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JUEGOS DE CONFIANZA

1996

Calle Escudillers. Un piso de techos altos. La amante más o menos asidua de Mr. Frankie es Lola, hermana pequeña de una hippie idiota de Menorca. La que había sido novia de un músico de sesión conocido de Mr. Frankie. Su último proyecto musical ni siquiera había conseguido sobrevivir a dos ensayos. No tenía agencia de contratación ni amigos con contactos en ningún lado. Tampoco banda más allá del bajista que le seguía siempre con una lealtad casi morbosa. Un tipo del que no sabe su nombre, solo su apodo y este es más que idiota, Zarpa. Por el amor de Dios, Zarpa. El músico de sesión se había estado follando a la hermana mayor antes de volverse a Londres y él se encaprichó de la pequeña. Había una hermana mediana pero nadie supo nunca nada de ella. Siempre bromearon diciendo que sería la lista. Francis en teoría seguía viviendo en casa con su mujer, aunque está ahora en un periodo de alejamiento con Carol. Ella le envía dinero y espera que vuelva de donde sea limpio y con ganas de salvar lo suyo. La promesa es no esperarse el uno al otro pero Francis sabe que ella está allí y seguirá allí deseosa de creerse sus mentiras, de ver aparecer vivo a Lázaro.

Lola es guapa y ya parecía pirada cuando la conoció. No tomaba drogas, a excepción de esporádicas caladas de cannabis. Se encapricharon el uno del otro. Jodieron a todas horas y de cualquier manera. Ella se dejaba hacer. Le proponía líos, calentarse y quedarse con las ganas, hacer locuras. Francis le seguía la corriente. Era divertida. Una de esas personas para quienes parece que el mundo se pone en marcha cada mañana para que ella lo descubra. De toda aquella época le llegarían años más tarde sensaciones agradables de sol, partículas doradas en suspensión, una larga cabellera negra y unos pechos pequeños y bonitos. Tenerla encima de él, en cuclillas y subir y bajar sobre su polla. Cosas así. Cosas buenas. Presas fáciles para atrapar su nostalgia años después.

Las cosas se ensombrecen cuando recuerda las otras, las malas. Aquella cría se hizo yonqui en quince días, puta en un año y sanseacabó en poco más. Pisó Barcelona limpia. Antes de que acabase aquel mes se chutaba de todo hasta más allá de lo posible. A veces, Francis le debía decir que parase. Tenía una venita azul, obediente como un perro que acudía en cuanto la llamabas con un par de golpecitos sobre su piel blanca de tambor. Se bombeaba heroína o speedball y se le abría la boca al mismo tiempo que se le cerraban los ojos y emitía un sonido muy suyo, que Francis hubiera reconocido el resto de su vida en cualquier sitio. Pero ese día, Mr. Frankie se la mira y ve que en nada ha envejecido siglos. Francis siempre se ha sentido responsable de ella. Es suyo su cadáver. No se engaña y sabe que, de no haberse cruzado en su camino, de no haber decidido acompañar a su colega a las islas, de no haber metido la polla entre aquellos cojines… Él sabe todo eso en los días en los que uno no cree en el libre albedrío y sí en un dios perverso troceando el destino. En los otros, en los que uno cree que uno encuentra lo que busca sin saber que buscaba, Mr. Frankie se siente eximido de toda responsabilidad. Alguien que se engancha en tan poco tiempo ha sido adicta toda la vida y solo espera la primera chispa para quemarse viva. Y nada ni nadie puede evitarlo. La inmolación de Lola era, simplemente, inevitable.

Después de varios fracasos con otros dealers, han acabado yendo a comprar a casa de aquel tarado, Unai, que había sido fotógrafo, pintor, músico y que se vanagloriaba de haberse roto la polla para tenerla en forma de gancho y así dar más placer a las mujeres. Empezó trapicheando pero acabó siendo él su mejor cliente y cortando con cualquier cosa lo que vendía. Se acudía a él, a la desesperada, porque siempre estaba de guardia. Vivía en un piso sucio y desordenado, con gatos y estructuras de motos robadas y envases de yogures por el suelo y una foto suya con unos watusis y un pequeño balcón que daba a un patio de luces y un lavabo estrecho con un armario de pie, apuntalado con otro de media estatura, sin clavos en las paredes. Esa tarde, Lola ha estado enferma de droga. De no tenerla. De tenerla ya dentro en vez de sangre. Sudaba y todo le sobraba. No hablaba ni quería que lo hiciera nadie. Solo quería meterse.

Para Francis resulta insoportable arrastrar aquello.

Francis quiere que se meta y se pierda en la ciudad.

Que le deje en paz.

Tirar el fardo y que el globo coja altura y en la tierra todo sea pequeño y las nubes, algodón.

