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JOHN WAYNE TE ABANDONÓ

Detrás de los ojos de don Damián se ha instalado una neblina y puede que sepa o no la razón pero de ningún modo va a escuchársela decir. Una nube negra que le retrotrae a aquella muerte en vida de hace diez, quince años atrás. En aquella ocasión la depresión le cogió por sorpresa. Cuando se quiso dar cuenta la bestia había roído todas las patas del entarimado y solo pudo caer y caer hasta que la medicación, la avaricia, el sexo, el alcohol y el mismo dolor le hicieron llegar al fondo, levantarse y seguir andando pero ya por otro sendero. A partir de ese momento supo que podía y que debía tener miedo a esa bicha, a ese lugar feo y oscuro. Eso te cambia. Cuando salga de esta será menos de ese trozo que quedó aquella vez. Se siente derrengado. Como si de repente hubiera descubierto que la muerte no haría una excepción con él. En los últimos meses, su madre y su padre, el abuelo Eusebio, la abuela Maravillas, le vienen a visitar, se pasean por aquí, no dicen nada. Solo deambulan en su particular Santa Compaña. Vienen para recordar que están muertos y que él es huérfano, que está solo, que es viejo, que está gordo, que también ha de morir.

Ahora lo ve. Era Marisol quien le sostenía en pie. Primero su carne, su amor, su calentarle cama y piel. Luego, le sostuvo el no saber qué se hacía, si le engañaba o era su paranoia, cómo trataba de despistarle, de compensarle de algún modo la traición. Confiaba en ella. Confiaba en Xavi. Confiaba en ellos. No confiaba en nadie, joder pero eran sus muletas, su nexo con lo vivo. Aún a veces le asalta la duda de si eran ciertas sus sospechas. Pero lo que don Damián había aprendido es que, una vez se instala el gusano de la desconfianza, de los celos, la luz cambia, las palabras, todas ellas, se tornan trampas y cuchillos y nada se puede hacer para no saber que ese es el veneno que te irá quitando el aliento como si vivieras dentro de un puño que alguien va cerrando inexorablemente.

Ya no será de nadie aquella mujer. No ha tenido el valor de verla, de saber, de fingir normalidad o crueldad. La ha borrado. Mentira. Digamos que ha tratado de hacerlo. Pero aún sigue ahí, tras la neblina, detrás de la cuenca de sus ojos, destilando alquitrán sobre su corazón hasta anegarlo por completo, mientras fragmentos de los recuerdos de su piel aún se mantienen, entre sus dedos, dormida o corriéndose, en su cama.

Pero no puede ser eso lo que le ha dejado hoy así.

No solo eso.

No puede permitirse que sea eso.

Tampoco los fantasmas que le hacen sentirse gordo, viejo, huérfano.

Quizás esta noche solo haya sido John Wayne.

Con su gorra y su ropa de pana y su no querer volver a boxear y su pelirroja con la que, al besarla, se convocan tormentas, se abren de par en par puertas de casas en ruinas y dotes por dar, cervezas y peleas por todo el pueblo, como una manera de luchar por ella, de mirar a la cara, de ser honrado con lo esencial que hay debajo de las cosas ciertas.

Maldita película.

Irlanda le recuerda mucho a su Galicia llena de ánimas en pena y bosques encantados, costas salvajes y cazos de leche caliente.

Y aquella noche le encantaría, como le suele pasar la mayor parte de las veces, jugar a ser el protagonista de la película que está viendo.

Ser como, ser John Wayne.

Merecedor del amor y de la pasión de una pelirroja.

Ser un boxeador limpio. De los que no amañan una pelea. Aquellos que solo saben ganar de una manera: de frente, sin guantes ni trampas.

Por el contrario, Wayne le mira y le hace saber que le desprecia.

Le espeta que no es de los suyos.

Que no hay redención para él.

Tampoco amor o amistad, ni tan siquiera buena vecindad.

Que busque en otras películas pero no en las suyas.

Y sabe muy bien por qué.

El cine se ha acabado para él, ahora lo sabe.

Y ahora sí que está hundido.

Su alma anda pudriéndose a causa de una metástasis imparable.

Y de repente John Wayne y Steve McQueen y Paul Newman y la abuela Maravillas y su padre y su madre y todos ellos acuden para decirle: eres viejo, gordo, huérfano y cuando hablamos de nosotros nunca más nos referiremos a ti.

Y él les suelta que se vayan a tomar por saco. Que las películas son todo mentiras que se cuentan los perdedores en compensación por la vida que les lleva abajo y más abajo, empujándoles hacia la tumba, hasta que no pueden moverse ni respirar.

Don Damián sabe que es verdad pero eso tampoco quiere oírlo porque quizás las películas vuelvan otro día a reconciliarse con él.

Volverán. Ya ha pasado otras veces.

Don Damián busca el vaso pero en él ya no queda whisky y la botella está lejos y quizás luego se levante a por ella pero no ahora porque está desvalido sin la complicidad de John Wayne y aquella película hecha de actores ya muertos, directores muertos, cámaras muertos, maquilladores, modistas, electricistas, guionistas muertos. Todos muertos. Como él, también muerto sin saberlo. Y los muertos últimamente vuelven a recordarle aquello de que es un niño viejo, gordo y huérfano. Te puedes esconder de los vivos, de sus ojos pero no de los muertos, de las cuencas vacías y de las viejas películas.

