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ASALTO AL FURGÓN

A Francis le quedan por delante dos o tres horas hasta la comida, si es que acepta que, en algún momento, deberá ingerir algo consistente. Todo ha sido cerveza, cigarrillos, café e ir picando tonterías a cualquier hora. Recuerda una bolsa de patatas pero no podría asegurar si fue hoy o ayer. Después de la hora de la comida le quedarán un par más hasta la cita con Víctor. Francis recibe una llamada. Es Dalmau. Se percata que no es la primera. También tiene un par del encargado de la mensajería.

—Joder, Francis.

—¿Qué pasa?

—De todo. El encargado o no te entendió o no se lo dijiste.

—Se lo dije.

—Lo tengo aquí. Al final lo hemos medio arreglado pero mejor te lo paso.

Francis apoya el móvil en el pecho. La tentación de colgar es máxima. ¿Por qué, en esos momentos de derrumbe absoluto, ha de perder el tiempo en esas estupideces? ¿Por Dalmau? No jodas. Cuando se vuelve a poner el teléfono en la oreja el encargado intenta saber si le está escuchando. Mr. Frankie quiere liquidar rapidito el tema.

—Te lo dije.

—¿No crees que me acordaría?

—Te llamé ayer y te dejé un mensaje en el contestador.

—Pero ¿por qué no me llamaste al móvil? Sabiendo lo de Ginés y cómo estamos en cuadro…

—Mira, no podía, ¿vale? Me busqué la vida y te envié a un buen tío, del barrio.

—Conozco al menda.

—Pues ya está. ¿Cuál es el problema?

—He tenido que cerrar el local y subirme a la furgoneta con tu amiguito. El envío era importante, joder. No voy a enviar a un novato que se me presenta a las ocho y media y me dice que se me lleva la furgoneta grande. ¿Y si tiene un accidente? ¿Qué pasa con el seguro? Mira, tú y yo hemos de hablar. El lunes…

—No pienso volver el lunes.

—Mejor.

Ambos cuelgan ante la imposibilidad de seguir hablándose. Dalmau mira de reojo al encargado mientras bordea la enésima calle del puerto antes de tomar la Ronda Litoral para ir a entregar aquel material industrial venido de Alemania con todos los papeles en regla y la tripa trufada de localizadores y droga. El encargado —un chaval de veintipocos, tatuajes en los brazos, tupé rebelde, agraciado y camiseta de estampado roller— cierra el móvil y se lo devuelve a su dueño, quien lo guarda en el bolsillo de la camisa. Detrás de ellos está sentado, en los asientos laterales del vehículo, un tipo que les esperaba a la salida del control y que se ha identificado como de la empresa que espera el envío. Viste un mono con el logo de dicha empresa, de una talla menor a la que le correspondería, según le parece al encargado. Alopecia exhibida con el pelo peinado hacia atrás, unos labios carnosos y una nariz con unos orificios profundos como cuevas. El tipo no ha hablado mucho. Por el retrovisor Dalmau ve que tiene los ojos cerrados, tratando de echar una cabezadita. Los agujeros de la nariz por donde expele el aire le llaman la atención, captan los ojos de cualquiera, como un imán. El encargado mira por su ventana al exterior. Echa un vistazo al reloj de su móvil.

—En la ronda dale un poco de caña, por el amor de Dios, que no puedo tener cerrado el local también por la tarde.

—Ok.

Álex aprieta levemente el acelerador. No anda del todo seguro con la furgoneta. Hace años que no conducía una de esas. Pero es verdad que poco a poco le ha ido cogiendo el punto. El encargado no dice nada más durante unos minutos. Ese silencio lo rompe Dalmau:

—No soy un menda.

—Es una manera de hablar.

—Ya. Él me dijo que te lo había dicho.

—Va siempre a su puta bola.

—Es buen tío.

—Estoy harto de buenos tíos. Quiero gente que cumpla, joder, que me acabo comiendo yo todos los marrones.

—Yo estoy buscando trabajo.

—Él ahora también.

Esa no es la respuesta que esperaba Dalmau pero no importa. Si demuestra que puede llevar ese trasto y todo acaba bien y entregan a tiempo lo volverá a intentar más tarde o se pasará por la mensajería algún día del resto de la semana. El encargado le indica, pasados unos minutos, que tome la próxima salida. Lo hace. Una serie de curvas desembocan en un stop que les habilita en una vía de dos direcciones. Una serie de semáforos en rojo retrasa el trayecto. En esa tesitura parece lógico que el tipo de detrás despierte de su siesta y les recomiende una ruta alternativa.

