PAUL & STEVE
Aparca casi en la puerta del bingo. No deja monedas en el parquímetro porque empieza a lloviznar y eso siempre disuade a los del Ayuntamiento. Desde lo de Marisol, al acercarse al local recreativo, ya en las mismas escaleras de la entrada, le asalta una sensación de amargura casi física. Casi le parece estar oliendo la piel quemada de Marisol. Nunca podrá olvidar aquel hedor, en aquella ambulancia.
La fauna es la misma de siempre —la ludópata de gafas de culo de botella, la pareja de peruanos, ancianos aburridos, cuarentones en paro acompañando a su madre, el borracho triste de beber lento, el expoli…—. Una fauna que ya ha dejado de preguntar por aquella chica tan simpática y mona y a los que —por expresa indicación de don Damián— se les ha contestado con mentiras.
Con un gesto Xavi saluda al de seguridad y a Mayka en la entrada, aburrida y cómplice con él, como si la sudamericana creyera que aquella desgracia los hubiera unido un poco más si cabe. El aforo de la sala principal parece ser el mismo de siempre. La vocecilla atiplada de una de las niñas va dejando caer los números que lee en las bolas que el casposo de turno —¿Germán, Enric…?— va desgranando como caprichosas uvas. Con pasos decididos Xavi se dirige hacia el despacho de don Damián. Mueve el pomo de la puerta. Cerrado. Sin embargo, hay luz dentro. Es posible que el viejo esté allí, absorto en sus fantasmas como sucede demasiado a menudo desde lo de Marisol. Es obvio que lo lleva mal, que lo lleva raro. Xavi golpea con los nudillos en la puerta acristalada. No hay respuesta. Por la espalda se le acerca alguien. Freddy, Timón.
—Se marchó.
—Si había quedado con él aquí.
—Se debió de olvidar.
A Xavi no le gusta el tono. Tampoco el supuesto olvido. Y que sea ese Freddy el que haga de transmisor del viejo. Recuerda cuando el colombiano vino como un náufrago pidiendo trabajo —«cualquier cosa: estoy seco»—, besándole el culo y riéndole todas las gracias. Y míralo ahora, de repente se cree alguien. Hoy por hoy, Xavi sigue siendo el lugarteniente de Damián. Y va a defender esa posición a dentelladas. Pero ha de reconocer que un lugarteniente no estaría con la mano sudada en el pomo de la puerta cerrada de su jefe. Ni siendo objeto de su olvido. Ni teniendo que aguantar esa sonrisa en la jeta oscura de ese imbécil.
Xavi señala con la cabeza el reflejo de una luz en el interior del despacho.
—Se la habrá dejado encendida.
—Otro olvido.
—Sí.
—¿Adónde ha ido? ¿Se ha marchado a casa?
Xavi prevé la impertinencia y opta por adelantarse. Suelta el pomo de la puerta y con la misma mano convertida en garra atrapa el escroto del colombiano que se zarandea sin mucho éxito.
—¿Se ha marchado a casa, Timón?
—Eiii, tranquilo Xavi, tranquilo. Suelta, carajo. Sí, creo que sí.
—No me gustan esas caritas que me pones por aquí. No soy idiota. Me doy cuenta de todo. Merodeas demasiado alrededor del viejo. Te dejaré hacer hasta que se me hinchen las pelotas y, entonces, te verás en la puta calle, de vuelta a tu puto país de indios.
—Suelta, maricón.
Xavi afloja. El colombiano inclina el cuerpo hacia delante para aliviar el dolor.
—Yo solo hago lo que me manda. Me llama y vengo. Ya está. Pero no me trates como un fucking crío. Vas de hijo de puta pero no lo eres. Eres un buen tipo, blanquito. Y siento lo de la niña. Sé que la apreciabas. Pero el viejo me llama y acudo. Nada más.
—Si me voy a Terrassa, ¿haré el viaje en balde?
—No lo sé. De verdad. Se ha marchado. Por el piso de Barcelona ya no suele ir. Ha cerrado el despacho y se ha largado. Solo tiene la llave él pero yo le he visto salir.
