VISITA DE MÉDICO
Don Paco, nervioso, lleno de dudas por el cómo lo hará pero resuelto a hacerlo, se planta frente al piso de doña Imma y pulsa el timbre. Dejó pasar la mañana, paralizado y sin poder hacer nada en casa pero durante la comida de la que no probó bocado, tomó la decisión. Vuelve a pulsar el timbre, esta vez de un modo que él quiere que suene casi impertinente. La vieja, por fin, abre.
Paco, tan poco paciente, le molesta la sospecha de que doña Imma supiera que era él quien estaba llamando y la tardanza se debiera al tiempo que ha tardado en vestirse de una manera menos casera. Lleva las zapatillas verdes de siempre, la falda le llega casi a la altura de los calcetines pero cree que le delata la blusa lila que se suele poner casi siempre desde que Paco le dijo una tarde, al encontrarse en el portal, que le quedaba bien. Tiene, en el regazo de la falda, un montón de hilos blancos y cortos como gusanos ciegos.
—¿Me has llamado? Debo tenerlo mal colgado. Lo tengo al lado y no ha sonado. ¿Pasa algo?
Paco hace el ademán de querer hablar con ella pero no allí sino en el interior del domicilio. La mujer se aparta de la puerta y echa un vistazo al rellano por si algún vecino está al quite. No es que le importe, pero mejor si la gente sabe lo mínimo de uno. Al menos que se tomen la molestia de inventarse las habladurías. Paco se dirige hacia el comedor. No, no quiere tomar nada. A doña Imma el destino se le asemeja un tipo burlón que ha elegido tenerla llena de hilos en el regazo, amodorrada y con la última cita de la peluquería muchas semanas atrás. ¿Qué puede ser lo que le va a decirle? Quizás haya pasado algo malo. Quizás con el hijo. O una enfermedad. Sea lo que sea —sigue pensando la mujer— lo que es cierto es que, de todas las personas en el mundo, la que él ha necesitado ha sido ella.
—No sé cómo empezar.
—Siéntate. No estés de pie com un estaquirot.
La mujer le ofrece el sofá adonde ella se dirige, pero Paco prefiere una de las sillas que flanquean la mesa de comedor en la que ya no come nadie. Para un viejo la rudeza de una silla siempre le recordará que eres una visita y que has de estar poco tiempo allí sentado.
—Ha pasado una desgracia, me cago en mi estampa.
Y el hombre se viene abajo mientras se disculpa por el lenguaje empleado. No es su manera de hablar delante de señoras, ni tan siquiera fuera de casa. Hace ademán de llorar. Quizás lo haga pero su mano ha ido presta al bolsillo y de allí ha sacado un pañuelo de tela con sus iniciales bordadas en hilo azul, y ha detenido las lágrimas. No serían lágrimas de pena, que también, sino de impotencia, de dolor, de no poder ser otra vez joven y fuerte para reclamar el mundo como suyo, con todas sus espadas.
—Putos moros, tendríamos que haberlos sacado del país cuando pudimos.
Ni doña Imma ni probablemente Paco sabrían fijar cuándo fue ese momento: si cuando don Pelayo o cuando Franco. Esperaba Imma que se tratara de la primera opción, pues la otra era de las pocas cosas que no consentía a nadie. Aquel fill de puta del Franco había hecho el suficiente daño a su padre, a su familia y a su país como para no concederle ni un solo aspecto positivo que le eximiera de pudrirse en el infierno. Pero con Paco sabe que no hay problema. Rojo e intransigente, español e inmóvil pero para nada sospechoso de facherío, a menos que saque en la conversación lo del referéndum.
—¿Qué ha pasado? ¿Te han robado?
—No. ¿Te acuerdas de mi media cría, la Marisol?
La recuerda. De hecho, es más que un tema recurrente por parte de Paco.
—La han desgraciado para siempre. Le han destrozado la vida, la han matado en vida.
Y Paco va explicando lo que ha conseguido saber por Francis, que estuvo allí, en aquella fiesta, pero que apenas ha conseguido hacerse una idea de cómo está, de qué pasó. Al parecer, nadie pudo hacer nada. Que hubo una pelea. Que nadie supo defender a la petita, maldita sea. Pero, de todas maneras, aunque el castigo había sido caro era obvio que no estaba sino siendo el resultado lógico de hacer las cosas como las había hecho Marisol toda la vida, relacionarse con la gentuza que se había relacionado siempre. Era una lección que no venía sino a darle la razón en todas y cada una de las cosas que Paco le había dicho siempre. Con palabras cuando ella quería escuchar. Con castigos y con la mano, que esas son las maneras en que le enseñaron cómo aprenden las cosas los que no quieren escuchar.
