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LA ARAÑA Y LA MOSCA (I)

Ella ya ha aprendido a distinguir la presencia de sombras en la habitación. Y de entre las sombras quién es quién. Y que la del viejo siempre está. A veces le acompaña aquella vecina, una buena mujer que le humedece los labios y le coloca bien las sábanas o la almohada. Pero en muchas ocasiones el viejo viene solo. Abre la puerta con cuidado y en la penumbra, sin decir nada, se sienta en una silla y permanece allí horas y horas hasta que después de la cena, durante la que se levanta solícito y echa una mano con bandejas y demás, se va a su casa. Jamás la toca. Muy pocas veces le habla, nunca un reproche o preguntas o recuerdos. A lo sumo le interroga sobre si quiere algo, si se encuentra bien, si necesita agua, una enfermera para ir al lavabo ahora que ya no utiliza cuñas.

Al principio le irritaba. ¿Qué hacía él aquí? ¿Quién le había dado permiso? ¿Cómo se atrevía? Pero no tenía fuerzas para impedirlo ni para enfurecerse día tras día. Cuando se recuperara le ordenaría que no volviera más. Que ella no iba a ser su penitencia. Que abusó de una cría. Que le jodió la vida todos esos años. Puede sentarse en una silla horas y horas a su lado viendo cómo sufre y languidece, que ella no va a perdonar u olvidar nada. Cuando pudiera hablar con normalidad se lo diría. Cuando tuviera ánimos, fuerzas, y del cuerpo, como de una cometa, tirara el alma, echaría a correr y no pararía.

Las visitas, pasada la novedad, dejaron de acudir. La policía igual. Muchas preguntas y mucho darle vueltas a lo mismo pero desde hace días, nada. ¿A quién le importa lo que le haya podido pasar a una mujer que se ha liado con un moro? ¿Es que no aprenderán nunca…? Un par de días en periódicos y televisiones, le adjudicaron el número de la rifa y ya está. También los periodistas desaparecieron pronto. Y ahí, ha de concedérselo Marisol, Paco estuvo bien. La defendió como el resto de los ilustres ausentes no hicieron. Don Damián se ha limitado a unos cuantos ramos de flores ostentosos y seguro que, exagerados, tras ser mostrados, quedaban fuera de la habitación. En un principio, su ausencia le sorprendió mucho a Marisol, pero luego trató de atar cabos. A alguien como él no le interesaba tener cerca nada que supusiera que la poli metiera el hocico. Marisol creía que, pasado todo, y dada de alta, Damián se pondría en contacto con ella. Esperaba que le ofreciera dinero para operarse y operarse hasta quedar bien. Ella no se dejará vencer, piensa. Luchará hasta el límite de sus fuerzas para volver a ser la que era. Los médicos le decían que, después de todo, había tenido mucha suerte. Ya veríamos cuánta de esa suerte permitía ser cosida a su cara.

Es verdad que, en días más desesperados y amargos, interpretaba la ausencia de don Damián como que, además de lo que pasó, el viejo había llegado más lejos en sus sospechas. Se había enterado de su historia con Xavi y había aprovechado la agresión para dejarla tirada. Eso explicaría también la ausencia de Xavi, sin lugar a dudas, la que más le atormentaba. Hubiera bastado, o al menos aliviado el dolor. Una llamada. Un mensaje. Un algo. Un nada.

Todo se le confunde. No sabría decir ahora si es por la tarde o por la mañana. El tiempo se alarga hasta hacerse insoportable cuando vas consumiendo días de hospital. Ir encontrándose mejor es ir siendo consciente del dolor, la desesperación y la desidia que se te acumulan dentro.

—¿Estás bien? —pregunta el viejo.

La chica asiente con la cabeza solo para que no insista, para que no se levante de aquella silla y se le acerque.

—Esta mañana ha pasado el médico y ha dicho que si todo va bien en una semana podrías salir.

