FRANCIS INSOMNE
Enciende un cigarrillo para el insomnio. No sabría decir si para ahuyentarlo o para asentarlo definitivamente. Los cambios de turno, se dice Francis. Tantas Coca-Colas, tantos Red Bulls y tanto café. Las pesadillas de siempre. Deben de ser las dos o mucho más tarde. La sensación conocida. Tú y tus muertos. Tus muertos y tú. Trata de recordar. Sin convicción. Al contrario, trata de hacerlo con la voluntad de no recordar nada. Hurgar con los dedos en un ataúd deseando que esté vacío.
El cigarro vencido en el cenicero.
Llueve.
De la tormenta avisan los cristales de su habitación.
El sueño se desliza bajo sus párpados como una alfombra y Sonia abre su tumba y le vuelve a decir que le quería pero que no le apetecía follar con él porque era un drogota. Y luego ella, caballo andaluz bonito, fue la drogota y él no quiso follársela, la última noche que se vieron. Y todo esto no es sino un sueño con los rizos de Sonia flotando alrededor de la luz de la mesilla.
Sonia.
No recuerda sus apellidos pero qué esclarecedor, sí el portal al que iban a pillar juntos.
Otro muerto, Mr. Frankie.
Varado en el limbo.
Abre los ojos a eso.
No, quizás esa no sea una gran idea.
Mirar la verdad nunca suele serlo.
El estómago le cruje. Antes intentó defecar. Esa dieta de arroz cada noche para meter en medio lo que se pueda —pollo, melocotón en almíbar, macarrones— le tapona. Esta noche Francis se siente gastado. Levanta un brazo sin razón alguna. Estira los dedos. Y, como si sostuviera una tiza, escribe unos signos primero, unas frases, el punteo de canciones a medio olvidar.
Estás loco.
Deberías haberte matado antes de los veinte.
Dormirías mejor ahora.
Hay nubes más bajas que edificios, piensa o sueña. Hay hombres que saltan de esos edificios y caen desde un punto más alto que las nubes. De tener a Sonia aquí le pediría una vez más. La última. Una media erección. No piensa devolver nada de esta. Soñando y excitándose con muertas. Afuera, arrecia el agua.
Apesta el jardín podrido de sus manos buscándose bajo el pijama. Solo hay una única manera de dejarse llover, piensa, y es dejar que la lluvia convierta en cartón tus zapatos y llegar a casa y que tu madre se enfade y te pegue con toda su saña. Es eso. Empaparse y afrontar el castigo. Luego, en la vida no hay nada más que aprender. Anda desvelándose con esos pensamientos Francis, mientras mantiene aún la mano en la polla, ya flácida y le duele la tripa y tiene hambre y también sed y se levanta y fumaría otro pero mejor no. Apoya descalza la planta del pie. El helor es agradable, como si caminara sobre las piedras húmedas de una antigua ermita. Va en busca de la acústica. La funda, el olor, las púas. Pasa los dedos por trastes y cuerdas. Falta la quinta. Trata de afinar. Restos de canciones agarradas al aire.
¿Sabes…? No hay nada parecido a estar sobre un escenario, mirar la cara de tu mejor amigo, a tu lado, no decirse nada, entenderlo todo.
Hablar entre el ruido del ruido por el ruido.
Sabiéndose todas las canciones de los viejos asesinos, los héroes quemados vivos. Aprendidas todas ellas, en portales y patios, al acecho, entre edificios grises de protección oficial por donde aullaba el viento como un ejército en desbandada. Bolsas de plástico danzando como derviches, consignas y esvásticas, esquinas y ascensores. Todo estaba allí. También en la derrota de los viejos. En los ojos sin vida de los hermanos mayores.
Enchufar el jack al ampli y buscarlo y encontrarlo.
Dejarse llevar.
Echarlo fuera.
Gritar, desafinar, trascender.
¿Qué se hizo de todo eso?
Mañana cobrará su primer sobre en mucho tiempo. La mayor parte para la deuda con sus hijos. Se lo entregará en mano a Víctor. Lo que siempre le ha dicho su abogado que no haga. Eso mismo.
Guardará algo para tabaco y priva.
Comprueba si el tocadiscos funciona. El plato con el zumbido de siempre da señales de vida. Francis sabe que seguirá chutando un único altavoz. El plato gira pero no hay aguja. A la radio le falta la conexión a la antena. El reproductor de casetes quizás vaya. Hay unas pocas cintas pero para Francis el momento ha pasado. Ya da igual. Quizás sea una señal para que trate de dormirse.
Apaga la luz. Se mete en la cama. Se le han quedado los pies helados. Quiere regresar a Sonia con aquella sensación placentera, buscada sin ansiedad. Si tuviera a Sonia allí mismo la desnudaría poco a poco. Le bajaría las bragas, deslizándoselas por las piernas hasta el tobillo sin quitárselas del todo. Le pasaría la mano por la entrepierna, abriría la mano y la dejaría allí, quieta, con sus latidos como una campana atronando contra su palma.
Mataría por estar dentro de Sonia, porque eso querría decir que Sonia seguiría viva y que él aún podría follar.
Mataría por abrirse camino y notar cómo ella le espera y le recibe, en su crema caliente.
Mataría por correrse en ella porque querría decir que el jaco no se la llevó.
Que todo su ser entrara en ella y se expandiera hasta el último rincón de su cuerpo como un juguete lleno de agua.
Pero el deseo ya no llega, esté donde esté.
A Mr. Frankie se le abre un ojo como al loro malvado de las películas.
¿Qué tal otro cigarro?
¿Qué tal, Nilsson, un poquito de tos en medio de la madrugada?