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SUSTITUTO

En la oficina de mensajería, a Francis se le acumulan los paquetes. Hoy está solo en el almacén. Ginés se ha roto dos dedos de la mano izquierda. En una pelea. Le cuesta imaginarse a Ginés en una trifulca pero lo cierto es que se está comiendo toda la mañanita él solo. La farra de anoche le sobró. Y la del lunes también. Y la otra anterior. Se alegra de no haberse dejado llevar por el instinto de superar la resaca desde la cama. Telefonear y alegar lo de otras veces: descomposición, fiebre, una mala noche. La alarma del buen sentido sonó a tiempo por esta vez. Francis, no puedes perder este trabajo. Necesitas seguir cobrando dinero cada final de mes. Volver a llenar el sobre. Dentro de una semana será el día del juicio y ha de llegar con algo de pasta para presentarlo en la cuenta de consignaciones del juzgado. El viernes pasado pidió un adelanto del mes. Le han de decir algo en nada, quizás esta misma mañana, piensa, mientras hace un esfuerzo terrible y va hacia la neverita, de la que coge un Red Bull simplemente fresco que no apunta en la lista, no fuera que tuviera que abonarlo.

Esa noche no saldrá. Al menos no debería. Se irá a casa. Pero el panorama en el piso no es de los que lo hacen acogedor. Una mujer quemada y un padre hijo puta. ¿Qué sádico ha confeccionado aquel reparto para su vida?

A pesar de eso, no debería salir esta noche y lo sabe. Podría ir al cine como antaño, ¿no? Rondar por la ciudad como Travis Bickle. Aún recuerda aquel nombre. Es agradable no haberlo perdido todo por el desagüe de la drogodependencia. Se obsesionó con esa película. Se cortó el pelo como un mohicano. Hizo con uno de sus grupos una canción que se llamaba «Travis De Niro». De verla otra vez, no sabe si le gustaría tanto, si no se ha desinflado como tantas cosas. Tiene la cabeza como los bolsillos de un mendigo: un montón de cosas que no sabe dónde las cogió, qué significan, para qué sirven.

Quizás un par de birras y final.

Luego a casa porque no puede seguir metiéndose, también lo sabe. Recuerda el dolor, Francis, el absoluto desamparo, el olvido del mundo. Recuerda cuando la espalda y las piernas te dolían como si no tuvieras piel ni venas ni músculos, que solo fueras hueso. Hueso contra el suelo. Hueso a la intemperie. Recuerda cuando las sienes avisaban que la cabeza te iba a reventar. Y los ojos, la nariz, los pulmones, la garganta son un cable de metal ardiendo. Los retortijones por arriba y por abajo. Culo y boca: el típico círculo perfecto de la droga. Recuerda la falta de droga. De no tener dinero ni para drogarte ni para dejar de drogarte. Recuerda la manera en que se quedó tu última acompañante, en aquel portal, como un pajarito. Recuérdalo todo y deja de meterte desde hoy mismo.

Recuerda, joder.

Stop.

Esta noche no: decidido.

Venga, un receso. El periódico ataque de tos le recuerda lo bien que le sentará acompañarlo con un cigarrito. Localiza la silla más decente de aquel lugar y se sienta en ella. Sin el talibán de Ginés puede permitirse fumar allí dentro. Al poco, en la entrada, se recorta la sombra de Dalmau, quien saluda al perro y a Francis por este orden y entra en el almacén. Francis le ha convocado para pedirle un favor. Supone que le dirá que sí. Pero conociendo el estado de las conexiones mentales de su amigo, igual ha de explicar lo mismo treinta veces. Con la resaca y el mal cuerpo que arrastra, espera que Álex Dalmau aquella mañana se haya tomado la medicación correcta.

—¿Sabes conducir una furgoneta?

—Claro.

—Una de las grandes, me refiero.

—Trabajé unos meses con Epi en lo de las mudanzas.

—Sí, pero no sabía si conducías tú.

—¿Buscan gente aquí?

—No, pero creo que en nada deberán empezar a buscar. Te explico. A Ginés, mi compañero, le han roto los dedos de una mano. No sé cuánto tiempo estará de baja. Yo creo que, al final, deberán pillar a alguien más porque, vamos, tampoco yo soy un reloj cada mañana.

—Vale, guay.

—No, espera. Lo que te voy a proponer es otra cosa. Un favor. La semana que viene, el miércoles tengo el juicio por lo de los niños. Y justamente tenemos un envío importante. No porque sea complicado. Sino porque ya me han repetido mil veces que no falle ese día y más después de lo de Ginés. Es ir a buscar un material al puerto y llevarlo a destino, a unos cincuenta kilómetros de Barcelona. No tienes que cobrar ni nada. Solo conducir. ¿Podrías hacerlo?

—¿El miércoles?

—¿Qué quiere decir «el miércoles»? Dalmau estás todo el día rascándote los huevos.

—Te sorprendería saber la de cosas que hago al cabo del día.

—¿Me echas un capote o no?

—Sí.

—Te debo una. Y de las grandes.

—Una más.

—Lo haremos así. Tú te presentas aquí el miércoles a eso de las ocho y cuarto. No antes. Yo ya habré hablado con ellos. Y si todo sale de puta madre, como no puede ser de otra manera, creo que pronto contarán contigo y más aún si Ginés sigue fuera de juego. Seguro.

—Guay.

Suena el teléfono. Francis descuelga. Dalmau se queda unos segundos pero enseguida sale a la calle a que le dé el solecito y estarse con el perro. La llamada es de contabilidad. No hay adelanto. No hay dinero que meter en el sobre a su hijo.

Francis cuelga, enfadado.

¿Qué va a hacer ahora? ¿Ir a ese juicio con las manos vacías? ¿Seguir excusándose una semana más ante Víctor?

Le queda aquella idea.

Mr. Frankie lo sabe.

Y sigue pareciéndole buena y sencilla.