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MELOCOTONES

Pim, pam, cras.

Una noche siempre suele ser distinta a las demás. Como si le fuera asignado el resumen y cierre de todas las anteriores, es la noche que queda a la derecha del signo de igual. Y lo sabes de inmediato porque bajo los pies, lo que estás pisando ya no es arena ni asfalto, tampoco azúcar lo que destrozas con apenas una leve presión de tus pies, sino que se trata de piedras punzantes o peor aún, canicas. Pedazos de ojos de gato que tú mismo dejaste bajo tus pies en alguna otra noche con el propósito de acelerar las consecuencias, de embalarte hasta el tramo empinado de las escaleras y, desde allí, caer. Que alguien te pare, Mr. Frankie, porque tú no puedes. Eres un imbécil y la jodes. Eres un imbécil y siempre la jodes, Francis. Eso es todo. Siempre ha sido así. Principio y fin de la historia.

Lo de hoy, lo sabías desde hace tiempo. Desde la primera raya de vuelta a la vida que te metiste hace uno o dos meses. Luego, una semana limpio. Después, otra enmierdado. Bueno, varias. Te invitan amigos y conocidos. Nadie quiere que uno se salve. Que lo deje. Que sigas siendo tan sumamente aburrido noche tras noche. Hasta vuelves a llamar a Niño Mutante, tu dealer eterno que te recibió, cómo no, con los brazos abiertos. No deberías haber vuelto pero es inevitable volver a la droga, ¿no? Trabajas de noche. Te aburres con tu vida. No tienes amor. No tienes sexo. No tienes fe. No quieres comprarte nada. Tampoco podrías pagarlo. Nada es divertido. Solo meterte. Es difícil decir que no porque no hay nada en esa decisión que valga la pena en comparación con divertirse, estar vivo, volver a creer en el no future.

Tenías dinero ahorrado, pero el último mes ya no le has podido dar nada a Víctor. Quieres compensar con el doble el próximo pero la cosa no pinta bien. Igual lo pedirás por ahí, pero ¿a quién? Al juicio has de ir limpio. Esta noche ya está perdida pero mañana tratarás de pensar con algo más de claridad. Bastará un momento de lucidez. Quizás haya una manera de solucionar todo aquello. Seguro que sí. Pero no ahora. No esta noche.

La coca hace que tu cabeza vaya deprisa pero también la hace derrapar, aproximarle al límite. La taquicardia quiere reventarte el corazón. Brilla y derrapa. La moca te resbala de la nariz como cera de una vela. Y asomando el hocico, la paranoia.

Baja la paranoia, hostia puta.

Con alcohol, con otra raya.

Mr. Frankie lleva consigo, en el bolsillo del pantalón, un sobre blanco. Ese sobre que contenía los euros ahorrados desde el último mes. Ese sobre que ahora está casi vacío: ¿qué quedarán?, ¿cuarenta, cincuenta euros?

Te vienen a buscar al trabajo. Conoces gente en determinados sitios. Todos tan amigos. Todos cubaneándote, moroneándote, catalinos todos, que en esto de meterse, todos hermanos del mismo Dios. Le acompañaron un rato Dalmau y Liz. Solo era un poquito de esto y un poquito de lo otro. Porque se sentía eufórico, hombre entre hombres, con amigos y dinero y un trozo de noche que le pertenecía. Y el alcohol le calentó el morro. Y la nariz se le puso golosa. Y no quería meterse pero entonces, Francis, ¿a qué traerse el sobre? ¿A qué…? Y el juicio y su hijo y su ex empezaron a desplazarse hacia el fondo del escenario, como marionetas, ocultas por un paisaje de recortables, poco importantes, prescindibles ante el imperio de la noche y la manera en que, a veces, puedes nadar como una quilla por ella. Francis sabía que debía parar. No dejarse llevar. No meter la mano en el sobre, pero en su cabeza alguien le aseguró que luego podría rellenarlo aunque no supiera muy bien con qué.

Alguien, en su cabeza.

Parecía tan convincente ese Alguien…

¿Cómo no creer a ese Alguien?

Y marchó de bar en bar, de lavabo en lavabo hasta el final de la noche.

Cree recordar que se puteó con Liz.

Dalmau, desapareció o lo dejó en algún sitio.

Ahora, a minutos del amanecer, Francis ya conoce la certeza de que no debería haber cogido ese sobre que ahora tenía, arrugado y casi vacío, en el bolsillo.

Alguien en la manada en la que se había integrado propuso que fueran a casa de no sé quién, un quinto piso de no sabía qué calle. Dalmau se rajó en ese momento. Francis recuerda ahora con nitidez cuándo salió de escena su Pepito Grillo. Otra certeza ya sin eficacia: si no con Liz, debería haberse marchado con él.

