NIÑO MUTANTE
Niño Mutante no ha llamado.
Niño Mutante no tiene palabra.
Me cago en tus muertos, Mutante, ¿por qué no llamas?
03:28.
Mr. Frankie decide hacerlo él. Por favor, Dios mío, que no esté apagado, que no me rechace la llamada. Señal y buzón. Vuelve a intentarlo. Iré donde estés, te rebanaré el cuello, tiraré tu cabeza al wáter para que girando y girando me mires y sepas que no debiste hacerme esperar tanto. Baja la música, Mr. Frankie. No está bien poner al máximo los bajos para que Kim Deal le gane la batalla al gordo. No está bien, sabes que no es justo que envíen un mono al espacio porque cada uno tiene un número y esas cosas absurdas de los judíos tan pocos y tan folloneros, hostia, que siempre están igual, o muriéndose esqueléticos y en blanco y negro en la tele o atropellando con tanques a niños palestinos.
—Frankie ahora mismo te iba a llamar yo.
Aliviado Francis comprueba que el camello anda de buen humor.
—Vente.
Se oyen risas, otras voces en un segundo plano. Francis le pide que le recuerde la dirección. Espera acordarse. Espera también saber salir de ahí. Cree que le ha dicho Diputació con Bailèn. El número le baila. Cuarenta y seis, cuarenta y tres, un segundo segunda como el de Liz, de eso está casi seguro. Todo lo bueno se encuentra en un segundo segunda, decía Liz cuando eran adolescentes. La niña Marisol odiaba a Liz. Pobre Liz. Pobre Marisol. Pobre Francis. Sube el volumen. Pone el coche en marcha. Interrumpe la música. Gime la bestia. Toda aquella música al galope no le ayudará a volver al silencio. Ha de centrarse. Ha de tratar de salir de ese polígono y regresar a Barcelona. Ha de llegar y pagar y conseguir un gramo y metérselo de a poco y recuperar la calma y la lucidez y decidir qué hacer a continuación, dónde esconder lo que ha hecho para que no lo encuentre nadie.
Marisol le hubiera ayudado.
Mayka también lo haría.
Pero sabe que ha de ser Liz.
Sí.
Sálvame el culo, niña punk. ¿Qué puedes perder? Si me quisiste, ayúdame solo una vez más y te prometo que no me iré nunca más de tu lado. Huiremos lejos. Como en las pelis. Francis, de repente, se da cuenta que ha pasado por tercera vez por la misma nave industrial. Ha de girar y seguir recto por una de las arterias del polígono para salir a algún lado. Va a toda velocidad. A lo lejos ve hogueras sin brujas ni indios, aún muy lejos de Casa Mutante.
Sin saber cómo, consigue salir del polígono. Uno, dos, cuatro semáforos en verde, ámbar, alguno en rojo. Es cuestión de buscar la frontera entre L’Hospitalet y Barcelona y meterse en el no va más del Plan Cerdà y llegar a Diputació con Bailèn.
Una luz cobalto se le mete por su retina y le avisa que el telediario de las buenas noticias ya ha terminado y ahora llega el agujero por el que se colará la poca suerte que le queda. En una buena película su coche es veloz, un caballo único y rápido al que basta con embragar, acelerar y sentirlo bajo el culo. En una buena película esto sería Los Ángeles y el protagonista, un guaperas. En la realidad su coche es un viejo Seat que a cien kilómetros tiembla como un cachorro bajo la ducha y él es Francis, el hijo de Paco y Juana, Joana, Juanita, y aquello son las afueras de una ciudad que no es L. A.
Otra vez los Pixies, la farlopa y la falta de farlopa le engorilan.
Quizás aquellos polis no le hayan visto.
Quizás no sospechen de un coche así saliendo de un polígono desierto con una música que atruena a través de los cristales cerrados. Esos malditos prejuicios de toda la vida, estén ya superados.
Quizás no fueran guardias urbanos, sino alienígenas.
Alienígenas fans de Pixies. Puede ser. Cosas más raras se han visto.
Quizás alguien diga «Corten. Toma buena» y a la caravana a descansar bajo el sol californiano, Brad Pitt.
Reduce la velocidad a cincuenta, treinta, veinticinco kilómetros por hora. Francis abre los ojos como si fueran faros. Baja la música. Pero es consciente que, por mucho que le hagan luces, no puede bajo ningún concepto parar porque si lo hace le meten de treinta a mil años. Gira el volante. Da la vuelta a la manzana que acaba de pasar. Levanta el pie del acelerador. Embraga. Cambia de marcha. Pero las luces se han disparado, se han convertido en hélices azul cobalto. Van a por ti, pringao.