Xavi se marcha sin girarse. Una nueva serpiente en el baúl. Va perdiendo apoyos a cada pestañeo. Marisol, Damián, sus subordinados. Es como si el deseo de pensar por sí mismo, el querer comer un bocado más grande de lo que le corresponde, le haya alejado de la gracia de Damián, esa suerte de sultán imprevisible y caprichoso. Quizás don Damián le eche en cara no haber sabido proteger a Marisol. Pero no, no es justo. Él no pudo hacer nada aquella noche. Si, por el contrario, le molesta que haya querido meterse en un negocio con pasta, debería reconocerle que no lo hizo a sus espaldas. Que se lo dijo. Que contó con él. Que le pidió permiso. Que aceptó renunciar al tanto por ciento que fuera de lo que hubiera cobrado de hacerlo solo.
¿Qué más quieres, viejo chocho?
Al pasar por la entrada, pregunta a Mayka si ha visto salir al viejo. Ella se lo confirma. No hará ni una hora. Xavi se sube al coche y enfila la Meridiana hacia la urbanización donde queda la torre de don Damián. Enciende un cigarro. Baja la ventanilla. Aún no ha oscurecido del todo en la ciudad. Un cielo violeta y azulado se desgaja desde lo alto, escondiéndose detrás de los edificios que custodian la vía de acceso y salida de la metrópoli. El tráfico empieza a dejar de ser fluido debido a los usuarios que vuelven a sus domicilios después de la jornada laboral. Se detiene el vehículo en el último de los semáforos antes de las vías rápidas. A su lado queda un mural con un BENVINGUTS A BARCELONA triste y gris mientras, como un pastel hortera, los edificios rosa y verde del barrio de Singuerlín quedan a lo lejos en lo que por Barcelona se acepta como montaña.
Xavi mira a su derecha. Un coche caro lleva dentro una mujer barata. O quizás solo sean prejuicios. Pero ella también los tiene, porque al notar la mirada de Xavi que atraviesa el cristal y se le clava, se gira, le aguanta la mirada y… nada. Fantasea Xavi en ponerla de cuatro patas. Recuerda el tiempo que hace que no pega un polvo en condiciones. Rememora el último con Marisol y todo el deseo se le va a la mierda.
Luz verde. La pija acelera. Xavi lo hace más a fondo para cruzarla por el carril, enseñarle el culo y adelantarla. Piensa que desde que el tiempo es tiempo esa ha sido la única victoria que los pobres han conseguido infligir a los ricos: adelantarles con un coche más lento.
Bluetooth.
Sabe quién es. Duda en aceptar la llamada.
—Hola —una voz lejana, casi un susurro.
—Hola, nena.
—Mañana me voy a casa. ¿Vendrás a buscarme?
Xavi no esperaba el alta tan pronto. ¿Qué deberá hacer a partir de ese momento? ¿Dejar pasar el tiempo? ¿Hablar con la chica? ¿Fingir que todo está suspendido en algún sitio desde aquella maldita noche? Aunque lo esencial no se había movido de sitio, todo lo demás sí. Marisol no iba a ser su polvo. Ni la madre de sus hijos. Ni su fantasía. Ni nada.
—¿Cuándo te dan el alta?
—Mañana por la mañana. El viejo te…
—No entro en sus cosas, ya sabes.
—Hasta hace poco tu polla sí.
Al menos el látigo de la lengua de Marisol no ha sido alcanzado por el ácido, piensa Xavi, que sabe que ha de colgar. De inmediato. Después de ese navajazo vendrán más que le producirán cortes más profundos y envenenados de los que él pudiera decir. O mucho peor: que la chica cambie de tercio y le pregunte si aún la quiere, si tiene ganas de verla, si…
—Xavi…
El hombre aprieta el botón para cerrar la conexión. La pena se le acumula en el pecho. Otro cigarro. Baja la ventanilla para que un huracán le arrase la cabellera como en un aquelarre enloquecido.
