DAVID VILLA
Entre Mayka y Francis tratan de descubrir qué número tendrá el móvil. La mujer quiere que el suyo sea el primer número que memorice en aquel aparato. Al menos aquella pequeña victoria.
—Déjalo timbrar.
Al principio, Francis no reconoce el sonido con el ruido del chiringuito, con toda aquella gente a su alrededor y la música atronando por los altavoces.
—Te voy a echar de menos. Tenerte por ahí siempre era un aliciente para ir a trabajar.
—Podemos quedar una noche para cenar y tomar algo, ¿no? —dice Francis.
Los ojos de Mayka brillan de repente. No quiere llorar. Al menos, no aún, recién empezada la noche. Marisol pasa por detrás e introduce la cabeza entre ellos —«¡Qué móvil tan chulo, Francis! Seguro que no te lo esperabas»— y distiende el ambiente. Mr. Frankie intenta darle en el culo con la caja del regalo pero Marisol se escapa a tiempo.
Francis recoge en un abrazo a la sudamericana y mira en derredor. Es uno de esos momentos en los que desearía poder parar el tiempo. Hasta la música acompaña. Una vieja tonada que Francis no puede fijar. Las drogas se le habían llevado un montón de hermosos residuos cada vez que arrastraban las redes por el suelo de su cabeza y de su corazón. Y con esas redes, canciones, recuerdos, nombres. Alguien le pone una cerveza en la mano. Otro alguien le pone un cigarro encendido en la boca. Un tercer alguien le dice algo desde lejos que no logra entender. Luego ese alguien ríe. Una ráfaga de viento levanta arena y derriba vasos de plástico sobre las mesas. Algunos con algo de licor aguado, otros con colillas, cenefas de plástico. Francis se pregunta si aún vivirá Gifford, el gato. Todas las mujeres a las que amó le vigilan esta noche y se lo perdonan todo desde aquella luna asesina, todo su amor enfermo, con sus maridos como sombras detrás de la puerta, aquellas velas encendidas en habitaciones estrechas, aquella noción de ser otro en la vida de otros, aquellas ansias de poseerse de pie contra puertas y paredes, sobre camas y suelos, todo aquel caudal de amor, de cien vidas que pudo vivir y no supo o no quiso le miran y, en cierta manera, le piden que elija una. Una de entre todas ellas, que se aferre a una mujer, un momento, un cruce de caminos que erró no tomar. Y Francis duda. Piensa en Ona pero quizás porque llevaba dentro un hijo suyo. Las mujeres pueden tener hijos sin amor, contra el amor, chantajeando al amor, para ahuyentar a otro macho. Tu mujer te dio dos y quizás fue ella pero no, no puede ser porque no tiene el aura romántico de una canción, y estamos hablando de una mujer, un momento, un cruce de caminos y, oh, aquella negrita cuyo nombre tampoco recuerda. Quizás eligiera la cría que no le quiso conceder ni una salida en el instituto o la que de vuelta en coche, sin apenas conocerle se puso a dormir apoyando la cabeza en sus muslos mientras conducía, tiempos sin cinturones de seguridad ni controles de la Gestapo, quién sabe qué mujer qué momento o lo más terrible, estúpido idiota, aún esperas que llegue quien, imponiéndote la mano en el pecho, te cure y te sane con su boca sobre la tuya, Blancanieves y Madrastra, su cuerpo cerrándose sobre el tuyo y no dejándote ir nunca a ningún lado con nadie y… en esto, algo llama la atención de Francis. Una chica con síndrome de Down que ha salido de no se sabe dónde con su camiseta de la selección de David Villa, que agita la cabeza contra los bafles y baila como lo hace, casi con toda seguridad, a solas, en su habitación. Pero ahora no está sola y aquellas carnes embutidas en el número siete, aquella cara fea y torpe de bulldog provoca las carcajadas de los otros adolescentes, sentados en la tarima que le animan a que siga bailando para que aumente la ola del ridículo que ella cree que es admiración. Llegan más de aquel grupo con las hamburguesas que se cocinan en la parte trasera del chiringuito. Francis aparta la vista. Cierra los ojos. Se nota la cabeza embotada de todo el alcohol tomado. Quizás no sea una mala idea pegarse unas rayas y aclarársela. La próxima vez que se lo proponga Marisol o Xavi les dirá que sí. Y la música ha cambiado y está borracho y Mayka le quiere sacar a bailar y él se resiste pero, finalmente, se lo concede. Se deja llevar y gira y da vueltas y salta y chasquea los dedos mientras Mayka se mueve articulada como un muñeco de acero y gominolas y la adolescente con la camiseta de Villa agita la cabeza arriba y abajo y Marisol se le une al baile y se pone a bailar con él y Francis le coge de la mano y aunque lo que suena no sea un rock’n’roll, a él le resuena ese ritmo dentro y ella lo sigue y se le ve tan feliz, riéndose, con su hermano, su gran bicho grande como le llamaba de niña, y parece todo volver atrás y escribirse y el viento arrecia ya mucho desde el mar y en eso que Mayka le arrebata a Marisol y se baila una bachata lésbica contoneándose las dos ante los gritos y aplausos de la gente y Francis se las mira y es un espectáculo fascinante ver como sus cuerpos se cimbrean con una sensualidad imposible para él y él se retira hasta la barra y se pide uno de Tanqueray y siempre que lo hace le viene a la memoria la canción de Springsteen en la que el tipo aquel estaba mareado de tanto mezclar vino y Tanqueray y allí en la barra está Xavi, tranquilo, casi amistoso hasta que Francis dice algo sobre Marisol y él no contesta. Pero entonces Xavi se recuerda que necesita tener de su parte y confiado a Mr. Frankie ahora que lo tendrá en la mensajería y por eso, sin hablar ni mirarle, le pasa la papela y los niñatos han tratado de hacerle tragar un vaso enorme de whisky a la del síndrome de Down y es imposible que siga vivo Gifford —aunque ¿cuánto debe vivir un gato?