39

TE NECESITO

Como un ladrón o un amante, Francis entra tras Marisol cerrando la puerta. La chica sabe que Mr. Frankie no quiere estar ahí. Que se quedará poco. Que tiene unos minutos para convencerle, para, sin él saberlo, sustituir a Xavi.

Petita, tens pirules per dormir?

Mr. Frankie se deja caer en la vieja butaca que queda frente a la cama. Marisol repara en su mal aspecto. Pálido, nervioso, en tensión. Da la sensación de un cuerpo al que hubiera abandonado toda suerte de vida, el hombre de paja de los cuentos al que se le retira el privilegio de ser humano. Están a oscuras. Tampoco dicen nada más que el eco de la pregunta de Francis, quien se mesa los cabellos casi con rabia. Mira la negrura a su alrededor solo rota por la lucecita roja que señala que un aparato de radio sigue funcionando desde su corazón de pilas y la luz del flexo de la mesilla recién encendida por Marisol y que duele como un aguijón en los ojos.

—¿Qué te pasa?

—Que no puedo dormir.

—No es eso. Enciende la luz.

Mr. Frankie resopla. No quiere enfrentarse a la mirada de Marisol. Nunca se le ha dado bien defender un estado de ánimo distinto del que siente. La cara le habla. Ha mentido mucho y bien pero, cuando lo ha hecho, siempre ha sido dentro de una cierta dramaturgia, con la posibilidad de salir mejor parado. En cambio, cuando ha tenido que defender una situación que cayera como plomo, siempre le traiciona el rostro, un gesto, las palabras que dice o no dice. Sabe que esta noche no será una excepción.

—Mírame a la cara, ¿o es que tienes miedo de mirarme?

Francis obedece.

—¿Qué? —le pregunta lanzándole como dos tiros una mirada a la cara de la mujer. Pero solo unos instantes. Luego los ojos se le caen al suelo como persianas con las correas cortadas.

—¿Qué pasa Francis?

—Nada.

—Estás metido en un lío, ¿no?

—No.

—Dime la verdad.

—Es sencillo. Estoy harto del viejo y me largo.

—¿Y yo? ¿Qué pasa conmigo?

—¿Qué quieres?

—Conozco esa mirada de fiera asustada. ¿Qué coño tienes ahora en la cabeza?

Marisol deja de hablar. Se cansa. Le duele. No reconoce su propia voz. Está segura de que hasta le ha cambiado el tono. Coloca su mirada en el techo. Busca uno de los almohadones que se le han escurrido. Ha de dormir un poco enderezada para combatir las apneas. Francis distinguiría esa nueva respiración entre cualquiera otra.

—¿Me lo vas a explicar?

—No.

—Como quieras. Pero antes de echar a correr necesito que hagas algo por mí —Calla. Traga. Duele—. Dependo en cierto modo de ti. Y no me va bien que te cagues en los pantalones y te me vayas y me dejes tirada.

Silencio. La chica entiende que no puede perderlo por un mal tono o por no conseguir la reacción que espera de él. Es esencial dar con la tecla adecuada. Cuando vuelve a hablar su voz tiene ahora una calidad distinta, como si sus palabras salieran de un lugar más cálido que de donde lo podían hacer hasta ahora.

—¿Sabes de qué me acuerdo, Francis? De que nunca, como ahora, atendías a nadie. A mí, al menos, no. Aunque supongo que era un poco pesadita.

Hace mucho que no habla tanto. La garganta le empieza a quemar.

—Siempre andabas por casa con tu dichosa guitarra a cuestas. Cuando te hablaba hacías como que me escuchabas pero seguías doblando los dedos sobre las cuerdas, muy lejos de todo lo que yo te podía estar explicando. De vez en cuando decías «sí» o «no». Era una guitarra rosada.

—Con incrustaciones de nácar en los trastes.

—Y todos aquellos discos. ¿Cuántos tenías? ¿Mil? ¿Qué hiciste con ellos?

Francis se encoge de hombros. Sabe qué hizo, cómo y para qué pero no quiere oírselo decir.

—Los querías más que a las personas.

—La gente nunca fue muy real para mí. No sé cómo explicarlo. Las canciones sí que lo eran, atraían el resto de cosas hacia mí. No sé, algo así.

—De cría estaba loca por ti.

La conversación casi agradable indica a Francis que eso no debería ser así. Doña Imma y su charco de sangre se le aparecen detrás de los ojos, en proyección privada y obsesiva. Hace algo de calor. El cuerpo de Marisol brilla. Francis tiene empapada la camiseta. Ha de detener esto. Ha de dormir. Necesita esas pastillas.