El resto del viaje lo completa con los pensamientos bloqueados, despedazados en cuanto aparecen en el visor como un Call of duty privado, sin pensar en nada. Enfila la urbanización salvaje sin asfaltar, sin luz a trechos hasta llegar a casa del viejo con su advertencia de perros sádicos y alarmas que jamás alertarían a la policía por la cuenta que le trae. Aparca en un requiebro sobre la gravilla y espera que el jefe esté allí. Nunca le dejará de sorprender cómo alguien tan desconfiado y retorcido como don Damián confíe tanto en desconocidos como lo fueron en su momento él o Marisol y quién sabe si ahora Timón. A los enemigos hay que tenerlos más cerca que a los amigos, de acuerdo —se lo había oído decir muchas veces—, pero ese saber dónde están las llaves de la entrada, lo sencillo que es hacer clic con la primera verja, los perros que o no acuden —dadas las dimensiones de la finca— o si acuden un día están rabiosos y otros necesitados de cariño. Es como si voluntariamente se quisiera que nadie se tomara muy en serio aquella torre medio abandonada, casi invisible.
Traspasa la verja y uno de los perros va llegando al trote, gruñendo, con el pelo erizado.
—Mierda —se oye decir.
Pero como un mayordomo solícito aparece el pato Nelson, y distrae al chucho. Xavi aprovecha el momento para localizar la llave debajo de la maceta verde decorada con una cacería de faraón egipcio contra león asirio, de cuando en los setenta se estilaban esas tonterías. Entra. El perro sigue a lo suyo pero ahora ladrando. Nelson se da a la fuga.
En la planta baja no está don Damián, pero cree distinguir el sonido del televisor arriba, en aquella habitación que algún día pudo ser un comedor. Sube por las escaleras. Podría acercarse por la espalda y matarle. ¿Por qué? Bueno, pensamientos como esos le vienen a uno cuando llevas una pistola contigo las veinticuatro horas del día. A quién matarías y cómo lo harías.
Damián está tumbado en el sofá mirando una película en el televisor.
—Hola.
El dueño del bingo Verneda levanta la vista. No parece sorprendido. Xavi se sienta a su lado. En la pantalla, Steve McQueen tiene que hacer estallar unos explosivos en lo alto de un rascacielos y reventar toneles gigantescos de agua que se derramarán por encima de aquel coloso de metal y cristales. Llamaradas. Explosiones. Xavi piensa en Marisol. Una vez más. Y está seguro que a don Damián le está pasando lo mismo.
—Míralos, todos esos están muertos. Era otro mundo aquel. No lo entenderás. Un mundo de hombres, de gigantes, joder. Yo no soy marica como tú pero ves a esos dos, a Paul Newman y al otro hablando entre ellos y te das cuenta de que ahora todo es nada. Una nada blanda y amariconada.
—Habíamos quedado en el bingo.
—¿Sí?
—Podría haberme avisado.
—Igual no me salió de los cojones avisarte.
Pasan unos instantes en los que ninguno de los dos dice nada.
—Mañana le dan el alta.
—Mira qué bien.
—¿Quiere que vaya a buscarla? ¿La llevo a…?
—No.
—¿No a qué?
—No a todo.
—…
—¿Te la vas a seguir tirando? Yo no la quiero, pero no quiero que folle nunca más. Si lo haces tú, estás fuera y te mataré.
Bravatas de viejo borracho, piensa Xavi, pero calla. Sabe que es lo mejor.
El agua se derrama como champán por encima del rascacielos. Don Damián se ha convertido en anciano en cuestión de días. Apesta a alcohol y sudor. Enloquecido de una manera turbia y peligrosa, paralizadora, violenta en su apatía.
—¿Qué pasa ahora con Freddy?
—Que es un gran chico. Muy solícito.
—¿A estas alturas vamos a darnos celos?
El viejo ríe con una tos seca y busca a tientas el vaso con whisky aguado que está a sus pies. Señala al televisor con un dedo nudoso como un tronco.
—¿Ves lo que te digo? Mira esos dos tíos. Los conoces, ¿no? Hemos pasado de Paul Newman y Steve McQueen a Xavi y Freddy. Si esto no es el fin del mundo, no sé qué puede ser.
—Quiero hablarle de algo.
—¿De qué?
—Ya tengo fecha para aquello.
—¿Ves como tú también tienes amigos colombianos y yo no te digo nada?
—El 21 de junio.
—¿En qué cae?
—Miércoles.
—Buen día para que todo salga mal.