— y Francis se acerca a la pista hecha de tablones de madera y trata de llevarse a la sudamericana al lavabo a hacerse una raya con él, pero Mayka le coge y le atusa el trasero por su entrepierna y él se deja hacer y quiere llevarse a la mujer al lavabo y pone el pestillo y la besa y lleva sus manos a la bragueta y ella se la baja y se la coge y le empieza a masturbar y él tiene la papela en la mano y se ha empeñado en hacerlo todo a la vez y Mayka se agacha y se la mete en la boca y le lame el glande y le chupa todo el arco de la polla y él ha hecho las rayas en la cartera sobre el inodoro y con un rulo de cinco euros se pega el tiro y está a punto de eyacular sin erección pero se detiene y le dice a la mujer que se pegue su tiro y ella no quiere y en su mirada le dice que no, que no vuelva a caer, que se está equivocando, lo que le enfurece y él le baja los lástex, ella suelta un zapato para que una pernera pueda salir y la raya se le deshace y Francis la recoge con un dedo y aparta las bragas de la Mayka y le acaricia el coño con la coca mientras se dice qué locura estás haciendo, Mr. Frankie, qué solemne gilipollez mientras la sudamericana se deja porque no quiere perderle por una negativa después de tanto tiempo y siente que su hombre anda por ahí y se mueve y trata de concentrarse para acogerle pero las embestidas se suceden y él aúlla y ella, aunque no se ha corrido, siente que él ha llegado en mucho tiempo a un lugar del que no se va a ir mientras la camiseta de la selección nacional con el siete de Villa rueda por el suelo y uno de los niñatos la coge de un pie y la gira como un remolino y eso ya no gusta y hay quien dice: basta, pero aparece de la nada un tío delgado, fibroso y tatuado barato y mal el torso desnudo que se abre paso entre la gente perseguido por un hombre con una muleta y más chavales que nadie sabe de dónde han salido, probablemente de otro chiringuito y hayan venido corriendo por la playa. El que va medio desnudo es de esos tipos que parecen haberse desgajado en dos al nacer: la cabeza pequeña y rapada, los brazos y las piernas cortas. Y en su camino empuja a unos y a otros. Sube a la tarima y tras él dos o tres tipos que tratan de golpearle lanzando patadas y puñetazos. Uno de ellos le acierta en la boca, dejándole noqueado mientras el otro le agarra la cadena de oro y trata de arrancársela, quemándole el cuello. El tipo de la muleta, un cuarentón, barbilampiño no puede acceder a la tarima y trata de darle con la muleta desde abajo. Xavi, alerta desde el primer momento pero sin saber qué está sucediendo acude a proteger a su gente, y ve a Marisol con May en la barra y lo da por bueno, empuja al tipo de la muleta que cae al suelo y sube a la tarima interponiéndose entre el chaval del torso desnudo que sangra por la nariz y el cuello, que tiembla, que parece desorientado. Al parecer ha robado un móvil, dinero y esa cadena del bolso de unas amigas en otro local. ¿Para qué te metes, Superman? La gente del Calamar hace acto de presencia. Bajan a todos de la tarima. La calma es tensa. El tipo de la muleta se ha hecho con esta y, henchido de rabia, golpea al ladrón pero sabiendo o, al menos, no importándole que estuviera Xavi entre ellos dos. La muleta impacta contra el brazo de Xavi y la cabeza del ladrón. Xavi se gira hacia el cojo, quien está aterrorizado por lo que acaba de hacer. Xavi le lanza al suelo, hace que la parte posterior de la cabeza del cojo golpee contra los tablones y le mete el puño dentro de la boca hasta que casi puede notar como se mea encima el mierda ese mientras la gente huye de la escena hacia la playa, hacia la parte posterior del chiringuito y un brazo coge el de Marisol y ella cree que es el de Francis pero no reconoce los ojos de aquel tipo con un pañuelo palestino cubriéndole la cara que profiere unas palabras en árabe y que le salpica en el pecho y en la cara con un líquido que sobre todo le derrite por dentro, le impide respirar, le abrasa la cara, el pecho, el brazo y el dolor y la arena y la oscuridad y un grito que busca alcanzar allá arriba otro grito y este en otro grito definitivo allá donde el dolor es una catedral de odio y silencio, donde el fuego no se consume por mucho que ella grite y se revuelque y alguien trata de ayudarle pero hasta ese alguien sabe que todo es inútil.