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LA ARAÑA Y LA MOSCA (II)

Marisol está sentada en la cama. Lo tiene todo preparado para marcharse. Acaba de irse la psicóloga, que ha tratado de convencerla de que irá mejorando poco a poco, que la fuerte medicación antidepresiva le ayudará. ¿Pastillas? Todas las que quiera, todas las que necesite. Esa misma medicación que la deja dopada, aplastándola entre una pesada duermevela y la inconsciencia de un sueño que no la hace descansar. A su cabeza le cuesta retener los pensamientos. No recuerda las decisiones, olvida las preguntas, apenas reconoce quién entra en la habitación, si es noche o día, si ese programa que ve en el televisor es el mismo de ayer, o tratar de entender de qué hablan, por qué discute toda aquella gente.

Marisol sabe que hoy es un día importante. Por eso, desde hace dos días ha fingido tomar la medicación. Aún no nota mucha mejoría: la nube sigue dentro de su cabeza. Pero hoy ha de tratar de tener las cosas claras. Verbalizarlas. Mantenerse firme. Desde hace horas tiene preparada su ropa, sus útiles de aseo, la documentación. Lista para irse en cuanto la venga a buscar Xavi por decisión propia o por orden de don Damián.

Muchas de sus cosas seguirán en el piso de don Damián. Se lo dirá a quien la venga a buscar. Y si realmente siguen allí, cómo puede recuperarlas. Ella no va a ser un problema para el viejo. Tampoco para Xavi. No va a exigir cariño o alguna clase de afecto. Tampoco mentiras. De hecho, lo que les pide, lo único que de verdad les exige, es que la vengan a buscar y la lleven a casa, con las chicas, con Mayka o a una pensión. Solo eso.

Cree recordar que alguien le dijo que a las chicas las habían desahuciado del piso. Quizás Mayka. No lo recuerda. Da igual. Sí, le dijeron que una de ellas se volvió de improviso a su país. Que desde hacía meses no pagaban el alquiler. Que las habían lanzado y que sus cosas se las llevaron a casa de Paco. No fue una gran idea dejar de pagar ella su parte del piso. Pero don Damián insistió e insistió hasta que consiguió tenerla controlada, a su entera disposición. También podría ir a casa de Mayka que vive con sus dos hijos, con su madre. Igual se lo ha imaginado todo. En ese caso las chicas se lo hubieran dicho ¿no? Quizás se lo dijeron a alguien creyendo que le darían el recado. O hablaron con Paco y él las engatusó. No lo recuerda. No lo sabe. Está ahí sentada en un lado de la cama y sabe que si comete el error de cerrar los ojos, se volverá a dormir. Cuando venga Xavi se lo preguntará. Él sabrá adónde llevarla. Le dirá qué ha pasado con sus cosas. Lo de las chicas. ¿Será verdad lo de las chicas? ¿Quién se lo pudo haber dicho? ¿Mayka? ¿El qué? Lo del piso. Ha de preguntar qué ha pasado con sus cosas.

Vuelta a la noria otra vez.

No puede quedarse dormida.

Levanta la cabeza, petita.

Eso, así.

Piensa en qué harás después.

Después de después.

Saldrá a la calle y le dará el viento frío en la cara. Saldrá a la calle e irá a llamar a la puerta de don Damián para exigirle que le pague con tanto como le sobra las operaciones que le permitirán acercarse a lo que fue. Otra cara. Otra piel. Su rostro está deformado pero bisturí a bisturí parecerá otro. Está convencida de eso. Lo ha visto en la tele. Se lo dijeron los médicos. Lo recuerda. No ahora, le han dicho que no ahora pero sí dentro de unos meses. Cuando la piel que tiene memoria de elefante olvide un poco, se regenere, respire, se deje hacer. Cuando el pelo pueda ser injertado o luzca extensiones de esas que no se notan. Le pedirá ese dinero. A él que le sobra. Que no sabe qué hacer con él. Que le llega fácil. Que no puede guardarlo en los bancos y sí en el cajón de los calcetines. Se lo debe. Por los polvos y los orgasmos que le sirvió. Por lo que presumió de ella. Por lo ufano que se le veía cuando la sacaba a pasear. Y si ahora no quiere ni verla, que pague por eso, por perderla de vista. Él le ha fallado y los dos lo saben. Juró protegerla y no lo hizo. Se lo debe.

Sus cosas. El piso. No dormirse.

Enciende la diminuta radio que doña Imma le trajo el otro día para que le hiciera compañía. Mata el tiempo escuchando, pero no la música que le gustaba antes, cuando se imaginaba enamorada, bailando, todo aquello. Ahora escucha aquella otra música antigua, tranquila, como de misa, escrita por muertos, interpretada por padres de familia serios y aburridos, hombres atrapados en cuerpos que son cárceles y que ahora tanto entiende ella.

No fue una buena idea dejar el piso.

Debería hablar con Mayka.

Igual las chicas aún tienen el piso.

No te duermas.

Piensa en Xavi.

La rabia ayuda a mantenerse alerta, ¿no?

¿Tan monstruoso era su corazón y no lo supo ver?

Cualquiera de las excusas que le dará será peor que una mentira.

