LA ARAÑA Y LA MOSCA (III)
Lleva días tomando solo la medicación que le evita los dolores insoportables. La mínima que le permite dormitar pero, para lo bueno y para lo malo, su cabeza ya no anda encerrada en jaulas de cartón mojado. Su voluntad es algo más que acopiar fuerzas para rechazar la comida o decidir si interrumpe el sueño a media tarde para que el de la noche sea más profundo. El precio de no someterse a las medicinas es ver las cosas en su forma más descarnada. El precio a dejar de tomarlas es el dolor. La rabia. Culpabilización. Soledad. Más dolor. Más rabia. Lucidez al fin y al cabo. El volver a tirar los dados cien envites con los nombres de Amoah, Damián, Xavi y Paco con la esperanza de que, por una vez, el dibujo que quede sea algo que Marisol pueda entender y aceptar. Francis no tiene ninguna cara en sus dados. Al menos hasta hace unas horas. Hasta que se ha enterado que, al parecer, se marcha.
Otra vez.
¿Cómo no?
Después de la pelea entre Paco y su hijo, aquel cerró la puerta del comedor y aún sigue allí, horas después, con la tele encendida. Marisol cerró la suya enseguida temiendo que el viejo entrara a darle explicaciones o vete a saber qué. Es la primera vez que Francis, abiertamente, reconoce estar al tanto de todo aquello.
¿Desde cuándo lo sabía?
¿Qué lo ha hecho explotar?
Da igual. No arregla nada para Marisol, sino que lo precipita absolutamente todo. Francis se escapa. En cuestión de horas si es que no lo ha hecho ya. Los tiempos se han recortado. Quizás sea mejor. Xavi no da señales de vida y Francis está aún aquí. Cambiará de caballo. No parece tan mala idea. Por eso está en la habitación de Francis. Frente al espejo de cuerpo entero que hay en la parte interior de su armario. Desnuda por primera vez desde que es un monstruo. Está en la habitación de Francis porque su hermanastro ya tiene cara en su dado.
Entró con las luces apagadas. Se quitó el pijama. Una vez frente al espejo levantó la mirada y se vio. Hoy debía —con o sin valor para ello— hacerlo. Verse y desmoronarse o luchar. Saber qué podía hacer y qué no. No hay mejoría ostensible: la piel se ha contraído en los sitios donde el ácido más la ha mordido. En el pecho, el brazo y una parte de la cara, incluido el cuero cabelludo. Desde el primer momento todos se han empeñado en decirle que ha tenido suerte. El ácido rebajado con agua. Las partes dañadas. Los ojos apenas afectados —una lesión en la córnea que derivó en una conjuntivitis aguda de neblinas esporádicas y legañosas—. El conducto respiratorio a salvo gracias a las tetas de silicona que se colocó en su día. Lo peor es el brazo, cuarteada la piel, sonrosada, blanca y violeta. Y la cara, la parte inferior del lado izquierdo de su cara, arrasada como un villano de cómic.
Nunca más se cortará el pelo. Ya lo decidió en el hospital. Se cubrirá ese lado del rostro como solían hacer las viejas vampiresas de las películas en blanco y negro. Llevará siempre gafas contra los rayos de sol y las miradas impertinentes. Se encerrará en su concha hasta que deje de importarle cómo la miran y luego saldrá a la vida siendo otra, inaccesible al dolor.
No quiere sentirse marcada por sus pecados y los del mundo.
Quiere que todo eso la haga fuerte.
Libre de todos los hombres de la Tierra.
De hecho, no quiere nunca más un hombre.
No depender de nadie.
Y para ello necesita dinero y no lo tiene.
He aquí un problema que cree saber cómo solucionar, aunque no esté Xavi.
Xavi. Sin Xavi. Xavi. Sin él.
Marisol sabe que la medicación que ha dejado de tomar le evitaba esas cosas hirviéndole en la cabeza. Dopada nada permanecía en su atención más que unos segundos. Diluía a Xavi en una melaza triste y somnolienta, algo muy parecido a la melancolía, a la esperanza de los piadosos.
