EL GIGANTE EGOÍSTA
Marisol no titubea. Mr. Frankie, sí. Pasos amortiguados en la escalera. Sensación de estar dentro de una escena de una película de terror. Una de esas en la que todo el mundo sabe qué se va a encontrar en lo alto de la escalera, allá donde suena un televisor que debiera no estar sonando, en una estancia con una luz encendida que debiera estar apagada, en una casa que debiera estar deshabitada y no lo está. Y es que es obvio que no lo está. ¿Por qué siguen entonces? ¿Por qué no abortan aquella estúpida idea, se dan la vuelta y se largan? ¿Por qué no lo hace él, ya que si la pirada de Marisol quiere seguir adelante con este robo que tiene mucho de venganza, de plan loco, de inmolación, de acabar con todo, que lo haga y se hunda ella solita…? ¿Por qué no trata de convencerla? ¿Por qué lleva un paraguas y se ha sentido aliviado cuando ha notado en la palma sudada de su mano la punta metálica del mismo? ¿Qué lleva a alguien a seguir adelante en una pesadilla hasta el final del pasillo como en la casa familiar, donde moribunda estaba agonizando su madre y siempre se decía que no le costaba nada despedirse al marcharse o ir a saludarla porque sí, hacerle quizás algo de compañía? Pero nunca lo hizo. Nunca encontraba el momento. Quizás fuera que no quería verla así: calva, hinchada, como una ballena varada, esperando a que el aire dejase de llegar a sus pulmones o que el cáncer se la comiera de una vez por dentro y la cáscara se quebrara en silencio, sin avisar a nadie. Piensa Francis en todo eso mientras sigue a la chica, con un paraguas en la mano, subiendo aquellas escaleras, en busca de un dinero que él no va a necesitar y que, probablemente no esté allá donde lo van a ir a buscar.
Marisol llega al piso superior. Mr. Frankie unos instantes después. Don Damián está derrumbado en el sofá. Un vaso bajo con algo de licor reposa sobre su barriga en un equilibrio casi imposible. Ronca. Resuella. El televisor está en una de esas cadenas en la que, a esas horas, muestran cualquier cosa que se pueda vender. Marisol indica a Francis que haga el menor ruido posible. Mr. Frankie no piensa ni moverse. Hay una luz de pie y unas velas encendidas y otras consumidas encima de la chimenea que con su titilar generan una sensación onírica a toda aquella estancia que apesta a tabaco, a cerrado, a alcohol y a restos de comida en platos que, a buen seguro, se encontrarán en el suelo, entre los cojines, en cualquier lado.
Marisol entra, decidida, en el dormitorio. Resuella la chica, una respiración ahogada, casi un pitido que trata de ocultar a Francis. Este, de pie, cerca de las escaleras, aprieta el puño del paraguas en la mano y trata casi de no pestañear para observar el sueño de don Damián. Aquello ya no le parece una película de terror. Es como si Hansel y Gretel acudiesen no a la casa de la bruja sino, confundiendo dos cuentos, al castillo de un ogro saciado y cruel. En esas historias, el gigante encantado suele desperezarse y enfurecerse cuando los niños están a punto de escapar. Entonces les sigue con sus zapatones y su ira y sus gritos tremendos, aterradores, ladera abajo hasta el pueblo o un río o un árbol de semillas mágicas que conectan un mundo bueno con un mundo malo. El problema es que ni Marisol ni él tienen acceso a ese otro mundo benévolo, sino a puertas y más puertas que conectan a estancias de un mundo cada vez más cruel e inhóspito, lleno de rincones fríos y húmedos, pequeños trozos de algo que pudo ser bueno pero que, en un momento dado, fue rasgado y embrutecido.
Marisol encuentra los billetes que esperaba en cajones y mesillas. Mil, dos mil euros. No mucho. Menos de lo esperado. Cruza el comedor hacia la cocina. Al hacerlo, da un golpe a Francis para que espabile y eche un vistazo al mueble bar, a algunos de los cajones del mueble en el que está incrustada la tele de plasma como un ojo vigilante y eterno. Francis obedece sin dejar de vigilar a Damián, que sigue a lo suyo, de un modo, que sin saber por qué le resulta sospechoso. Algo así como que si él debiera fingir estar dormido respiraría con ese ritmo y emitiría esos mismos ronquidos. En el mueble bar, dentro de un copón inmenso, encuentra billetes enrollados con una goma. En los cajones, nada. Marisol en la cocina ha tenido más suerte. Entre los dos habrán encontrado no mucho más de tres mil euros. A ella le resulta insuficiente, casi como si no hubieran encontrado nada.