Llegan al destino. La portería es la misma de siempre. Puerta metálica, amarillo en las paredes. También amarillas las baldosas del suelo. La finca tiene un ascensor que solo sube. Pero para llegar hasta dentro hay tablas de madera sobre meados. Excepto una pareja, el resto toma las escaleras. No deberíamos existir ninguno de nosotros, piensa Francis. Esos cuerpos oscuros con los que sube escalón a escalón, redondeando cada rellano, ahogándose. Con los que llega al quinto piso a seguir con priva y rayas. Pero también sabe, teme y quiere lo que le espera en ese piso. La heroína le está esperando abierta de patas como María Magdalena hubiera esperado al Niño Dios, se dice Francis, verbalizando esas imágenes que le atraviesan la mente como latigazos llegados de otro planeta, de la cara oculta de su cabeza, de cuando su madre le asustaba con santos, pelis de Charlton Heston y refranes.

Pisan otros tablones de madera, estos ante la puerta del piso desahuciado hace meses. Entran todos. El fregadero de la cocina atascado. Lleno de moscas. Nadie sabe si el lavabo tragó bien alguna vez. La luz del comedor tartamudea. Francis no podría asegurar si lucha por encenderse o apagarse.

Debería irse ahora.

Es su última oportunidad.

Lo sabe.

Conservar ese último dinero que le queda y marcharse.

A su alrededor no hay nadie conocido pero ¿por qué no reconocerlo? Aquella gente no le resulta, ni mucho menos, extraña. En cierta manera, lleva años frecuentándolos. Ojos en la nuca, piel de leche derramada en el suelo, animales rotos, desvalidos, sátiros mezquinos, abrigos grises, zapatos agujerados, deportivas manchadas. Solo se dejaría acompañar por gente así para meterse un chute. ¿Irías con ellos a comer melocotones? ¿Te comerías unos melocotones con ellos? ¿Les acompañarías hasta esa pocilga si en vez de droga fueran melocotones lo que vas a compartir? Los putos melocotones. Eso le decía uno de la decena de médicos o psicólogos que le había intentado quitar la droga de las manos poniéndole un trozo de zanahoria a cambio.

Melocotones.

La idiotez de aquello era lo que había permitido que se le quedara dentro y funcionara como alarma.

Melocotones.

Busca otro sentido a tu vida. Haz cosas. No te dejes caer. Lee, camina, viaja, haz deporte, adiestra perros vagabundos. Nunca más melocotones. Cambia de droga. Engánchate a Dios, a una mujer, a una obsesión. Trabaja la madera, colecciona golpes, que te la metan por todos lados a la vez pero la droga no, no, la droga ya no. Nunca más.

Droga por melocotones. Ese era el canje.

Las últimas rayas caen pero la cosa va de inyectarse heroína. Le queda pasta para ello si le rebajan precio y dosis. Hay gente en el sofá y un rapado de orejas de soplillo que parece el inquilino fijo de la casa y que anda chutándose él mismo en un brazo mientras una angelota buena lo hará en el otro casi al mismo tiempo. Supone que una dosis llevará heroína y la otra speed. Una animalada que solo había visto hacía años, al Llopis en el barrio.

Francis, al ver aquello, se asusta. Se levanta de la silla en la que apenas acaba de sentarse. Quiere meterse pero debe largarse. Quiere un poquito y ya está pero debe largarse. Ha desperdiciado la última oportunidad de arreglarlo todo, así que ¿por qué no?

Se acerca a lo que cree que es la puerta de salida pero se trata de otra habitación, con una tenue luz violeta en un rincón y un animal de ojos amarillos medio desnudo sobre un colchón. Algo que fue una mujer. Que fue una niña. Se olvidarán de ella, piensa. Morirá sola. En su vómito. Llorando. Cierra con mimo la tumba. Ahora sí. Baja las escaleras casi corriendo. Está en la calle. No ha comido melocotones. Lo ha hecho bien. Ha de encontrar una avenida grande y correr tras las luces rojas de los coches. ¿Cómo conseguirá reunir parte del dinero? Tiene más de un día, ¿no? ¿Podría tenerlo veinticuatro o cuarenta y ocho horas antes del juicio?

No se ha metido heroína, solo farlopa.

Es un héroe, el león cobarde de aquella bazofia de película.

Agotado, llega a casa ya de día. Se mete en la cama. Intenta dormir, a pesar de su padre que no hace sino recuperar los reproches de hace veinte años. Dentro de él, la coca le levanta tiendas de campaña tirantes y mojadas tras los ojos, en su cerebro hasta que de repente, atisba aquella primorosa idea como una virgen en el fondo de una cueva.

Una gran idea.

Una primorosa idea que habrá de ejecutar en el momento justo.

Una idea tan buena que deberá esperar a pensarla sin droga para ver lo buena que es.

La idea.