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DOS PISOS BAJO TIERRA

La vieja está muerta.

Dos pisos más abajo, tornándose azul, mármol, pudriéndose de poquito a poco.

En una semana deberá de empezar a oler.

Supone.

Eso pasa en los telefilmes.

En la cama, él, Francis, sigue inmóvil, vestido con la ropa y el cuerpo empapados con el sudor ya frío de aquella madrugada.

Se imagina andando, de noche, por una fina línea amarilla en una carretera perdida. Se ve pisando el suelo mojado, descargas eléctricas, sin descanso nunca más.

Estornuda. Rastros de cocaína. También en el segundo y el décimo estornudos, y con ellos la clarividencia locuaz se desvanece.

Su padre se está levantando. Pasos arrastrados, puertas, inodoro. Medicación, desayuno, leche de almendras.

Hijo de puta.

El honorable don Paco Aliaga.

El que trataba de cortarle el paso en el pasillo cuando quería largarse.

El del cinto.

El que ensuciaba lo nuevo y hermoso que Francis pensaba, quería o decía. El que lo corroía todo con su resentimiento y amargura. Inmovilismo cobarde de dejar pasar los días y la vida, la suya y la de los demás, vaciándolas de emoción y sentido.

Hijo de puta, te odio.

Y a mí por haber vuelto.

Porque aún se permite don Paco Aliaga vivir de aquello de que el tiempo le ha dado la razón y ahora que vuelven sus ideales y los rusos y bla, bla, bla, mucho más mientras que los sueños de grandeza de Francis han sido las babas de un borracho, las ilusiones de un tonto.

No, yo no tuve razón, papá, pero tampoco tú.

Eso tiene que quedar claro: nadie acertó. Nadie eligió bien. Ninguno de los dos tuvo la más mínima oportunidad de conseguir nada. Eso ha de quedar claro, ¿lo entiendes?

El viejo se marcha. Mejor. Vete.

Hijo de puta.

El honorable don Paco Aliaga.

Y ahora además está lo otro. Algo que no quiere, que no quiso nunca que fuera suyo. Que nunca le dio la más mínima credibilidad hasta estos días, quizás porque ahora necesita hallar más culpables que él mismo. Aquellos personajes —su madre, su padre, Marisol— nunca le parecieron creíbles cuando él era joven. Su solipsismo absoluto hizo que todo lo que no fuera Francis no existiera, no tuviera apenas peso a su alrededor. Ni Marisol ni su padre daban el tipo. Ni la petita era una mujer pusilánime y asustadiza ni Paco un salido, mucho menos un violador. Y luego estaba el papel de su madre. Y el suyo, joder, aunque no sepa cuál es. ¿Pasó cuando él andaba por aquí? ¿Fue cuando se largó y eso es lo que siempre le ha echado en cara Marisol…?

¿Qué más da ahora eso, Mr. Frankie?

Te van a pillar. Tienes a una tía muerta abajo. Te meterán en la cárcel con todos aquellos tipos oscuros. Se te acabará la cuerda. El poder ir de aquí para allá. Has asesinado a la vieja y lo has hecho por nada. Has matado a una buena mujer que solo quería hacer caldos, ver la tele y llevar al viejo a bailar. La has matado, idiota. Volviste al barrio para eso. Para ver cómo tiraban ácido a Marisol, para saber que tu padre se la tiraba de cría, para matar a una inocente.

Grande, muy grande, Mr. Frankie.

Dime una cosa, Francis: ¿qué pensará Víctor de ti?

Lo has hecho con él muchísimo mejor que Paco contigo, ¿verdad? Seguro que sí. Cuando el chaval se entere de todo, ¿cómo le aguantarás la mirada? ¿Te dará tiempo a poder explicarle que, en el fondo de aquel lío, había una buena intención? ¿Qué eres? ¿Un enfermo, un adicto, que te metiste su pasta por la nariz?

¿Qué piensas decirle?

En el fondo lo sabe.

Le dirá lo de siempre.

Le dirá: no sé.

No sé.

No sé por qué.

No sé en qué estaba pensando.

No sé por qué hice eso.

No sé.

Las mismas respuestas del Yonqui No Sé de toda la vida.

Supongo que no sé.

Cree recordar que escribió una canción sobre eso.

Y si no, debería haberla escrito.

No sé.

