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BIRBA

Parece que ha acertado, al menos en la decisión de pegarse ese tiro. La coca parece irle frenando el ansia, encerar sus ideas en la cabeza. De camino hacia el barrio, hacia la casa de Liz, Francis trata de estructurar el relato de lo que ha pasado las últimas horas. ¿Cómo ha sucedido todo? ¿Qué posibilidades hay de deshacer el camino, de esconder algo? Sabe que ninguna pero debe pensarlo todo desde el principio para poder explicárselo a Liz. Intentarlo al menos.

Francis aparca encima de la acera. No, no enviará ese mensaje a Liz. Al fin y al cabo, ¿qué podrá hacer ella? Un minuto parado y se va. Deja caer la cabeza contra el vidrio de su ventanilla. La noche se espesa entre los edificios, dibujados tras las montañas, a lo lejos, en Santa Coloma. Dentro de nada algunas ventanas empezarán, aquí y allá, a iluminarse. Cafeteras y lozas cantarinas. Pero su mente no consigue engañarse lo más mínimo. Nada de eso ya es para él.

¿Cómo ha podido pasar lo que ha pasado?

Tu dedo cobarde ha enviado el mensaje a Liz pero aún tienes unos segundos.

Aprovéchalos.

Vete.

Ahora.

Antes de que la veas bajar y acercarse a tu coche.

Pero no te mueves, cobarde.

La esperas en la puerta, como en los viejos tiempos, solo que con peores noticias.

La ve salir de su portería. Va vestida con un chándal que quizás le haga también de pijama y calza zapatillas sin calcetines. Distingue el coche, sonríe y se dirige hacia Francis. Le queda nada para tratar de explicarle lo que ha sucedido. Intentarlo al menos.

Explicarle que después de darle vueltas todo el fin de semana, el lunes decidió hacerlo. Llamó a Mutante y, al salir de trabajar, le compró un gramo. Mr. Frankie conoce su cuerpo. Por eso lo fue acompañando con whisky y mil cigarrillos, en cuanto se despidió de Niño.

Necesitaba ese dopaje porque la vida le andaba superando. En casa, con la pesada de Mayka, en la mensajería. El encargado le volvió a insistir con lo del envío del miércoles. Tanto que Francis no le comentó que en su lugar acudiría un amigo suyo. Y podría haberlo hecho. Francis tenía una citación judicial. Por ley debían permitirle no trabajar el 21. Pero debido a sus ausencias, los adelantos y otras estupideces, Francis entendió ante el rechazo del anticipo que solo estaban esperando la próxima para largarlo pronto y rápido, más aún cuando su valedora había sido sepultada en vida y el amo ya no se la quería follar.

Llegó ante la puerta de su edificio. Le tentaba hacerlo ya mismo pero decidió ducharse, quitarse nervios y sudor de borracho, cambiarse de ropa. El agua templada le fue bien. Llaves, cartera y una sudadera que heredó del hijo de Mayka. Su padre, ante la tele. Marisol y su radio, en la madriguera.

Doña Imma le recibió con una sonrisa alegre y boba. Le preguntó qué quería y Francis le pidió hablar en el interior del piso. La mujer le hizo entrar. Faltaría más. El plan de Francis solo tenía final. Meter la moneda, percutir la bola, la buena, ir haciéndola chocar contra luces y cristales en la máquina del millón hasta la partida extra. El plan de Francis consistía en introducir la mano al primer descuido en la caja de galletas de la vieja y coger toda la pasta que hubiera allí. Las cuotas de la comunidad. Esperaba que hubiera suficiente como para rebajar de forma sustancial las pensiones adeudadas y conseguir un trato de favor en el juicio, ante esa muestra de buena voluntad. Luego, cuando cobrara, se lo devolvería a la vieja. O quizás no. Quizás dejaría que doña Imma se volviera loca pensando en dónde lo habría metido, que ahora no lo encuentra. Pero su propósito siempre fue devolverlo. Joder, sí, lo hubiera devuelto.

