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THE AVETT BROTHERS

Francis ve cómo el chaval ya está esperándolo en el quiosco cerca de la parada de autobús de siempre. La caminata hasta allí por las calles y esquinas casi fantasmales del barrio ha hecho que Francis llegue un poco más tarde de la hora convenida. El chaval agita la mano al verle mientras exhibe una sonrisa digna de la ortodoncia de la que él aún no ha pagado su parte.

—Hola.

—Fuiste.

—Claro.

—Ella dijo que no irías, pero yo estaba seguro de que sí irías.

—Te lo prometí. —Un par de besos—. ¿Vamos a tomar una Coca-Cola? Te invito.

El chaval asiente. Francis le toma por el hombro y ambos se dirigen hacia el bar al que habitualmente van. Un local limpio y tranquilo con una dueña menuda y graciosa. Francis supo que debía acudir al juicio. Que era importante para el chaval. Unos pasos más allá, Víctor se descuelga la mochila y se detiene:

—Antes de que se me olvide…

No encuentra lo que busca en la mochila. La deja en el suelo y saca un cedé.

—Te he grabado cosas que creo te van a gustar. Música de ahora pero así como viejuna.

Francis se emociona. El chaval lo nota, ve las lágrimas asomar a los ojos de su padre pero disimula. Francis le da las gracias. Lo abraza con fuerza. Promete escucharlo, aunque no tiene reproductor de cedé, sino solo el casete del coche del abuelo.

—La primera te encantará. Fijo que sí. ¿Quieres escucharla ahora? Yo también la llevo en el móvil.

Francis asiente. Se sientan en un banco, a la sombra de uno de los árboles municipales y desangelados de la plaza Castellana. Víctor despliega los auriculares. Coloca uno en su oído y el otro en el de su padre. Francis percibe el olor a sudor y juventud de su hijo, profundo y narcótico.

—¿Cómo se llama?

—¿La canción?

—Sí.

—«Live and die». Ellos son americanos. Se llaman The Avett Brothers. Vas a flipar.

Y empieza a sonar. Para él y su hijo. Solo. Para nadie más. La canción le llega de inmediato, con banjo, violín, acústicas, voces emplastadas y agudas, cálidas y cercanas, los Beatles tocando al sol…

—Son buenísimos.

—Sabía que te iban a gustar. ¿Tienes tu móvil? Déjamelo y la paso del mío al tuyo.

Francis quiere saborear ese momento como un tesoro que pudiera meterse bajo la piel y no perderlo nunca. El sol acariciándoles, cerca el uno del otro, y la música creando de nuevo, pero por vez primera entre ellos, una burbuja fuera del tiempo. Todo resulta suspendido diez, cien metros sobre el suelo, maravilloso, hermoso, armónico hasta que, por azar, Francis deposita la palma de su mano sobre la pierna y nota en el bolsillo de su pantalón un punto de libro relleno de heroína. Y con ello la visión de doña Imma —que de hecho no desaparece nunca del todo de detrás de los ojos— pudriéndose en el suelo de su casa. De repente, se le llena a Francis la boca de arena y todo se oscurece radicalmente. La vida esta vez le matará. No queda sitio para la esperanza. Johnny Rotten vuelve a su cabeza, esta vez sin ser ninguna mueca sarcástica, apenas un dedo enhiesto.

La canción acaba.

Víctor le pregunta qué tal pero Francis ya no está ahí.

Sonríe ausente porque siente como si se hubiera visto desplazado al fondo del mar, como si no pudiera subir hasta la superficie desde su vientre, con toneladas de agua encima sin ni tan siquiera poder abrir la boca para gritar o ahogarse.

También piensa, sin razón alguna, en Óscar, el pequeño.

—¿Qué te pasa, papá?

—¿Qué edad tiene tu hermano?