No ha de dejarse llevar por el dolor, tampoco por el recuerdo de todo aquello.
Ha de pensar que necesita dinero, incluso para vengarse de Xavi. Recuperarlo. Matarlo. Olvidarlo para devolverlo, llegado el momento, a la vida.
Dinero para operarse si la Seguridad Social se alarga en las esperas o ya no lo pagan o no pueden hacerlo.
Dinero para operarse diez, cien veces si es necesario.
Dinero para volver a tener su casa, un piso o apenas una diminuta habitación, una cocina, un salón y puertas con cerrojos y cerraduras con una sola llave, la suya.
Dinero para escapar de Paco y sus sopitas y su redención de ancianito bueno.
Dinero para comprar cigarrillos que aún no puede fumar. Comida dulce y suave, fruta, piñas, naranjas aunque aún le cueste tragar cualquier cosa.
Dinero para ropa bonita.
Dinero para ser otra.
«Ha tenido usted suerte», le decían médicos y enfermeras.
¿Sí?
Frente al espejo se levanta las tetas, que le duelen y se gira y se viste y sale de aquella habitación, llorando sin lágrimas, reseca.
Xavi.
Dinero.
Francis.
Se levantará por todos aquellos que creen que no lo hará.
Sí.
Por el moro hijo de puta con el que fantasea encontrárselo cara a cara y que se enfrente a lo que ha hecho, su impotencia de hombre, su cobardía, antes de matarlo con sus propias manos.
Por don Damián.
Por Xavi.
Por Paco, por supuesto, para que vea que ni así será suya.
Por Francis que quiere abandonarla una vez más.
Por aquellas personas decentes que la mirarán y se sentirán seguras en esa suerte de cruel justicia suya que le roció con ácido la cara.
Te follaste a un moro y te quemó la cara. ¿Qué es lo que no esperabas que te sucediera?
Antorcha a la pira, fuego a la bruja.
Ha de hablar con Francis. Llegar hasta Xavi, saber en qué bando anda este último. Entenderle. Le gustaría mirar la tele pero está el viejo. Su cabeza se le deshace encima de los hombros. Es posible que vuelva a tener fiebre.
Ojalá pudiera hacerlo todo sola, pero no puede.
Le aterra salir de casa, aunque en estos momentos la desesperación le dice que hoy podría.
El viejo sabe de su pánico. O cree saberlo. Cree que ella es un pájaro con las alas rotas. Pero se equivoca.
Si pudiera hablar con Lady Claire. Ella le diría qué hacer. Cuándo hacerlo. El mal negro que se ha apoderado de Xavi. ¿Qué debe de haberle pasado? Eran amigas. Ella lo creía así. Debe de haber sido algo muy urgente, muy grave para desaparecer así, sin más. Igual se ha muerto. Igual volvió a Cuba. Igual le ha tocado la lotería. ¿Qué tonterías estás diciendo? Está muerta. El moro también la mató.
Eso tiene y no tiene sentido.
Vuelve a la habitación. Se tumba en la cama y busca en el dial su emisora favorita. Cuando se vaya le regalará esa radio a doña Imma. Marisol rompió la suya en el hospital. Francis le compró la que ahora tiene. Quizás baje mañana mismo hasta su piso y le dé una sorpresa. Es una buena idea. Le gustará poder hacer aquello.
La puerta. Francis. Asustado y arrepentido de no haber insistido en quedarse a dormir en casa de Liz o haber estado aquí y allá el resto de la noche. Pero sabía que debía acudir al piso. Comprobar que todo sigue igual. Dios te ha permitido llegar a la mañana siguiente. Aprovéchalo.
Mr. Frankie abre la nevera. Da un trago a morro de la botella de agua. Escucha el chasquido de la puerta de Marisol. No, no quiere hablar con ella. No quiere verla. No quiere entrar en aquella penumbra, en aquel asfixiante olor dulzón en el que vive. No.
—Francis necesito hablar contigo.