Pero su hijo, su mirada, su pérdida es lo que más le aterra. Todo lo demás: morir, escapar, que le metan dentro, cualquier cosa, no le importa, pero Víctor, haberla jodido con él, eso le duele tanto que sabe que no podrá soportarlo.

Habértelo pensado antes, Francis.

Sí.

Sabe que ha de llamar a Liz. Decirle que todo fue bien anoche. Que le hizo caso en todo. El último acto fue macabro. Estar metido en una pesadilla, en un túnel de piel y huesos. Entró en el piso de la muerta. Encendió la luz del pasillo. Tenía miedo de ver llegar a doña Imma por su propio pie, menuda tontería. Sabía que debía ir hasta el comedor y lo hizo. La vieja estaba en el mismo sitio. La sangre lo inundaba todo. Tuvo la precaución de no pisar esa sangre. Era un alivio que no hubiese ningún piso abajo, pensó. La tele seguía encendida mostrando, de un modo grotesco, cómo una tía blancucha y estúpida fingía masturbarse y correrse. Con la manga de su camisa cubriéndole las manos cogió el mando a distancia para apagar el televisor. Debía colocar todo aquello para que pareciera un resbalón accidental. Al menos hasta que alguien le diera por investigar un intento frustrado de sacar dinero del cajero. Algo que, a ratos, se le antojaba a Francis como inevitable y a ratos como improbable. Colocó las sillas en su sitio. La bata desgarrada de su solapa era una prueba contundente de que alguien quiso cogerla o zarandearla pero poco podía hacer, ya que quitársela sería una estupidez que hasta él podía ver. Dejó encendida la luz del comedor y fue hasta el dormitorio. Recogió la cartilla de ahorros del suelo y la metió en la caja de galletas, cerrándola y dejándola encima de la cama ya que desconocía cuál era su sitio y pensó que era mejor eso que aventurar un lugar que alguien pudiera desmentir. Desanduvo sus pasos hasta la puerta de la entrada, miró por la mirilla. Oscuridad. Salió. Cerró con llave consiguiendo no hacer ningún ruido. Luego subió al coche y a la media hora, un semáforo le detuvo. Francis se apeó para tirar las llaves por las rendijas de una boca de alcantarillado. Luego, siguió dando vueltas hasta que al poco decidió regresar, meterse en la cama, tratar de dormir.

Bajo la ducha, Francis repara que se ha olvidado conectar el calentador. Se castiga el olvido con agua fría. Ruidos en la casa. A veces olvida que Paco y él ya no viven solos. Que tienen una pobre alimaña en una habitación, a oscuras a excepción del haz de luz de un flexo. Sale desnudo al pasillo. Paco entra y le ve. Impulsado por un resorte chasquea la lengua, maldice, se lamenta, todas las prestaciones de ciudadano ofendido, de padre injustamente tratado, de hombre de otra época llena de valores sólidos y entereza moral.

—¿Qué pasa? ¿Te molesta verme en bolas? ¿Sí? ¡Vete a tomar por saco! —le espeta Francis antes de encerrarse en su habitación.

El viejo grita en la cocina.

Francis, vistiéndose, echa un vistazo al móvil y ve un par de llamadas de Liz. No quiere, no puede hablar aún con ella. Opta por enviarle un «Todo OK» y emplazarse para luego. No quiere estar ahí. No sabe qué hacer el resto del día hasta que se vea con Liz. De no estar Paco vociferando, se quedaría tumbado en la cama viendo pasar las horas pero sabe que no le dejará en paz. Nunca lo ha hecho. Le enfurece que no sepa parar. Que no sepa leer cuándo es un buen o mal momento para los gritos. Pero su padre quiere fiesta. No es buena idea, Paco, se dice Francis.

Fiesta y como siempre: a gritos. Los de su padre y su madre, normalizados, casi tediosos, parte del sainete de la convivencia conyugal. Gritos por todo y para todos. Los gritos de él con su padre y su madre. Los de estos con la adolescencia de Marisol. Los gritos de, con, para los antiguos vecinos, todos enloquecidos, todos gritando por todo.

Gritos.

Paco sale de la cocina. Lleva en la mano el cuchillo de cortar el pan y grita. ¿Qué coño pretende?

—Te dejé volver aquí con unas condiciones, no para hacer lo que te diera la gana, ni mucho menos para que me faltaras al respeto.

—También esta es mi casa. La casa de mi madre, ¿recuerdas?

—No vayas por ahí.

