes, los ojos de Marisol se humedecen. Tiene la misma sensación que cuando se dejaba toquetear por Paco o cuando don Damián le forzaba para metérsela por detrás. El mismo aliento de bestia obstinada y resuelta. El dominio de la violencia, del más fuerte, y la única opción es dejar pasar el tiempo hasta el último estertor, hasta el golpe final y luego intentar olvidar.
Cuando se cansa de cobrar el peaje deja que se marche. No lo ha cogido todo. Algo le ha dejado. Pero eso no es suficiente para ser un héroe. Ella desde debajo de la escalera, le lanza una mirada pero él ya está de espaldas, una máquina de búsqueda y destrucción. Francis abre la puerta y allá están los dos perros, abatidos por la misma pistola que acabó con su dueño. Bendita verbena. Nadie puede escuchar nada con el estruendo de los cohetes. Marisol y Francis se limpian cara y manos con fruición en el agua de la piscina. Mr. Frankie sabe que no podrá llevarla a casa de Mayka. Es demasiado peligroso andar con aquel coche, con dinero aquí y allá, rastros de sangre y trozos de carne, con una oreja desgarrada bajo una toalla de baño y con una papela de heroína en el bolsillo. Con todo aquello. Al venir, ha visto en el pueblo más cercano, una estación de trenes. Y en él, una parada de taxis. Si hay alguno, la dejará allí y que cada uno siga su camino. Los dos ya sin deudas pendientes. El pato Nelson les acompaña hasta la puerta. A Francis le recuerda más que nunca un viejo mayordomo atrapado en una cruel reencarnación.
En el coche, ninguno de los dos dice nada.
—Allí hay un taxi. Cógelo. Te dejo un poco lejos para evitar problemas. Es lo mejor.
Ella obedece. Se baja del coche. Francis espera una muestra de cariño, un agradecimiento pero no hay nada. Únicamente un zombi deambulando con una bolsa de deporte lleno de calcetines y calzoncillos sucios, algo de dinero, un tupper y poco, muy poco más. Su promesa de dejarle algo de dinero ha sido olvidada. Haya lo que haya en esa bolsa, Marisol ha decidido que va a necesitar hasta el último euro. Espera que Francis lo entienda. Él ve cómo se sube la chica al taxi y trata de ubicarse para llegar lo antes posible a Barcelona. Sabe qué ha de hacer y ya ha decidido dónde. Solo necesita un poco más de suerte. Una tonelada más, de hecho.
En el móvil, dos llamadas de Liz y una de su padre.
Es hora de no dejar entrar a nadie y bajar la persiana.
Tiene una papela, un mechero y una jeringa. No necesita nada más para afrontar el resto de lo que le queda.