33

«CHIEN ANDALUSIA»

Chien!

Andalusia.

Chien!

Andalusia.

En la canción la chica es guapa. El cantante, no. Es gordo y suda mucho. También es calvo. Demasiado calvo, demasiado gordo y demasiado sudado para sus veintipocos años. Gotas en la camiseta. En las axilas, en los pliegues del pecho. Minúsculas partículas en su calva. Él la invitó al cine. La quería impresionar. Ella está incomoda. Sabe que no debería haber aceptado esa cita pero no supo cómo decirle que no mil veces seguidas. Los hombres consiguen a las mujeres por inundación. Eso es algo que sabe cualquiera.

Chien!

Andalusia.

Chien!

Andalusia.

Él sabe que no conseguirá nada de esa cita. Que pagará cine y refresco y nada más. Que ella no se dejará besar. Ni mucho menos conseguirá tocarle las tetas, conseguir su pastel de dedo. Que la acompañará a casa y verá cómo se mete en la portería y sanseacabó. Una vez más. Él es gordo, calvo, feo. Y suda. Mucho. Pero antes se lo hará pasar mal. Lo ha recreado en su habitación cientos de veces. Llevará a la chica bonita a ver una película que no le va a gustar. Una en la que cortan globos oculares con una navaja de barbero. Porque, nena, quiero crecer para ser algo que te haga daño, que no puedas apartar como si nada. Quiero crecer para montar una banda que se llamará Pixies y compondré una canción sobre chicas bonitas que no se dejan follar y a las que llevan tipos gordos, calvos y sudorosos a ver películas donde estallan globos oculares y la titularé:

Debaser!!!

Mr. Frankie lo grita como si fuera el jefe de una pandilla. Notando como se le revienta la garganta. Chillando hasta que el grito engendra otro grito y este se rompe y la saliva se encoge y sale escupida, ante la rabia, la única rabia que ofende a Dios, la del desespero.

Le encantaría volver a escuchar la canción pero el coche de su padre, un viejo Seat azul sin seguro, solo tiene un radiocasete. Puede intentar rebobinar. ¿Cómo demonios se hacía? Pulsa una tecla y sí, se llega al principio y de nuevo la misma historia de la chica y el gordo y el chien andalusia. Le encantaría poder también rebobinar la cinta de aquella misma noche y hacer las cosas de forma distinta pero eso ya no es posible por mucho que Francis rece al Dios de su niñez y a su viejo dealer que no contesta a sus llamadas. Acabará devolviéndolas, Francis. Pero si lo hace igual no lo oirás, idiota, con esa música tan alta y sabes que es verdad. Y si no le coges el teléfono a un camello al que has tenido olvidado los últimos meses no te volverá a llamar más. Pero es que la música ha de estar así de alta. Ha de rellenar el universo con esos gritos, esas guitarras como aviones, y esas líneas de bajo retumbando como pisotones de buzo en lo más profundo del océano. Pero no hay problema: el móvil está colocado en el panel del cuentakilómetros. Si llaman, verá cómo se enciende y descolgará. Ya le ha comprado coca aquella tarde y luego, otra vez, una hora más tarde. Algo de valor primero para hacer lo que iba a hacer y luego para aceptar lo que había hecho y ahora coca para atenuar el ansia de la coca anterior. Las cosas, a veces, funcionan así. Pero no llama, el Hijo de la Gran Puta no llama y Jesusito, tú eres niño como yo, Virgen María, seré bueno, habla tú con tu Hijo, con el Padre, con todos los Santos pero por favor, sácame de aquí, que me llame Niño Mutante, que todo eche a correr hacia atrás.