Marisol espera y teme ese día. Le sobrecoge la idea de salir a la calle, enfrentarse a la gente, todas esas cosas. Ansía un mundo de maniquíes a su alrededor. Sabe que habrá de aguantar las miradas, los reproches, las preguntas. Si ella misma se culpabiliza de lo que ha pasado, ¿qué no harán los demás…? ¿Cuándo se atreverá a mirarse en el espejo? Lo hizo hace días —¿cinco, diez?— y se prometió que hasta que no pasara muchísimo tiempo no lo volvería a hacer. No soportó reconocer aquellos ojos de pez en el fondo de aquella acuarela de rosas y negros que era ahora su cara. La psicóloga habla y habla pero ella duda que alguien pueda entender qué le pasa, qué siente, a qué teme, qué necesita para superarlo. Bastaría con las operaciones que fueran necesarias para devolverle el trozo quemado de cara, la piel mordida en su brazo, en el pecho. Bastaría con una máscara que engañara los ojos de los demás.

¿Cómo le pudo hacer aquello?

¿Por qué tanto odio, Amoah?

¿Qué hizo ella mal?

¿Qué dejó de decir o de hacer?

¿Dónde estaba Xavi?

¿Por qué, en ese preciso momento, estaba sola?

Amoah, el hombre con el que había compartido cama y mesa, momentos tiernos y divertidos, se había transformado en una bestia sin corazón arrojándole fuego a la cara para sellarla para siempre, para evitar que ella olvidara en qué se equivocó, de quién era propiedad, cuál sería su destino a partir de ese momento.

Quiere marcharse.

Ya mismo.

Cuando salga se encerrará en su casa.

No saldrá nunca.

No dejará entrar a nadie.

Seguro que don Damián le pondrá alguien que le ayude. Una enfermera, una asistenta. Seguro. A él le gustan esos paripés como los de las flores. Y Xavi la irá a ver. Por poco que sabe de los tíos, lo hará. Y Francis. Seguro. Todos sus hombres. Niños cagados de miedo como siempre han sido los niños que luego son hombres cagados de miedo.

La puerta se abre. Son Mayka y Francis. Se acercan a la cama. La mujer coge la mano de Marisol. Mr. Frankie se la mira desde lejos y sonríe. Luego, cuando se queden solos, tratará de hacerla reír explicándole cosas de cuando era un bala perdida o qué le ha pasado aquel día en el nuevo trabajo de repartidor. Pero esa tarde con quien quiere hablar es con Mayka. El viejo y Francis salen de la habitación. La sudamericana acerca la silla a la cama.

—¿La has localizado?

—No. La línea no es operativa y el otro día volví a acercarme a una hora más normal de la tarde y estaba cerrado. En un bar de al lado me dijeron que hacía muchos días que no había nadie. Igual tuvo que dejar la consulta por un tema familiar. ¿De dónde era? Cubana, ¿no?

Marisol traga saliva, asiente con un leve movimiento de cabeza, cierra los ojos.

—Los cubanos son raros. ¿Y si vas a otra? En este país sobran echadoras de cartas.

Marisol encuentra algo de voz:

—Lady Claire me conocía. Muchas veces me miraba y ya sabía lo que me pasaba.

—Entonces volverá a aparecer. Seguro que sí, cielo.

En el pasillo, Francis se encorva esperando saber qué es aquello que le ha de decir su padre. El viejo saca una carta del bolsillo y se la entrega. Lleva membrete del juzgado. Abre el sobre. Francis cree entender que ya tiene fecha para el juicio por el impago de pensiones. El próximo 21 de junio a las diez horas.

Desde la conversación con Xavi, Mr. Frankie trata de no coincidir con su padre. Ni en casa ni en el hospital. Si él está dentro de la habitación, él fuera. Sabe que aquello puede ser tanto cierto como no. Probablemente sobre una base de verdad se ha exagerado, se han metido fantasías y mentiras. Pero no puede obviar que el sustrato de aquello apesta y no quiere oler más basura que la suya. Además ninguna de las opciones le permite llegar a ningún sitio. Una cesta de flores ha vuelto a llegar desde el bingo aquella mañana. Para Marisol —y está segura que don Damián lo hace con ese propósito— cada envío floral le recuerda y la culpabiliza, le señala el 8 en la bola negra que ella se empeñó en lanzar contra el hueco abierto en el billar.

—¿Del gánster? —pregunta Paco a su hijo, apenas sale de la habitación de Marisol.

Francis no contesta.

—Ese cabrón ya no la quiere para nada. Nunca la quiso.

—No como nosotros, ¿eh? —pregunta Francis con envenenada ironía.