—Francis, he de irme de aquí.

Petita

—Me encuentro mejor. En serio. No voy a hacer ninguna tontería. Te lo juro. Ya sabes por qué no puedo seguir aquí. Me vuelve loca la situación. ¿No lo entiendes? El viejo me tiene donde siempre me quiso y no es justo, es una horrible monstruosidad. No hace falta que te lo explique, ¿no? Hasta hace unos años tenía una orden de alejamiento. No sabías eso, ¿verdad? Y ahora lo tengo haciéndome sopitas.

Francis lo entiende. No hace falta justificar su deseo de huir. Pero él no puede cargar con más peso en su globo.

—Podría estar en casa de Mayka. Debería haber ido allí. Ya he hablado con ella. Necesito que hagas entrar en razón al viejo. Que lo asustes. Que si me viene a buscar, tú estés ahí para sacármelo de encima. Nunca te he pedido nada. Te lo pido ahora.

Sí, sí, sí, pero no va a poder ser. Mr. Frankie ha de irse. Tiene un tejado que arreglar en no sabe dónde. Tiene una cita letal para mañana o pasado. Una vieja muerta en el primer piso.

—Hay más.

—Siempre hay más…

—Sin dinero no hago nada. De momento no voy a poder trabajar y necesito pasta. Para ir tirando y para pagarme las operaciones que me permitan dejar de sentirme esto.

—Yo no tengo nada.

—Ya lo sé, Francis, por el amor de Dios.

—Y por las operaciones, en el hospital nos dijeron que…

—No tengo tiempo para listas de espera.

Una ráfaga de viento mueve las cortinas como si fueran la falda de la chica bonita que un día fue Marisol. La brisa refresca la habitación. Marisol no puede continuar hablando tan seguido. Carraspea. Es paradójico, piensa Francis, esa mujer aún quiere vivir, tener lo que le corresponde. Mientras que él quiere morir, renunciar a lo que le queda.

—Sé dónde conseguirlo. En cierta manera es mío. Para ti también habrá. Tienes que pagar las pensiones esas, no…

—¿Qué coño me estás proponiendo?

—Ir a la torre de don Damián y llevarnos lo que podamos.

—Estás loca.

—Me lo debe. No me protegió. No se ha hecho cargo de mí. Me ha dejado abandonada como una leprosa. Es lo mínimo, ¿no crees?

—Pero…

—Es fácil. Yo sé dónde tiene el dinero. De hecho, está por todos lados. Y una caja fuerte, con documentos, que igual ahora ha cambiado la combinación pero si no, la sé. No hay alarma en la casa. Lo parece pero no es así. Los perros me conocen. Es llegar, cogerlo y largarse. Hay veces que ha habido mucho dinero, Francis.

—Marisol… ¿Tú estás loca o qué? ¿Cómo sabes que no habrá nadie…? Igual está Timón o él mismo.

—Él está en Portugal. Lo sé seguro. Me lo ha dicho Mayka. Volverá el domingo. Por eso, ha de ser mañana mejor que pasado. Nos vamos, cogemos el dinero, me llevas con Mayka y después…

—Hostia puta.

—Francis, dame la mano. —Él se la da—. Somos más que hermanos ¿no? —Los ojos de Francis se le humedecen: demasiadas cosas juntas—. Cuando volviste, ¿a quién acudiste? ¿Qué hice yo? Solo te pido que esta vez me dejes en otro sitio desde el cual pueda empezar de nuevo. Lejos de tu padre, lejos de todos y con dinero para no depender de nadie.

Se interrumpe. Francis necesita aquel silencio. La dejará seguir.

—No corremos el más mínimo peligro, de verdad. Si vemos cualquier cosa rara, siempre podemos argumentar que yo quería hablar con Damián y ya está. Podemos ampararnos en eso. Es una buena excusa, ¿no? Y tú también tendrás dinero. Para liquidar lo que debes a Carol. Para dárselo a Víctor. Te irás pero dejándole bien y así podrás volver cuando quieras a él.

No, no podré, piensa Francis, pero en otras circunstancias, no sería un mal plan.

Marisol tose ahora como si se fuera a partir en dos. Parece como si la garganta se le hubiera cerrado junto a los pulmones. Francis la abraza contra él. Una nueva bocanada de aire pasa por su garganta arañando como un gato en una bolsa.

No parlis més, petita.

Marisol con una de sus manos abre uno de los cajones de su mesilla y le entrega la caja de somníferos a Francis. Este la acepta diciéndose que no es parte de ningún trato, que no está diciendo que la va a ayudar.