SOY UN PEZ (II)
Si soy un pez es porque quizás solo sea un ojo de ese pez. Un ojo sin párpados. Un pez sin aire en las branquias. Un ojo inmenso de pez. O una pecera inmensa en la que estoy con mi ojo de pez que no se cierra jamás. Las escamas me tiran y duelen pero, al menos, dicen, puedo ver, hablar y comer. Tu lengua puede ser una de esas pesadas alfombras sobre la que las parejas hacen el amor frente al hogar, en las películas que dan por Navidad. Una alfombra pesada, llena de pelos, donde duermen bestias que en sueños, retiran las encías y afilan los colmillos contra ti. Contra tu cara, te muerden la boca, los ojos, el pecho. Monos como hombres salvajes. Pero acabas por despertar o por volver a introducirte en este túnel de calmantes y somníferos. Y uno piensa. No puede parar de hacerlo. Dios es justo. Dios es cruel. Dios no existe porque eres tú quien hace las cosas que ocasionan otras cosas. Eres tú quien decide coger ese camino, ese pasillo oscuro, el callejón tenebroso. Llamar a esa puerta o a aquella. Y la bruja te enseña la manzana dorada. Y si eres perezosa la lluvia será de alquitrán o caerás al pozo. Y las buenas modistillas cosen vestidos rojos para reinas y emperatrices y culos de silla con las caras de cerdos y vacas. Y los peces tenemos escamas. Y las serpientes también.
¿Qué día debe de ser hoy?
Soy culpable de todo y los culpables, todos los culpables, tienen su castigo y acaban por olvidar en qué día viven.
Entre morera, los gusanos soñaban con que llegaran las mariposas.
Lo recuerdo así, de cría.
Sobre las alfombras los hombres se colocan encima de las mujeres y descienden suaves por un tobogán. Eso sale en todas las películas. Las aman: no están casados ni las odian. Eso tampoco.
Pero quizás este cuento, también este, no sea así.
Tampoco el de los gusanos de seda.
Las mariposas llegaron para asesinar a los gusanos en cuanto estos se quedaron dormidos entre hojas de morera.
Ni se enteraron y ahora todos están muertos.