Los tiene detrás. Si consiguiera llegar a la autovía y meterse en algún desvío… Cualquier cosa. Más luces. Ni él ni ellos van a mucha velocidad. A pocos metros del puente que introduce en la autovía que lleva o saca de Barcelona, en un semáforo, la reducción puede confundirse con haberse detenido. El coche de la Urbana detrás suyo. A su izquierda en el semáforo de doble vía, un par de coches, un Altea y un Cherokee, se han detenido ante su rojo y el coche de la Urbana. Todos a portarse bien.
Francis sabe lo que tiene que hacer pero le tiembla tanto el cuerpo que no sabe si podrá hacerlo. Ha de salir en cuanto el semáforo cambie, rápido, certero y que los dos coches que cubrirán el mismo tramo a su izquierda colisionen o bien con él o con la Urbana detrás. Si colisionan con él, por el amor de Dios, que se muera de una vez y se acabe aquella pesadilla pero nada de quedarse paralítico. Nada de putadas, ¿eh, Yahvé…?
Uno de los de la Urbana baja y se dirige hacia él. Francis está seguro que ese es, precisamente el semáforo más lento de toda la ciudad. Ya está rojo pero aún no verde para los otros vehículos. El guardia le dirá que baje la ventanilla. Francis no le mirará a la cara ni le obedecerá. Que anoten la matrícula. Que le pidan mañana a su padre qué hacía a esas horas con el coche en el barrio de Bellvitge. Cualquier cosa menos parar ahora.
Por encima del puente, en la autovía los coches parecen reírse de todo aquello, como forajidos que se hubieran escapado de otros polis en la película de la sesión anterior.
Es ahora o ahora, le dice Mr. Frankie a Francis.
Francis acelera marcha atrás. El urbano se ha de apartar violentamente cuando estaba casi a la altura de su puerta. El Seat impacta en el coche de policía y sale disparado hacia delante atravesando los metros que les separan de los autos que vienen a su izquierda. Sortea el Seat poniéndose por delante. Da un golpe brusco ante la llegada del Cherokee y se cruza en dirección contraria, derrapando sin control, con el morro hacia la izquierda. Sube a la acera y sigue por esta rogando que no se estreche ni un metro. Mira por el retrovisor para llegar a la conclusión que algo ha ido bien en aquel plan sin plan. El coche de la Urbana debe de haber impactado con el Cherokee y estar enganchado con los hierros de este.
—¡A tomar por culo, a tomar por culo, a tomar por culo!
La autovía es una gelatina que da lugar a la Ronda Litoral, paseo Colom, vía Laietana, lo que era La Casa de las Mantas y a buscar Diputació. El cerebro de Francis es una borboteante bañera de euforia, miedo y adrenalina. Aparca en el chaflán. En uno de los balcones se oye música y se ve gente. Ha de ser esa la fiesta del camello. Se acerca a la puerta. Cuarenta y nueve. Segundo segunda no contestan. Segundo primera es el Ábrete Sésamo. Mutante baja. Mutante bromea.
—Tío, vaya pinta traes.
Francis le alarga la pasta. La lleva en uno de los bolsillos, manoseada y arrugada. Niño Mutante ni la cuenta. Mira a un lado y otro y saca un paquete de cigarros. Ofrece uno que Francis acepta pues con él le está pasando el gramo.
—¿Fuego?
Lumbre. Inspiran. Francis cierra los ojos. Se apoya en uno de los coches. A su espalda el suyo tiene ambos intermitentes puestos.
—Lo tuyo no es ser discreto, Mr. Frankie.
Calada. Una, dos, tres y tira el cigarro a medias. Ha de meterse. Ya.
—Hemos de aterrizar suavemente, Mr. Frankie —dice el camello imitando con un brazo ese aterrizaje suave—. Piénsalo, tío.
—Sí, sí.
—Me subo, que tengo gente. He conseguido esto y ni sé cómo y porque eres tú. Esta noche no habrá más. Lo digo en serio. Mañana si quieres y tienes pasta, hablamos, guitar hero.
Mutante en dos zancadas desaparece en la portería del cuarenta y nueve. Mr. Frankie va hacia el coche, abre la papelina y se mete un tiro. Luego, con un dedo aprieta algo de la coca restante y se frota las encías. Se deja recoger la espalda por el respaldo. Cierra los ojos. El sonido de los intermitentes es el mismo latido de su corazón en las venas. Y no puede dejar de escucharlo. Así que mejor sube el volumen, se pone en marcha y va en busca de Liz.