—Salió en la tele hará un par de semanas. Quizás algo más.
—Sí —contesta doña Imma que recuerda haber visto algo en los informativos de TV3 y Telecinco, pero como son noticias que le repelen y asustan no prestó mucha atención.
—Puede respirar, pero le deben haber destrozado la cara, un brazo, el pelo, yo que sé…
—Pero… ¿ya saben quién ha sido? ¿Lo han detenido?
—Están buscándolo.
—¿Sigue hospitalizada?
—Sí, en el Vall d’Hebron.
—¿Has ido a verla?
—Aún no.
—¿Por qué?
—Me gustaría que usted me acompañara.
—¿Esta tarde?
—Sí, si puede, claro. Francis me ha dicho que ahora ya puede recibir visitas a unas determinadas horas. No sé si querrá verme, pero yo he de verla. He de saber cómo está. Que sepa que, a pesar de todo lo pasado, aún es como si fuera mi hija.
—Me cambio de falda y salimos.
Apenas veinte minutos después van los dos en el autobús que a lo largo de la calle Tajo sube a la montaña en la que está ubicada la residencia Vall d’Hebron. Están sentados el uno al lado del otro. A Paco le ha tocado la ventana y mira a través de ella el paisaje de campos de fútbol, vías rápidas y aparcamientos lo que hasta no hace mucho no eran sino campos de cultivo y escenarios de juegos salvajes. Bajo una luz dorada que parece desenfocarlo todo, Imma lo supone absorto en sus demonios, en su preocupación, en su no saber si podrá ver a su hijastra, por llamarla de alguna manera. Le coge de las manos con cariño, con una camaradería que quiere transmitir el mejor de los deseos; sin embargo, para Paco aquellas manos llenas de manchas son como manoplas calientes.
—Ya verás cómo todo se irá arreglando.
—No sé… —contesta Paco girando la cabeza, sin retirar los dedos de entre las manos de la mujer.
—Ahora la medicina hace milagros. Le pondrán piel de otras partes del cuerpo y con el tiempo tendrá una nueva vida. Ya verás como sí.
—Ya. Lo sé. Pero… Si es que le han atraído los malnacidos desde siempre. Si le explicara la de problemas y trifulcas que he tenido con ella… Su madre era prostituta, ¿se lo había comentado?
—Sí, de hecho, casi cada vez que me hablas de ella me lo dices.
Para evitar que esas últimas palabras parecieran lo que eran, un reproche, doña Imma las acompaña con una sonrisa y un volver a dejar su mano sobre la de Paco. Ella vuelve la cara y mira por la ventana. Los años le han enseñado algunas cosas. Una de ellas es que ser puta no es lo peor que puede ser una mujer. Ni mucho menos. Enseguida Paco vuelve a abrir la boca para expresarle otra vez cuál es su verdadero temor. Que no le dejen verla.
—¿Por qué no te tendrían que dejar?
—Los tipos que están ahora con ella no son mejores que los de siempre. No sé, creo que no nos dejarán entrar.
—¿Por eso has querido que te acompañe?
—¿Le importa?
—Claro que no. Yo les impondré. Seguro —bromea la mujer.
—No quiero parecer un viejo loco al que sacan del hospital a empujones.
—Y para eso te traes contigo a la yaya tocada de l’ala.
Es una broma, Paco. Deberías haber sonreído. Ahora ya es tarde.
—Podrías haber ido con Francis.
—No sé, pensé en usted.
—Bien hecho. Nuestra parada.
Los dos se levantan y a trompicones llegan a la puerta de salida. Cuando el autobús se ha detenido del todo, bajan cogidos el uno del otro. Doña Imma no va a desaprovechar ninguna de las oportunidades que se le puedan brindar y se coge del brazo de Paco. Él no la rechaza. Lo asume como parte del precio por el favor que le está haciendo. Pero también porque es capaz de reconocer la generosidad, aunque pueda ser un punto vanidosa en un mundo tan cínico y desalmado como este. Doña Imma es una buena mujer. Alguien que se merece que la lleven a bailar de vez en cuando. Podía intentarlo alguna vez, ¿no?
—¿Sabes qué pienso? —pregunta de modo retórico la mujer—. Pienso en qué deben de tener en la cabeza esas bestias para hacer lo que hacen. ¿Cómo pueden luego dormir cada noche?
—No lo sé. Supongo que consideran que aquello es suyo y no pueden soportar la idea de compartirlo con nadie —contesta Paco, arrepentido de inmediato de escuchar eso en su boca, como si se tratara de una confesión robada de los labios de un asesino.
—Bèsties.