—Pasado el próximo semáforo, hay un desvío. Cogedlo. Si seguimos por aquí entramos en el pueblo y nos retrasa mucho. El desvío va subiendo y lleva al otro lado. Parece más largo pero no lo es.

El encargado quiere objetar algo. Anda manejando el GPS pero sabe que tal y como ha ido todo y lo justos que van de tiempo, el cliente manda. Dalmau toma el desvío. Va subiendo por esa carretera flanqueada por una nueva vegetación, casi una arboleda, impensable un par de kilómetros atrás. No hay apenas tráfico. Curva a curva, reduce, acelera. Dalmau transpira bajo su camisa toda la responsabilidad de lo que lleva entre manos y se va saliendo con la suya. Ninguno de los otros dos se queja de su conducción. Perfecto.

—Recto.

La carretera, al otro lado del desnivel, empieza a bajar. Ya no parece un túnel entre árboles sino que se abre más, en una sucesión de caminos rurales que se pierden a uno y otro lado del asfalto. Casonas vacías con ventanucos tapiados que se suceden a centenares de metros unas de otras. Diez minutos después, el tipo les pide que en la siguiente entrada se detengan porque ha de mear, que ya no puede más. Aquello le suena raro al encargado. No están tan lejos de destino. En media hora podían estar allí. Trata de hacérselo entender. No hay manera.

—Para o me meo aquí. Es un minuto. Te prometo que me lavaré las manos.

Broma de matón, piensa el encargado ya abiertamente preocupado. Para Dalmau, sin embargo, es un alivio. Detener la furgoneta. Secarse las manos. Respirar hondo. Quizás hasta estirar las piernas.

Entra en el camino de tierra de ese desvío y detiene el motor a unos metros de donde vuelve a estar la vegetación, los primeros árboles que pueblan aquella vieja colina. Se abre la puerta lateral y se baja el tipo calvo con el objeto de orinar. Dalmau y el encargado se quedan en silencio. Para este último, cada minuto le acerca a la explosión del desastre o a la certeza de que ese miedo suyo ha sido injustificado, paranoico.

De repente, se abre la puerta del copiloto de la furgoneta. Un brazo tira con fuerza del encargado que, al seguir con el cinturón de seguridad, no puede acompañar la brusquedad del movimiento que le agarra. Una pistola se le ha colado entre las cejas. Con una mano se libera del cinturón. El brazo vuelve a tirar de él y sale fuera, rodando por la tierra. Allí, el de la vejiga tonta le inmoviliza y lo lleva hacia el interior del bosque mientras el que lo ha sacado a la fuerza del vehículo se sube al asiento que acaba de quedar libre y apunta a Dalmau con su arma.

—Ponla en marcha y sigue hasta aquel muro. Luego, me das las llaves y, cuando te avise, te bajas.

Dalmau obedece. Diez, veinte, treinta metros sobre la arenisca y los baches. El hombre que le está apuntado con la pistola trata de tranquilizarle con frases que ambos han oído mil veces antes.

—… no te pasará nada. Ni a ti ni a tu amigo.

El encargado está siendo atado a un árbol, con la boca tapada con un trapo y cinta aislante. No le han golpeado. Solo le han zarandeado y empujado. Les jura que no llevan dinero, que el porte está ya pagado, que… La bofetada suena como una broma de payaso. El encargado calla. El matón se asegura que esté bien atado. Cuerdas de escalada. Apliques y cierres. Luego se aleja para poder ver cómo va el asunto con Dalmau.

Este se apea de la furgoneta donde un tercer asaltante le ha abierto la puerta y recibe las llaves del vehículo. El que estaba sentado a su lado también se ha apeado, haciéndose cargo de Dalmau. El otro asaltante, un tipo moreno, sudamericano, que no pronuncia palabra alguna, se sube a la furgoneta, la pone en marcha y vuelve a la carretera tomando la dirección contraria a la que llevaban en el momento que pararon.