—Habrá limpiado hace nada. La suerte que tengo siempre, joder.
La mujer se sube al sofá en el que dormita el viejo. A esas alturas, Francis ya sabe que Damián está jugueteando con ellos. O dejándose robar. Ver hasta dónde son capaces de llegar. Francis mira en derredor suyo para localizar qué puede, llegado el caso, agarrar para solventar una salida precipitada cuando el ogro despierte. Poca cosa. Quizás ese trofeo de un torneo de billar o la propia lámpara. Marisol desplaza y descuelga el cuadro de una lámina enmarcada de Murillo y se lo entrega a Francis. Trata de abrir una caja de caudales, no muy grande. Pero no acierta con la combinación. Aquel tipo la ha cambiado. Se siente agotada. Ha de sentarse en cuanto pueda. El viejo sabía que podía pasar lo que estaba sucediendo. Hace calor. Mucho. Pero el sudor de Francis es helado y se le pega al cuerpo. Piensa —de una manera estúpida— en la piscina que ha visto abajo, llena de agua negra, a buen seguro sucia y estancada y siente un deseo irrenunciable de meterse en sus aguas, limpiarse del todo aquella costra que le cubre el cuerpo y el alma desde hace tanto, tanto tiempo. Desde otro mundo ve cómo Marisol maldice y se baja del sofá.
—Descanso un poquito y le despertamos. Esto es nada. Que abra la caja. Que nos dé lo que necesito.
—Mejor vámonos. Ya sacaremos más pasta de otro sitio. Igual en el bingo.
—No, zarandéale. Despiértale. Que me mire a la cara y que me dé lo que es mío. ¡Venga! O lo haces tú o lo hago yo.
—¡Me cago en tu puta madre! ¡Estás loca!
Francis se coloca frente al viejo y, con el paraguas, pretende pincharle la barriga para que despierte. Cree que si la manera de hacerlo es amable, la actitud del viejo también lo será. Que se apiade de Marisol. Esa es la clave. Le coge el vaso que aún surfea sobre la panza del viejo. Piensa en tirarle el magro contenido de algo que podría ser coñac que le queda pero eso no estaría bien. Suena ridículo. Entrar en su casa y robarle, sí. Lanzarle licor a la cara, no. Primero, la punta del paraguas.
Entre el sofá y la pared hay una bolsa de deporte. Francis la ve pero no dice nada a Marisol. Igual solo es eso. Una bolsa con ropa sucia, por ejemplo. O más peliculero: una bolsa con dinero. Con una pistola encima. Quién sabe. Pero le parece casi obvio que se trata de un sitio que Damián podría vigilar. Y uno no vigila tanto un montón de calzoncillos sucios. Con la punta del paraguas trata de abrirla pero la cremallera está cerrada. Si consiguiera engarzar la arandela del abridor con la punta del metal.
¡Blam!
Apenas puede saber qué ha sido. Un golpe. Seco. Duro. Como si a una pared le hubiera dado por crecer justo al lado de su cara. Sin avisar. Todo eso indica muchas cosas. Que, efectivamente, el viejo estaba al quite. Que tenía uno de sus bastones escondido entre los cojines y que lo ha blandido hasta darle en el cuello, en la oreja que ahora le sangra y le escuece como si se la hubiera mordido una bestia. Marisol grita. En la tele, vocecitas y sintetizador de saldos. El viejo sigue sentado, cimbreando el bastón en la mano, señalándole como en una competición de esgrima en la que Francis ha sido eliminado nada más empezar.
—¡Quieto, viejo, quieto! —le grita Marisol.
—Puedo mataros a palos. No sería la primera vez. A los dos. Habéis entrado en mi casa. Estáis robándome. Hijos de puta.
—Vengo a por lo mío.
—Tú ya perdiste mucho antes lo tuyo.
—¿Por qué? ¡¿Por esto?! —le indica Marisol, poniéndose entre ambos, enseñándole la cara quemada, el cuello—. ¿Porque ya no te me quieres follar? ¡Es por eso!
—Ya lo sabes. Tú te fuiste comiendo las pollas que elegiste. Y una de ellas estaba amarga. No querrás oírlo pero esa es la verdad y lo sabes mejor que yo.
—Hijo de perra.
Mr. Frankie está encorvado, esperando que se le pase el dolor que se le abre en círculos y más círculos dentro de la cabeza. Se palpa y nota algo que no le gusta. Quizás se le ha desprendido parte de la oreja. Debería ir al hospital a que le den unos puntos.