Han ido a casa de Unai sin avisar. Y eso no le gusta al dealer. Por eso está borde y cabrón, perdonándoles la vida. Con Unai están dos mujeres, una treintañera morena y guapa. La otra, rubia, algo más joven y narizotas. A la rubia la recuerda de algún sitio, de alguna otra vida. Ella también parece reconocerle. Tiene el torso enyesado y eso hace que solo vaya vestida de cintura para abajo, con unas medias agujereadas y una mini de cuero que hacen las veces de ropa. Lola ni las saluda. Es posible que ni las haya visto. Se queda en un rincón de la casa, sentadita en un sofá, esperando que él haga las negociaciones. Un gato le viene a saludar pero, ante su apatía, pasa de largo.

—No me gustan las sorpresas.

—Es una emergencia.

—Esta es mi casa, Mr. Frankie, no un hospital.

—Necesita meterse algo. Traemos nuestras propias jeringuillas.

Pero cuando Francis se las pide a Lola, ella niega con la cabeza, gruñe, se esconde en su rincón. No, no las ha cogido. Y Unai asegura que no tiene una limpia. Francis no se lo cree. Quiere hacerle sufrir. Francis insiste. La rubia ya está soplando sobre el algodón. Unai gesticula tanto su enfado que no deja de ser una parodia de un mal actor haciéndose el enfadado. Cuchara, vela y Lola que ya está alerta. Lo único que la devuelve a la vida es eso. Se la meterá con lo que sea. Unai termina su interpretación y finge haber encontrado una jeringuilla en la mesilla que queda entre ellos y donde Francis juraría que un día había visto un televisor. Según el camello, la jeringa ha sido usada pero la desinfectaron.

—Es una cuestión de confianza, Mr. Frankie.

—¡Esto es una mierda, Unai, joder!

—Juegos de confianza. Como en aquella peli. ¿Sabes cuál te digo?

Lola no puede sola. Tiembla casi con espasmos. No va ni a experimentar placer, solo alivio. Lo cual quizás no es poco. Francis atraviesa su carne y le inyecta, casi con mimo, la droga. Francis bombea la sangre hacia el interior de la cámara. Lola lo mira como un perro a su amo. Instantes en los que le pide en la misma mirada tanto que no la abandone como que se exceda con la dosis y acabe de una vez. Francis se la mira y se esfuerza por verla al sol de Menorca. Con la piel brillante y bronceada y no esta, mate y mortecina. Con sus ganas de vivir y amar de antaño. Con aquella toalla azul, con su cuerpo desnudo abriendo la luz y las motas de polvo, entre los cojines, la casa de paredes gruesas, al amparo del bochorno. Pero en esto Lola abre los labios como un ahogado. Los cierra otra vez. Ese sonido característico. Ese gruñido.

—Ahora tú. Con la misma, cabronazo.

Lo ha dicho la mujer morena. Su mirada furiosa se clava en Francis, con un absurdo sentido de la justicia o del odio, con la frialdad del espectador que no puede intervenir pero sí juzgar.

Francis puede pasar. Por supuesto. Aquella mujer le ha retado pero ¿quién es ella? ¿Qué coño sabe de nada? ¿Para qué se va a jugar la vida metiéndose la misma jeringa que Lola? Si se marcha de allá, no la volverá a ver. Ni Unai ni nadie le podrá reprochar nada. Lo que le pide esa furcia es que se meta una pistola con una sola bala y dispare. Que pruebe hasta dónde llega su suerte. Pero hay algo más. Francis sabe que la mujer ha intuido por qué Lola está metiéndose cualquier cosa de cualquier manera. Por qué Mr. Frankie la sigue arrastrando por la ciudad. Le ha retado porque quiere venganza. Seguro que ella tiene a otro Mr. Frankie a sus espaldas. Alguien que le arruinó la vida y echó a correr. Pero ese es tu problema y no el mío.

—¡Venga!

Francis se limita a pasar la gasa por la aguja. Unai, divertido, le pasa la dosis. Piensa chutarse aquello allí, de pie. Mirando a esa tipa hasta que ella aparte la vista. ¿Quiere jugar? Él también. En el barrio, lo primero que le enseñan a uno es eso. A seguir a tu colega cuando este decide tirarse por la ventana.

Echa un vistazo a su brazo y se mete la aguja. La mujer lo mira, trata de dibujar una sonrisa de desprecio que tiene más de temor que de otra cosa. Pero para Francis aquello no tiene ya que ver con ella sino con algo superior. Se juega la vida con ese chute. Es el pago de su delito. Su pena de muerte. Él mató a Lola. Si Jesús le ama se salvará y él dejará atrás a Lola como recompensa. Si no, se estará metiendo la muerte en las venas y todo habrá acabado. También Lola.

Sube el chute. Quiere sentarse. Disfrutarlo.