Ese era el Plan pero, mientras seguía a la vieja por el pasillo, Francis pensó que igual había una manera más sencilla y honesta de conseguir ese dinero que no era otro que pedírselo. Un préstamo. Una buena obra con niño dentro. Si era necesario hablarían del viejo, de que persistiera, que al final la soledad de él conseguiría llevarle al baile del Centre Cívic, a Benidorm, al asilo que ella eligiera.

Estava fent caldo, vols una mica?

No cal, senyora Imma.

Va sí, que jo en tinc de sobres. Com va la nena? Penso tant en ella. Pobreta.

Francis se sentó en el sillón mientras la vieja trasteaba en la cocina. Trató de localizar inmediatamente la caja de galletas Birba pero en el comedor no estaba, como la vez que vino a que le arreglara el traje. En el Plan de Francis la caja de galletas pesaba toneladas y no se movía nunca del mismo sitio donde se dejó la primera vez. En el Plan de Francis la caja estaría abierta y contendría miles de euros. En el Plan de Francis.

En eso, sonó el timbre. En su Plan eso tampoco sucedía. La vieja salió secándose las manos por la puerta acristalada que lleva a la cocina y refunfuñando, mirando el reloj de pared del comedor. Se quejó de que llamaran a esas horas resultando de modo obvio que la queja nunca podía aplicarse a él o su padre. Cerró la otra puerta, la del pasillo, tras de ella. Francis lo agradeció. Guiado por un presentimiento se acercó a la puerta y la entreabrió. La improvisación del Plan exigía un plus de buena suerte y allí lo tenía. El vecino ruso del ático quería pagar cuotas. Genial. La mujer le riñó sin convicción.

Sempre estem igual amb vostès. He esperado hasta última hora por si venían.

—Es que nos han pagado con retraso este mes…

—Ya, ya, ya… Pero mañana debo ir al banco de nuevo.

—Lo siento, doña Imma. No volverá a pasar.

—Va, no me haga caso. Soy una cascarrabias.

Francis lo oyó. Maldita sea, el dinero estaba en el banco, se dijo. Doña Imma volvió sobre sus pasos para entrar en una de las habitaciones que flanqueaban el pasillo. Al menos, ahora Mr. Frankie ya sabía dónde estaba la dichosa caja de galletas vacía. Regresó al sillón y se mesó con desesperación los cabellos. Fin del Puto Plan de la Hostia. La partida se había acabado a menos que enloqueciera y quisiera doblar la apuesta. Regresa la vieja en dirección a la cocina.

Puc anar al lavabo, senyora Imma?

És clar que sí. Ja saps on és, no? —bromeó doña Imma al ser la disposición de todos los pisos idéntica.

Primera puerta al dejar el comedor. Debía ser rápido. Apurarse con un poquito de fortuna. Empezaron, las notó, las palpitaciones. Allí tenía a la suerte en forma de caja de galletas sobre la cama. Francis llegó y la abrió. Estaban los dos billetes de veinte euros del tipo del ático y una cartilla de “la Caixa”. Lo cogió todo. Salió de la habitación. Se encerró en el lavabo. Tiró de la cadena. Guardó los billetes en la cartera y la cartilla en el bolsillo delantero de su pantalón. De vuelta al comedor, a tiempo de ver a la vieja salir de la cocina con un puchero de caldo dando las indicaciones de que, sobre todo, se lo tomara Marisol.