El rey David era un tipo guapo que cantaba como un bendito y tenía un millón de mujeres. Su pueblo le quería. Le tenían por un rey justo y valiente. Un día se encaprichó de una hembra. Y quería follársela al precio que fuera. La deseaba tanto, tanto que no podía conciliar el sueño sin imaginar que estaba cubierto de miel entre sus piernas. Pero la hembra era la esposa de Urías, el hitita —¿cómo recuerda eso y no qué comió ayer?—, uno de sus mejores generales. Pero la tentación, se dice Mr. Frankie, que no sabe a cuento de qué le viene a la cabeza una de esas historias que le explicaba su madre de crío y que los Pixies metían en sus canciones, es saber que no pero el cuerpo, la mano, la polla te dice que sí. Que la cagas y mañana ya arreglamos lo que hayamos estropeado. Pero hoy, la cagas. David se folla a Dalila. No, joder, Dalila era la de Sansón. ¡Llama, hijo de perra, llama o te llamo otra vez! Te doy una puta canción de margen, camello de mierda. Semáforos rojos, calles desiertas, luna rota en lo alto del cielo como el agujero de una bala asesina. La mujer se queda preñada y el general, Urías, regresa. David le emborracha. Urde mil artimañas para que Urías se tire esa noche a esa mujer para que así crea que el hijo es suyo. Pero Urías no quiere follar. Urías era un bujarrón. Ahora cae en la cuenta Mr. Frankie. ¿Quién viene de la guerra y no acude a follarse a una gata enredada en sus pies…? ¡¿Quién?!

—¡¿Quién?!

Urías no monta a la hembra y David le envía a primera línea del frente para que lo maten. Y lo matan. ¿No te suena esa historia? ¿Se debe a eso el ansia? ¿A alzar el velo y ver…? Y el niño de David y Betsabé —ahora recuerda el nombre: es increíble cómo la cocaína va resucitando zonas yermas— nace muerto. Como hubiera nacido muerto el hijo de Francis y Ona. Todos muertos, joder. Todos sus amigos están muertos. Su madre muerta. Y Dalila, hostia sí. Esas historias que Juana le contaba de niño. Dalila intentando ligarse a Sansón. Y Sansón que tenía la fuerza en el pelo. Sansón y su quijada de asno sabían que el precio de una noche con Dalila era perder su pelo, perder a Dios, quedarse ciego y hacer tareas de burro de noria. Y a pesar de eso, la tentación, otra vez, la tentación. Ese me dan igual Dios, mis ojos, mi pueblo, mi libertad. Te quiero a ti. A ti. Quiero el tigre que escondes en tu cuerpo. Despertar con los labios en tu piel morena. Que el fin de los tiempos ocurra entre tus piernas y mañana ya hablaremos. El deseo es saber que si te vuelves a drogar, lo jodes todo, lo pierdes todo. Y, a pesar de eso, te vuelves a drogar. Y te arrepientes y te prometes que mañana ya no y lo que haces es robar a tus padres, vender el equipo de la banda para meterte, escapar de casas y clínicas, y volver a jurar que nevermore.

—¿Puedes bajar la música, Mr. Frankie? —Este obedece a la voz que sale del teléfono—. Mucho mejor.

Francis detiene el coche. Luces apagadas. A su alrededor, un polígono industrial en Marte. Coge el móvil.

—Para haberlo dejado llevas una noche de reconciliación de cojones.

—Me ha pillado raro. Me ha dado ansia.

—Ya se te pasará.

—No, me conozco. Conozco mi cuerpo. Si me voy pegando un par de tiros pequeños a ratos me voy parando. Me ha pasado otras veces.

—En estos momentos, no tengo nada.

—No jodas, Mutante. Estoy fuera de onda. Solo te conozco a ti.

—Te llamo en diez minutos.

—No me llamarás. Vuelvo a tener dinero.

—Voy a colgar.

—¿Paso por tu casa en diez minutos?

—No, llamo yo y te digo.

—Llama, ¿eh?

—Palabra.

—Palabra de Mutante.

La comunicación se cierra. Mr. Frankie mira la hora exacta de aquella madrugada. 03:16. Diez minutos. 03:26. Silencio. Fuera, el escenario es desolador. Farolas iluminando la nada con sus haces amarillentos como en la carpa de un circo abandonado. Sin leones, sin domador con bigotes engominados, tampoco trapecistas ni Sandman el payaso. Un gato cruza la calzada. Eco de coches en la autopista, lejanos, casi imposibles.

Mr. Frankie cierra los ojos. Ha de calmarse. Tratar de acompasar los latidos en sus sienes al reloj invisible que acaba de instalarse en su cabeza.