—Idos con lo que habéis cogido. Arréglate la cara y largaos los dos de esta ciudad. Hoy estoy generoso.
—Es una basura y lo sabes. Me debes más.
—No te debo nada, puta.
—Sí.
—Nada, y lo sabes.
—Ahora lo entiendo. «Tú ya perdiste mucho antes lo tuyo». No te referirás a lo que yo creo, ¿verdad?
—Largo.
—Te refieres a que ya había perdido cuando me quemaron.
—Fuera —asevera el viejo mientras trata de enderezarse. Lo consigue.
Detrás de él, entre los pies aún tiene la bolsa. Una bolsa que ha cobrado más interés para Mr. Frankie desde hace unos momentos. También se ha percatado de ello Marisol:
—¿Qué hay en la bolsa, gordo?
—¿Gordo? Mírate. Eres un monstruo, niña. Nadie te echaría un polvo ni pagando. Y no tienes dinero ni protección. Solo el tarado ese que tienes por hermano, hijo del mismo que se te follaba de niña y que ahora te cambia las braguitas de mayor. Yo fui tu cornudo pero hasta eso has perdido. Mátate. Si quieres, te digo cómo o te dejo una pistola para que acabes con dignidad todo esto.
Francis quiere acercarse a la bolsa de deporte. Damián trata de golpearle pero, en esta ocasión, Mr. Frankie está preparado y detiene el golpe con el paraguas. Allí están como en las viejas películas de Errol Flynn, se dice Damián. No todo está perdido para él. Aún le queda cine a su lado. Marisol se ha quedado sin palabras. También Francis. Es Damián quien dice algo.
—En la cocina, en un tupper hay dos mil euros. Cógelos y lárgate, basura. Y tú, llévate tu trozo de oreja. No me la quiero encontrar mañana cuando me levante.
Ambos van hacia la cocina. Francis se queda en la puerta, vigilante, pero Damián no les sigue. Extrañamente, coge el mando a distancia y va cambiando de canal. El volumen está alto. Francis piensa en los perros locos de fuera, en si habrán ladrado, en si habrán escuchado todo ese follón entre los estruendos de los petardos de la inminente verbena. Marisol sale con un trapo de cocina y una bolsa de guisantes y se los pasa a Francis, quien se los coloca como puede a la altura de la oreja. Nota enseguida el alivio. Aquella bolsa de deporte, de repente, pasa a tener mucho dinero, piensa Marisol. Todo el que necesita.
Marisol trata de encontrar las palabras con las que herirle. Creía que cuando ella se le pusiera delante, cuando le enseñara las quemaduras, algo se quebraría en el interior de Damián. Pero no ha sido así. Asco, repugnancia, piedad quizás. Solo eso. Nada más. Ganas de pasar página. De perderla de vista. Que se muera y que su recuerdo sea olvido y luego, en el mejor de los casos, invención. Las lágrimas van llegando a la chica por la garganta. No podrá decirle nada. Herirle. Es una vulgar ladrona que roba lo que el otro se deja robar.
—Nos estabas esperando, ¿no? —le pregunta Francis.
—¿A vosotros? Para nada.
Damián al contestar ni se digna a mirarle a la cara. Francis tiene aún un zumbido dentro de la cabeza. Le ha golpeado donde y cuando ha querido como a una de esas testas de barro donde los adultos guardaban golosinas para los críos. Desearía devolverle el golpe, el dolor, pero no sabe cómo.
Marisol hace el gesto de bajar las escaleras cuando, de golpe, sucede. La chica había pensado muchas veces en aquello. Una casualidad, parte de su intuición o un mensaje de algunos de sus muertos desde el otro lado. La brisa de la noche irrumpe en la habitación, ahuecando las cortinas y cubriendo parte del televisor, a lo que Damián reacciona con un golpe seco del bastón que no ha dejado de tener agarrado ni por un momento, con tanta ira que la parte interna de sus dedos permanecía más blanca, casi asfixiada con respecto al resto de la mano. Todo ello hace que las llamas que cubrían las velas sobre el mueble, hagan un amago de apagarse que solo muda en un nuevo baile de sombras y aromas. Marisol ve aquello. Distingue entre aquellas velas las suyas, negras, consumidas y, de repente, el velo se descorre y ella lo entiende todo, absolutamente todo.