Mr. Frankie irá al banco, sacará la pasta y luego, cuando pueda, la devolverá. Hará todo eso. Nadie tendrá por qué enterarse de nada. Nadie sabrá que ha sido él. Y si lo descubrieran, habiéndolo devuelto al cobrar su mensualidad podría argumentarlo ante la vieja, cargando las tintas sobre su necesidad de seguir viendo a Víctor y toda la penita que se le ocurriera. De hecho, Mr. Frankie estaba pletórico al pensar que probablemente en esa cuenta había suficiente dinero para disminuir en mucho la deuda por alimentos. Debería sacar todo lo que pudiera en dos transacciones, antes y después de la medianoche. Al parecer, el Plan tenía —como la cartilla— su estrella de la buena suerte.

Se despidió de la vieja. Ninguno de los dos cayó en la cuenta que Francis no había dicho para qué quería hablar con ella. La vieja lo haría al rato de quedarse sola mientras Francis subía hasta casa de su padre, dejaba el caldo sobre el mármol de la cocina y bajaba a la calle a localizar un cajero de “la Caixa”. No le costó mucho. Se cubrió con la capucha de la sudadera pero luego pensó que quizás debía renunciar a eso porque suele ser lo que hacen todos los tipos que van a robar en un cajero. En el suelo, dormitaban los caimanes de rigor. Mr. Frankie no se ocultó pero tampoco se lo pondría fácil a la grabación. Introdujo la cartilla. Idioma catalán. Soy uno de los vuestros. Como Millet.

Y en esto, la suerte se le resbala como un pez de las manos.

Número secreto.

Francis anuló la operación con la esperanza de que la vieja hubiera apuntado aquel número en la propia cartilla. Sabía que era algo absurdo pero posible al fin y al cabo. No había nada anotado. Leyó y releyó los datos de la cartilla. Memorizó los cuatro números del final del número de cuenta. Los introdujo. Idioma castellano. Soy uno de los vuestros. Como el Rey de las Españas.

Número secreto.

Incorrecto.

¿Otro intento?

Los cuatro primeros números.

Incorrecto.

¿Último intento?

No.

Decidió volver al piso. Ya andaba demasiado alterado y lo sabía. Quizás necesitaría otra clencha. Sí, buena idea. El Guinardó está lleno de bancos en calles empinadas y solitarias para el anonimato drogota. Todo irá bien le confió Mr. Frankie a Francis. De hecho aún no has hecho nada que pueda joderte la vida. Robar cuarenta euros es casi una estupidez.

El tiro pareció asentarle. La cocaína le dijo al oído, alto y claro, que debía regresar al piso de la modista, rebuscar hasta encontrar en la caja de galletas el número secreto y volver al cajero. Estaba a medias y no se podía quedar ahí. Llegó al piso, subió a su casa y los no muertos seguían a lo suyo: tele y radio. Vertió el caldo en una cazuela y bajó hasta el primero.

Doña Imma mostró una expresión distinta esta vez. Francis le enseñó enseguida el recipiente vacío. Creyó que eso bastaría. Pero no contó con su cara sudada a chorretones. Con la mosca saliéndole de la nariz. No lo tuvo en cuenta pero enseguida lo supo y se sorbió la nariz y también pensó en sus dientes sin el postizo, en los ojos como yoyós que debían de estar girando en sus órbitas. En ese momento, Francis supo que debía abortar el Plan. Sí, ya mismo. Solo necesitaba un poco de suerte para que le dejara entrar en el piso. Poder colocar la cartilla en la caja de galletas Birba y con eso, reset completo, impecable.

Es obvio que la mujer se mostraba reacia a dejarle entrar. No debería de tenerle miedo pero aquello le resultaba inquietante sin saber muy bien por qué. En las películas de la tele solía pasar más o menos así. El león manso se torna fiero y llama al timbre y te viola, te descuartiza, te revienta. Pero en las películas el león no se presentaba con un recipiente pidiendo más caldo.

—A mi padre le ha encantado. Y Marisol ha repetido. Yo no he podido ni probarlo.