Alma y ojos de tiburón. Pulsó la tecla que borraba todo aquello, a ella, abierta de patas, en su cama, la última noche, todas las noches superpuestas una encima de otra.

¿Qué debe tener ese tipo, Xavi, en las entrañas?, se dice y repite cien veces al día Marisol, pero, a pesar de ello, hoy eso da igual porque hoy debe, sí, venir a buscarla. Por propio deseo o por mandato de don Damián, debe acudir para llevarla a casa. Se miente diciéndose que solo le pide eso a su último amante. Que luego, podrá volatilizarse en el aire. Se miente porque se muere por creerse cualquier cosa, por perdonarle, por conservarle a su lado hasta que ella sea lo suficientemente fuerte como para arrancarle el alma y dejarle atrás.

La imaginación, como cuando era niña, le ayuda a urdir un final de película, de larva a mariposa y los hombres de nuevo perdiendo el culo por ella y Xavi acudiendo como un perro en celo y ella —en la fantasía en que es ella y otra nueva mujer con otra cara y otro cuerpo, un doble de ella y al mismo tiempo más ella que nunca— de un puntapié lo aparta, le arranca con las uñas la vida para comerle el corazón allí mismo, delante suyo. Eso le sucede en los momentos buenos. Pero están los otros, aquellos en los que ansía estar sola para coger un cuchillo y rebanarse el cuello. O los que sueña con hornos de gas, cientos de pastillas rojas, azules y amarillas bajándole desbocadas en una riada hacia el estómago, cuando cierra los ojos y solo ve ventanas abiertas a cielos sin oxígeno, todo nubes blancas y fundido a negro.

Levantarse y luchar.

No hacerlo y dejarse morir.

Planes para mañana, mañana, mañana.

Un cascabel amargo se agita enroscado dentro de su cabeza y no sabe qué es, si una bomba o una serpiente.

Bastará con que la vengan a buscar, que la lleven a casa de las chicas, que seguro que aún están allí. Bastará que le dejen algo de dinero para conseguir una habitación si acaso.

Aquella mañana más de media docena de enfermeras han estado entrando y saliendo para despedirse. Estrechándola entre sus brazos. Están cerca de ella, de su dolor y, probablemente, de su venganza. Entienden todo aquello. Porque son mujeres como ella y le transmiten la sensación de que Marisol se ha sacrificado para que, de una manera ilógica pero no por ello menos cierta, en cualquier otro lugar, otra mujer se haya salvado.

Te veo bien, dijo la psicóloga y el moro que le arrojó el ácido masculló algo que no supo qué era, un odio gutural a ella, a lo que ella significaba, a ser mujer, a no acceder a lo que ellos mandan. Y el locutor ahora en la radio habla de grabaciones hechas en lugares de Europa que ella nunca visitará ni podría volver a pronunciar. Ciudades en las que, a buen seguro, siempre llueve y en los que la gente acude a refugiarse en casa a eso de las cinco. Y ella sigue allí, esperando, sentadita en la cama, con el parte de alta y su neceser y la maleta esperando poder volver a casa y estar sola sin gente que trate de animarla, aislada de esa compasión que le hace más daño que la crueldad del silencio… Y en eso que se abre la puerta y se deja ilusionar un instante pero enseguida reconoce que no entra quien debería haberlo hecho.

—No voy a ir contigo.

Paco no contesta. Marisol lanza el receptor de radio contra la pared rompiéndose de inmediato y con ella aquella música tan hermosa que guardaba en las tripas. Paco recoge los trozos. Acude una enfermera:

—Se me ha caído la radio.

Marisol no desdice al viejo porque, si lo hace, teme que quizás no la dejen marchar.

—¿Todo bien?

—Sí.

Una buena manera de solventar aquella situación es hacer una simple llamada. Que Xavi le diga a qué hora piensa pasar a buscarla y tema zanjado. No ha querido hacerlo hasta el momento pero, dadas las circunstancias, ha de tragarse el orgullo y marcar aquel número en su móvil con apenas saldo. Xavi no lo coge. Marisol insiste una y otra vez. Al final, el hombre descuelga.

—¿A qué hora vendréis a buscarme?

Paco le busca la mirada esperando encontrar una pista sobre por dónde irán ahora los acontecimientos. La conversación no se alarga. De hecho, Marisol solo escucha el silencio que envuelve una negación, una mala excusa, una mentira que no espera ni ser creída. Cuelga. Baja la vista y la deja en el suelo hasta que consigue la máscara que le permita mirar al viejo. A aquel cerdo que mandaba a su mujer al bingo para quedarse a solas con una cría y que ahora anda fingiendo ser un tipo bondadoso y atento, con la red puesta para cuando el pájaro caiga del nido, sin alas ni esperanza. Lo ve claro. Busca su expiación, el perdón de sus pecados. O eso o, mucho peor, espera tenerla como siempre quiso tenerla. Encerrada en una habitación. Sola para él. Si nadie te va a querer como yo. Si nadie, ahora, te va a querer mirar desnuda. Si nadie va a querer follarte, ¿por qué no te dejas? ¿Por qué no a mí…? ¿Es eso, viejo? ¿Es eso lo que andas buscando, malnacido…?

—No me voy a ir contigo.