Dalmau es agarrado por el brazo. Nota la presencia del revólver contra sus costillas, como el colmillo de una bestia que puede, que, de hecho, va a morderle sin razón ni lógica alguna. Basta con que el animal quiera. Álex trata de mantener la calma. No quiere que le maten. No quiere acabar así. Un chispazo le trae a la mente a Francis. Ese papel era suyo. Ese no era uno de sus trajes y ese destino no era el suyo sino el de su amigo. ¿Lo sabría él? ¿Estaba Mr. Frankie en esa historia? No podía creerlo pero, si fuera así, si le estaba utilizando, al menos Dalmau creía que aquello no iba a acabar en un disparo en la nuca. Podía estar equivocado con Francis pero no tanto. A menos que todo hubiera sido la puñetera buena suerte de Mr. Frankie. En ese caso todo podía pasar. Incluso que le mataran.

El tipo que habían recogido en el puerto viene hacia ellos. A Dalmau le tiemblan tanto las piernas que apenas puede caminar. Por eso entre los dos asaltantes le cogen por los brazos para internarse en el bosque.

Al bosque uno va a que le maten, ¿no?

Pero Álex no quiere morir. Quizás si hace un movimiento rápido y brusco y echa a correr y…

Lo intenta. Se suelta de uno de los asaltantes pero el otro está al quite y le da un cabezazo a un lado de la cara. Una luz amarilla le estalla como un fruto maduro dentro de la cabeza. El siguiente testarazo es en la nariz. Lo llevan a rastras. Uno de los matones decide que antes que atarlo al árbol será mejor quitarle los nervios. Pero no allí. Aunque hay apenas tráfico no dejan de estar cerca de una carretera. Por eso vuelven sobre sus pasos, arrastrando a Dalmau. Recorren el muro que deja paso a una reja metálica y se detienen junto a una construcción abandonada, una casa vieja con ventanas tapiadas, pintarrajeada con grafitis, esvásticas y consignas a la lucha en rojo.

—¿Te vas a quedar tranquilito, eh, idiota? ¿Verdad que sí?

Dalmau no contesta. Por eso lo arrojan contra la reja metálica. Uno y otro empiezan con los golpes. Un puño impacta en el ojo que ya está lastimado y que se le apaga por completo a Álex. Estómago, costado, otra vez cara. Las rodillas de Dalmau se doblan y cae. Desde el suelo, las patadas. Álex trata de patear desde el suelo, a ciegas y alcanza un tobillo. Eso le anima. Solo quiere quitárselos de encima y salir a la carretera o esconderse en el bosque o cualquier cosa que le salve de las balas, de los golpes, de morir. El matón se duele de la patada. Ese momento es aprovechado por Dalmau para enderezarse y hundir el puño en la entrepierna del asaltante quien expulsa todo el aire que tenía en los pulmones. El otro trata de golpearle en la espalda con la pistola pero Álex se cubre con su compañero mordiéndole en el hombro. Aquel tira hacia atrás, en una embestida violenta contra la verja metálica pero Dalmau no le suelta ni deja de morderle hasta que teme perder los dientes.

Dalmau da contra la verja y el asaltante que queda entre él y el que empuña la pistola se muestra juguetón ahora al saberse dominador de la situación. A esa distancia puede matarle con facilidad. Lo saben los tres. Puede esperar que se mueva o puede que no. En eso, se oye el ruido de un motor que se acerca por la carretera. Dalmau y sus atacantes saben que aquello ha de resolverse ya mismo.

—¡Dispara, dispara, carajo!

Pero no lo va a hacer. Las órdenes eran nada de muertos. Un atraco que aparecerá en las últimas páginas de los periódicos. Un robo de material industrial y punto. Y aunque tiene ganas de descerrajarle un par de tiros a ese histérico, el pistolero no lo hará a menos que sea imprescindible.

Y ahora ese coche.

Dalmau ve en él su única oportunidad, así que empuja al matón que tiene cogido por la espalda y lo empuja contra el otro con la buena fortuna que la cabeza de uno golpea contra la nariz del otro y el dolor le da los segundos necesarios para ganar algo de ventaja y echar a correr hacia la carretera. El coche, blanco, está a punto de superar el lugar donde está él. Sale Álex gritando, con los brazos en alto. El vehículo pasa por su lado pero desde el principio Dalmau tiene la certeza de que no le verá ni escuchará sus chillidos: como tantas otras veces en su vida, Álex Dalmau ha resultado ser invisible.

Deja de correr. Al girarse, los tiene allí. Uno de ellos, el que tuvo aprisionado contra la verja metálica, se le abalanza furioso y con la pistola en la mano le golpea en la cabeza cerrando en negro su consciencia. Luego, Álex nota como sus pies son arrastrados para desandar el camino que pudo ser y no fue el de su salvación.