Doña Imma decidió confiar en él pero le pidió que se quedara en el umbral. Francis lo aceptó como mal menor. Dejar, por ejemplo, la cartilla en el buzón no sería más que abandonar migas en el bosque, Pulgarcito. La tele, andaba ahora con el volumen muy alto en el comedor. La vieja se encaminó con prisa por el pasillo. Dudó si cerrar la puerta de la entrada pero, aun sabiendo que probablemente se equivocaba, lo prefería a hacerle un feo a aquel tipo, a su padre, a la pobre petita. Francis dejó pasar cinco, seis segundos antes de introducirse en la casa. Tenía que ser una bala. Habitación, caja, cartilla y salida.

Un paso, dos, tres.

Llevaba en la mano la cartilla. La sombra de la vieja apareció detrás del cristal de la puerta del comedor. Era posible que hubiera dejado a medias lo del caldo porque las sospechas le hubieran pesado más que la confianza ciega de la otra visita. O que Mr. Frankie hubiera ido demasiado lento. Daba igual. Francis resolvió la situación lanzando, ridículamente, la cartilla en dirección al dormitorio como si fuera un bumerán, como si sus gestos fueran a una velocidad que resultaran imposibles de ser vistos por los cansados ojos de la vieja. Si ella no lo hubiera visto hubiera sido una explicación plausible. Doña Imma hubiera encontrado la cartilla en el suelo y supondría que se le debía de haber caído a la vuelta del banco o cuando aquel vecino vino a pagar. Pero, por desgracia, la vieja vio cómo Francis lanzaba la cartilla en dirección a su dormitorio. Aquella estrella azul de Miró giró y giró, y ella no necesitó saber mucho más. Entendió todo aquello en un segundo y por eso giró sobre sí misma y al hacerlo se le derramó el caldo. Echó a correr intentando gritar sobre el volumen del televisor donde en ese momento, de un modo cruel, se aplaudía y se jaleaba a alguien.

Francis no tuvo más opción que ir tras ella.

La vieja, con los pies sobre la sopa vertida, resbaló y cayó. Intentó levantarse. Volvió al suelo. Mr. Frankie la agarró por un brazo. La zarandeó. Solo quería hablar con ella. Que dejara de gritar. Explicarle lo del juicio, lo de Víctor, la buena mala suerte que había tenido toda su puñetera vida. Solo quería eso.

Señora Imma, hostia puta, escúcheme.

No ha pasado nada todavía, vieja loca.

Déjeme explicarle.

No hubo manera.

Nada.

La tenía agarrada por la bata.

En verano y en bata, pensó Francis, en medio de todo aquello.

Y la bata se desgarró.

La vieja cayó hacia atrás volviendo a resbalar en cuanto quiso afianzar sus zapatillas. Pero no lo consiguió. Se sintió volar, alejarse de Francis, de su mirada aterrada, con el olor a ese caldo de pollo casi sin grasa que tan bueno le había salido, hasta que impactó contra la puerta de cristal color whisky y no pensó en caldo ni en volar, sino en no hacerse daño al caer, no romperse la cadera como la tieta Rosa, cuando ya estaba atravesando la puerta y los cristales se le clavaban en la cabeza, en el cuello y la sangre empezaba, a borbotones, a buscar casi con gula el caldo derramado, con tan poca grasa.

Nada de esto salía en el Plan de Francis.

La vieja no moría degollada en el Plan de Mr. Frankie.

Y cuando acabe de explicar todo eso, Liz debería no decir nada y apearse del coche. Pero no lo hará. De hecho, se dará la condenada situación de siempre que también conoce Liz con Francis. Ese presentirlo antes de que pase. Saberlo mientras está pasando. Emplazarte a recordarlo para la próxima. Pero ahí estás, de pie, Liz, en medio de la calzada mirando cómo ese coche viene en tu dirección para romperte las piernas. Ahí, quietecita. Y el coche llega, te rompe las piernas y tú no puedes dejar de mirar cómo se aleja después, y piensas, la próxima la veré venir y todas las demás tonterías que tampoco harás.