Lady Claire no puede aparecer porque está muerta o, en el mejor caso para ella, de regreso para siempre jamás a Cuba. Lady Claire la había traicionado. Una visita de don Damián con las sospechas justas y pertinentes en la información precisa con la que vestir la supuesta videncia de Lady Claire. Y sus remedios, que serían mucho más definitivos que una confesión. Dos velas negras para un amor que no debería entrar en tu vida pero que deseas que te consuma. Hija de puta. Damián tuvo la confirmación de su engaño. Y tomó medidas. Y todos buscando al moro desgraciado cuando el ácido lo había mandado tirar sobre ella ese saco de mierda.
¿Cómo pudo estar tan ciega?
A Marisol se le agolpan de un modo tan violento las evidencias que no puede ni articular palabra. No puede explicárselo a Francis. No puede exigir nada a nadie si no sabe exigírselo a ella antes. Se ahoga. A pesar de ello ha de encontrar las palabras para armar la acción y hacer justicia. Su justicia.
—¡Fuiste tú, cabrón! ¡Fuiste tú quien pagaste para que me hicieran esto! ¡Confiesa, vieja maricona!
—Llévatela, drogata. Llévatela, que el ácido se le está colando por el cerebro.
—Francis, fue él. Mira esas velas. Eran mías. Por ellas lo supo. Y se vengó.
Con el rostro deformado, como una furia, trata de hacerse entender, salpicando de saliva la cara de Francis, que la tiene retenida con un brazo. A él le duele la cabeza y anda aguantándose pañuelo y bolsa de congelados contra su oreja, sin saber mucho más qué hacer.
El ogro no reacciona. Aparentemente. Renuncia, eso sí, a encontrar el canal de televisión adecuado y se gira hacia ellos. Tenso. Por eso, Francis sabe que la chica quizás no ande tan desencaminada. Sabe que tiene contactos para conseguir que le hagan un trabajo como ese. Damián debería defenderse de alguna manera para calmar a la chica. Generarle dudas. Disolver su odio. Pero no lo hace. Y ese es su error.
Marisol se suelta del brazo de Francis y se dirige contra Damián con las manos engarfiadas, dirigidas a la cara del ogro. Este la espera y vuelve a fustigar con su brazo y el bastón el costado de la chica, que se duele y cae al sofá. Por fortuna, no es el costado que lastimó el ácido. Francis ve cómo ella trata de ponerse en pie y apoya la mano sobre el lienzo rasgándose en jirones la reproducción. La chica quiere intentarlo otra vez pero solo conseguiría otro bastonazo. Francis lo sabe. Ella también.
Pero a alguien ha de importarle algo así, piensa Francis.
A alguien ha de importarle que los vencidos se levanten, una y otra vez, para luchar sin esperanza ni Dios, solo con su fe.
A alguien ha de importarle que las mujeres con el cuerpo hecho mercancía quemada y tasada quieran conseguir su parte de venganza arrancada de las manos de sus verdugos.
A alguien ha de importarle que las velas negras no mientan.
A alguien.
A alguien ha de importarle el desdichado Urías, el deseo de Sansón, la mala suerte de todos los que eligen mal.
Del mismo modo que a él le importaron tantas miradas que le reprocharon que no consiguiera ser su propio sueño, que le decían —como hace unos minutos— coge esa mierda y vete, no tendrás más. Esto es más de lo que te mereces.
Pudiste tocar el terciopelo de las nubes pero caíste y ahora ni quejarte puedes.
Vamos a recordarte a todas horas que el gran pecado es la ambición de los que, al parecer, no tienen derecho ni a estar de pie.
El intentarlo.
El ser distinto.
El no querer el mismo menú que comen los demás.
El soñar a todas horas con noches y cuerpos como acordes menores, trastes y melodías titilando en el aire.
A alguien ha de importarle que le hayan robado el deseo. Por una mujer, por todas.
Importar, sí.
Y esto que está pasando en estos momentos no está bien.
A un hermano no le gusta ver cómo pegan a su hermana pequeña.
Un hermano pequeño sueña con que el mayor le redima, le salve de la pelea, le explique todo aquello que no sabe.
Importar, sí, un poco, algo a alguien.
La bolsa de guisantes cae con un ruido sordo que Francis no puede ni escuchar. Todo el dolor que siente no es nada comparado con el que siente Marisol, otra vez golpeada en el mismo costado por el bastón. Con todas sus fuerzas Francis asesta un golpe con el paraguas al brazo con el que enarbola el bastón el viejo. Luego se lanza sobre él, empujándole sobre el sofá. Pero no consigue que suelte el bastón. Marisol anda por ahí pero una patada coceada por Damián le da de pleno y la derriba. Ni trata de enderezarse. Es consciente de que la pelea ya es cosa de las bestias.
