UN TEJADO QUE ARREGLAR
Liz, para poder fumar, se ha quedado sentada en las mesitas de la terraza del Quimet, que da a uno de los callejones de la parte vieja de Horta, la de las casas bajas y las fuentes a pie de calle. No es difícil de adivinar —por cómo coge el cigarrillo y se lo lleva a los labios o cómo saluda a Francis nada más verle llegar— que anda justita de los nervios. No todos los días guardas un secreto que, de desvelarse, te llevaría a la cárcel.
¿Hubiera hecho él lo mismo por ella?
Sí, se dice Francis, pero no está del todo seguro.
Ella siempre fue mejor que él.
—¿Cómo estás?
—No lo sé.
—No le des más vueltas, Liz. Me entrego.
La chica mira al cliente de la mesa de al lado. Es un veinteañero abstraído con un portátil de los que penden unos auriculares blancos insertados en las orejas, tomando una infusión que ya se le ha enfriado.
—En cuanto pueda arreglar unas cuantas cosas, voy a comisaría y ya está.
Francis pretende dejar fuera de la partida a la chica. Entregarse no es ya ni siquiera una opción. Pero ha de parecer convincente.
—Podré aguantar.
—Sabes que no.
—En el fondo eso no importa. Es una forma de acabar. Hubiera sido mejor no aparecer por aquí.
No, no valió la pena que volvieras para esto, Francis. Claro que no. Y eso que Liz deseó que lo hicieras años y años. Tanto tiempo que, al final, domesticó aquel deseo así como la renuncia posterior al mismo, y el deseo dejó de doler. Pero ¿para esto? ¿Para acabar así?
La mujer sigue en silencio. Se muerde el labio inferior. Es absurdo lo que está arriesgando a cambio de nada. Pero ese tío aún le importa más de lo que quiere reconocer. Ahí lo tiene con su piñata hecha un calvario, metido en problemas, sin saber qué demonios hacer con su vida dentro de la Vida. Pero todavía tiene ese algo que hace que a la gente le guste estar a su alrededor, preguntar el precio de sus facturas. Y pagárselas.
¿Motivos para dejarle tirado? Mil. Un millón.
¿Entonces…?
Es difícil de explicar.
Hay un código en la gente corriente.
Un lenguaje de lealtad sin muchas palabras ni teoría alguna.
Es solo no fallar a tu gente. A quien amaste. Hacer de tu vida algo. Ver el momento y no dejarlo pasar. Sí es difícil de explicar.
—Hemos de pensar rápido y bien. Todo puede estallar a las primeras de cambio. —El del portátil desmonta el campamento y se larga—. Yo tenía un plan para ganar tiempo.
—No te líes, Liz. Puedes perfectamente quedarte fuera.
—Demasiado tarde, ¿no?
El camarero se acerca, sonriendo. Reconoce a Liz como habitual y de ahí esa mueca amable. Toma nota de las dos cervezas.
—Bueno, ya hemos escuchado tu plan gallina. Ahora escucha el mío. Hay una posibilidad, ni pequeña ni grande, que no tiene por qué llevarte a ser relacionado con aquello. Si te han visto, la has cagado pero si no… ¿por qué tú y no cualquier otro? Puede haber entrado cualquiera a robarla. Pasa muy a menudo.
De repente entra por la calle de abajo un coche de policía. Liz y Francis se tensan. Este casi puede visualizar el vehículo parándose, la pareja de mossos viniendo hacia ellos, la detención. Pero se rebaja esa tensión al comprobar que solo son urbanos y que pasan de largo.
—Déjame acabar. Mi madre lleva meses dándome el coñazo con que suba al pueblo a encargar a unos paletas que se metan a arreglar el tejado de la casa que era de mi abuela. Alguien tiene que ir con llaves y organizar un poco todo.
Francis no puede evitar una sonrisa.
—¿De qué te ríes, idiota?
—De cómo va pintando el plan.
—Digamos que en ideas brillantes no eres un amor.
—Ok, ok.
—Puedes subirte cuando quieras. Hoy mismo.
—Hoy no puedo. He quedado mañana con Víctor —Francis omite lo del juicio porque, aunque en su cabeza tiene un sentido acudir, puede ser perfectamente una estupidez y no está dispuesto a discutirlo.
—Vale. Pues lo antes que puedas. Yo no podré subir hasta el sábado a primera hora, después de la verbena. Lo he preguntado y mi jefe no me da el viernes fiesta. Subo el sábado y me bajo el lunes de madrugada. Hablo con la familia y los paletas para que no se extrañen. Te presento y esas cosas.
Como Francis no dice nada, Liz prosigue con su exposición.
—Puedes quedarte allí el tiempo que quieras. El pueblo está en Zaragoza. Se llama Erla. ¿Conoces las Cinco Coronas?
—No.
—Bueno, es igual: son tres, cuatro horas de coche. El pueblo es pequeño, poca gente. Nadie preguntará mucho. Si te buscan, allí no te encontrará nadie. Eso fijo. Desde allí podemos manejar mejor lo que vaya sucediendo.
Tiempo de prórroga. Unas cuantas bolas extras.
—Tendrás que dejar el curro o fingir una baja.
—Ya lo he dejado.
—Perfecto. ¿Lo has entendido? ¿Sí? ¿Tienes pasta? Toma —le entrega un billete de cincuenta euros—. Me los debes, no creas. Y aquí tienes el horario de los autobuses. Salen de plaza Espanya.
El plan no es malo del todo, piensa Francis. Pero nunca le gustó darle otra vuelta a una canción que ya creía acabada, aunque fuera para mejorarla. En el momento en que Francis había decidido su final, se tranquilizó, tuvo el control. Algo que Liz y su nueva opción acababan de desbaratar abocándolo a la ansiedad.
—No se lo digas a nadie. A nadie. Y si ves cosas raras, pírate pero cagando leches.
—Erla.
—Sí. ¿Entendido?
Francis asiente. Aún ha de pedirle si puede dormir esta noche en su casa. Seguro que Liz prefiere que no. Francis se da cuenta de lo que le va a pedir pero, a pesar de eso, abre la boca y lo pide. Y aunque la mujer está dispuesta a contestar afirmativamente calla esperando quizás que Francis rectifique.
—Sí, sí, sin problema es solo que…
—No, Liz. Es un suicidio. Dormiré en casa y ya está.
La mujer no insiste.