—Sigue adelante. En esa calle lateral no hay luz. Mejor aparca allá.

«Deja de dar órdenes», piensa Francis aunque lo cierto es que calla y obedece. Tiene el ánimo alterado, sin capacidad de decisión. Le tienta meterse algo. Un poquito. Estaría bien. La noche es asfixiante, el estío parece haber llegado con prisas de ahogarlo todo en la primera oportunidad que ha tenido.

Ha sido agria pero ya no violenta la última discusión con su padre. No tanto por el hecho sino por el tono, por la traición que existía detrás de llegar a casa y encontrarse a Marisol con su maleta hecha y Francis decidido a liquidar la cuestión con las mínimas explicaciones posibles. Paco supo que no podía impedirlo. Del mismo modo, Francis y probablemente Marisol no tuvieron claro si el viejo se rendiría o no los próximos días. Paco, eso sí, amagó con interponerse entre ellos y el pasillo pero la escena le lanzó a la cara que era un anciano de piernas temblorosas y Francis alguien que le doblaba en envergadura y con pocas ganas de argumentar una decisión que no era suya, sino de aquella fiera de ojos brillantes que permanecía detrás de él. Paco estuvo tentado de echarle en cara todo lo que había hecho por uno y otro pero no lo hizo. La anterior pelea entre ellos y lo que se había puesto sobre el tapete bloqueaba a uno y otro. Ambos lo sabían, así que, al final, el viejo se apartó. Al pasar, Marisol le clavó los ojos hasta que se le heló la sangre. Porque la mujer supo casi con toda seguridad que el viejo había conseguido reescribir todo aquello. Por eso al viejo no le costó aguantarle la mirada y decirle que se cuidara. Ella no contestó. No hubiera podido hacerlo. Casi se sintió desagradecida. Casi se planteó si se lo había inventado, lo había exagerado o se había mentido todos estos años.

Ya en la puerta, Paco se dirigió con dureza a Francis:

—Una cosa más: ¿hará dos noches cogiste el coche?

—No.

—Esta mañana se han presentado unos urbanos preguntando por el coche. Lo hemos ido a buscar al descampado y allí no estaba.

—No te acordarás dónde lo dejaste —siguió mintiendo Francis mientras Marisol esperaba fuera, en el rellano—. No sé nada de tu coche.

Francis siente como si estuviera en una habitación de esas que aparecen en antiguos tebeos y películas de aventuras en la que paredes, techo y suelo se acercan hacia el centro con el único objetivo de aplastarte dentro. Todo iba a acabar mal y acabar mal era hacerlo antes de que fuera él quien decidiera cómo acabarlo. Intentando pagar deudas. Ahora con Marisol. Antes con su hijo.

—Es esa casa.

Francis apaga la música. Suspira. Han tenido suerte con controles y demás. Se gira hacia Marisol. La chica trata de disimular que le cuesta agudizar la vista en noche cerrada. Se han despistado en un par de desvíos por fiarse de ella. El lado de la cara que tiene al alcance de su mirada Francis es el que salió ileso del ácido. Es por ello que en teoría debería ser tan hermoso como era antes. Pero no es así. El sufrimiento, la medicación y la ausencia de sol y aire no enrarecido le han restado brillo, lo han apagado hasta hacerlo ceniciento.

—¿Vamos?

—Vamos. Acabemos con esto.

Salen del automóvil. Francis lleva consigo un par de bolsas grandes de plástico. Cierra el coche. Se obliga a recordar en qué bolsillo del pantalón acaba de guardar las llaves. En cuanto acaben allí, solo con un poquito más de suerte, dejará a Marisol y su dinero en casa de Mayka y el resto de la historia lo escribirá él solo. Insonoriza el móvil. Cohetes revientan en haces de luz en el cielo, anuncio de la verbena de mañana.

Marisol conserva las llaves del exterior. La verja se abre. Acude un perro primero. Luego otro. Francis se tensa. Perros guardianes. En un recinto privado, cerrado. Igual llevan días sin ver a nadie, con apenas comida. Perros aislados, enloquecidos por la soledad. Pero, Marisol, da un paso adelante, los llama por el nombre, se arrodilla, los mira a los ojos y los canes se acercan y reconocen. Uno de ellos, se separa de la mujer y husmea los pantalones de Francis que está inmóvil y expectante. El perro regresa con Marisol a la que se le caen lágrimas como goterones, que más que derramarlos se los hubiera dibujado en las mejillas. Después de lo vivido era agradable estar con seres que saben olerle el alma. Que para ellos en lo sustancial ella no ha cambiado.

—La llave de la entrada a la torre está debajo de esa maceta. Cógela.

Así lo hace Francis. Cuando introduce la llave en la cerradura, uno de los perros gruñe. Mr. Frankie supone que es por el intruso. A mano izquierda, distingue la superficie negra de una piscina.

Los perros se quedan fuera cuando Marisol y él entran. Hay un televisor encendido arriba. Francis mira a la chica con los ojos saltándose de las órbitas. Ella finge no ver ni oír y sube las escaleras que llevan al primer piso. Mr. Frankie busca algo a su alrededor. Coge lo más cercano a un arma que hay por allí: un paraguas.