Francis consigue ponerse encima del ogro. Una de sus rodillas sobre el muslo del viejo que, a pesar de la edad y del alcohol, se resiste a dejarse vencer. Mr. Frankie no sabe qué ha de hacer ahora y hasta cuándo. ¿Hacerle daño? ¿Cuánto daño? ¿Ahogarle? ¿Tratar de que se quede inconsciente? ¿Matarle? Ese momento de titubeo es aprovechado por Damián que sabe que un manotazo en el peor de los casos y un desgarro de su oreja malherida, puede hacer invertir la pelea. Se limita a un golpe pero con la suficiente intensidad como para que Francis se resienta y trate de protegerse. Sabe que se la quiere arrancar. Y que él no puede permitírselo. El viejo rodea el cuello de Francis con el bastón y se cuelga a su espalda. Marisol, que sin saber cómo, se ha levantado, trata de impedírselo y gracias a ella, Francis puede seguir respirando aunque con dificultad. Tiene la mirada clavada en el asiento de sofá. En sus lamparones. En su olor a humedad. En su funda de ganchillo color hueso.
No puede acabar todo así.
No.
No puede uno morir de ese modo.
Había vivido cosas hermosas, había follado con animales hermosos, había tocado canciones hermosas, había atravesado por la mitad noches hermosas.
Todo eso no podía acabar así.
La canción no puede finalizar en la baba caliente de un ogro egoísta.
No.
Su canción ha de acabar como deben acabar siempre las buenas canciones: arriba, vitales, brillando. Como solías acabarlas tú. Agitando tu cuerpo, invocando como ahora al Dios de la Electricidad. Lo haces y te giras, y das la vuelta al mundo y el ogro pierde pie y un latigazo de tus brazos hace que las tornas cambien y a él se le resbale el bastón y caiga al suelo, y la canción suba, llena de voces gritando y la batería y el bajo acelerado preparando un estribillo implacable enganchando a ti, a tus dedos, a tu voz. Y en el estribillo de aquella canción, Francis tiene en la mano el punzón metálico de un paraguas que va acercando a la cara de don Damián.
Francis recuerda todas las veces que le dijeron que no sabían tocar solo porque querían tocar rápido, mal y alto para demostrar que también el rock’n’roll era, al mismo tiempo, la mentira y la única verdad, ellos y sus ganas de asesinar un mundo, poder reinventar a los gigantes mientras la voz de Marisol lo inunda todo —«mátalo, Francis, mátalo»— y piensa que no sabe cómo matar un hombre. Que debe ser tan difícil como acabar una buena canción. Por eso ha de buscar una perfecta. Quizás él no la encuentre pero seguro que Mr. Frankie sí. Y así, mientras le está clavando el punzón del paraguas en el ojo a Don Damián piensa en «Shake some action», en «September gurls», en «Be my baby» y Polifemo grita mientras es cegado, y entonces, Francis se levanta y el paraguas parece tener vida hasta que el ogro se lo quita del ojo en que se ha clavado y anda loco el viejo. Al parecer la canción no le ha gustado. Francis le asesta una patada y don Damián queda boca abajo en el sofá, con la sangre roja y caliente en aspersor entre sus dedos. Francis deja que se muera de a poquito y pasa por delante de Marisol, que trata de impedirle que se vaya. Ha de acabar aquello porque ella ya no tiene fuerzas. Pero él no está para seguir pagando deudas. Echa a correr escaleras abajo. Los perros han estado ladrando pero ahora se muestran casi sorprendidos al verle. Francis se dirige hacia la puerta de salida. Sabe qué va a hacer. Le persiguen los perros con más ganas de jugar que de otra cosa y se le quedan mirando cuando salta al vacío y entra en contacto con el agua de la piscina. Lamentablemente, en nada, tocará suelo con uno de los pies. Bajo el agua se toca la oreja. Sabe que puede perderla.
Se le infectará.
Qué más da: antes ya estará muerto.
Allá abajo, un mundo oscuro y silencioso. De distancias y ritmo acuático como maletas deslizándose en un aeropuerto. Nada de lo que está fuera de aquí tiene la más mínima importancia ahora.
Ojalá tuviera los huevos suficientes para abrir la boca y beberse la piscina entera y acabar con todo de una vez.
Ojalá.
La canción tenía que ser «Debaser».
Ahora lo sabe.
Debería haber hecho gritar al viejo mil veces chien andalusia.
Ojos que explotan.
¿Cómo no lo supo ver antes?
Ha de salir a respirar. No quiere pero ha de hacerlo.
—Francis, aún está vivo. Tenemos que rematarlo, por el amor de Dios, tienes que subir y volverlo a matar.
No.