—Pues deja de perdonarme la vida. ¿Qué te importa a qué hora llego, si cruzo el pasillo enseñando la minga o lo que hago con mi puta vida? Tengo casi cincuenta años, viejo, ¿crees que quiero escuchar tus comentarios, tus quejas y tus gilipolleces como si tuviera quince?

—Aquí vive gente.

—A ella no le molesta nada. Bueno, tú.

—A mí me molesta. Al dueño de la casa. El que te deja vivir en ella.

—¿No te has enterado de que tú no eres nadie? ¿Aún no lo sabes? Nadie. Que no has sido nunca nada para nadie. ¿No lo entiendes? No puede ser que no lo sepas. No has sido nada. Y no has construido nada. Ni tu gente ni tú. Nada.

El viejo da un paso hacia Francis con el cuchillo en la mano. Ambos saben que más allá del mango negro hay un filo inofensivo y mellado, incapaz de hacer otra cosa que elevar la discusión hasta un lugar en la que no se pueda obviar. Pero es un cuchillo. Es violencia. Los dos conocen ese código.

—Eres una basura. Siempre lo has sido. Has destrozado la vida de todos los que han tenido la mala suerte de estar a tu alrededor. Ojalá te hubieras muerto en la barriga de tu madre. La mataste a ella. Perdiste todo lo que te dimos. Estudios, trabajos, todo. Nos venía gente explicándonos cualquier cosa de ti y todas eran verdad, y nosotros a bajar la cabeza y tragar. Que si eras un drogadicto, que si habías matado a su hija con droga, que eras una basura, un animal que no se merecía vivir…

—Puede ser pero con todo eso siempre he sido mejor que tú. Antes y ahora. Yo no me escondí nunca. Soy lo que soy, pero ¿y tú?

—Yo soy alguien que ha trabajado toda su vida como un burro, al que todos respetan, a quien…

—Todos los que no tengan memoria, claro.

El viejo pierde fuelle. No quiere ir por ahí. No quiere ni escuchar cómo se insinúan aquellas mentiras de las que parece que no puede nunca escapar. Baja el cuchillo.

—Quiero que te vayas.

—En nada me largo. Para siempre. Quédate tranquilo por eso.

—Mejor.

—Pero no quiero dejarlo como siempre. Así, a medias. Hoy no. No quiero tu estúpida autoridad moral a mis espaldas. ¿Quién coño te crees tú para juzgar mi vida? Estoy ya hasta los huevos de eso. Ni todo lo peor que he podido hacer yo puede compararse a lo tuyo. A follarse a una niña a espaldas de su mujer e hijo. ¿Qué dices a eso, eh? ¿Qué coño…?

—¡Cállate, demonio!

Paco se abalanza hacia Francis esgrimiendo, ahora sí, el cuchillo. A Francis no le cuesta mucho agarrarle por la muñeca y que suelte el arma. Con la otra mano, Paco intenta arañarle la cara pero no lo consigue. El cuchillo cae al suelo. Mr. Frankie pone su mano en la cara del viejo y le empuja hacia atrás, con lo que cae de culo, en el pasillo. Su hijo, por un momento, piensa en doña Imma y espera que Dios no sea un tahúr todavía más cruel y caprichoso.

—Me voy a ir mañana. Pero hasta que me vaya no quiero que toques nada de mi habitación. ¿Lo entiendes? ¡Eh! ¿Lo entiendes o no? Me llevaré lo mío y se acabó. ¡Pero ni entres a mi habitación! ¿Lo has entendido?

El viejo no contesta. Tiene la mirada más allá de Francis: puesta en Marisol, que está delante de la puerta de su habitación. Ninguno de los dos sabe cuánto tiempo lleva allí. La mujer cruza una mirada con Mr. Frankie en el tiempo que este cruza el pasillo, abre la puerta y sale al rellano de la escalera.

Escalones.

Calle.

A nivel de estrategia, abandonar su domicilio después de lo de anoche es la peor idea del mundo y Francis lo sabe. Pero como siempre le sucedió, en la derrota encuentra la lucidez y también ve claro qué es lo único que puede hacer ahora.

Lázaro nunca recuperó su lugar en el mundo de los vivos, le explicaba su madre al acabar la historia del resucitado. Por eso no debió volver, completa ahora Francis. Tampoco aquel general del rey David. Y es que solo hay una manera, una verdadera manera de escapar y no es sino ser más rápido que la verdad. Y lo que tiene ahora en mente Francis no es ni una buena o una mala decisión. Es lo único que no le hará sufrir.