BOCATA DE «TUÑINA»
A través del humo del cigarrillo, Marisol ve a Francis embutido en ese traje de mangas largas heredado del anterior vigilante del aparcamiento. La mujer nota dibujársele una sonrisa. Le enternece aquella visión de su medio hermano con su barriga y su rostro ensanchado. Ojalá se desprenda lo antes posible de ese hedor a derrota. Suena en el aire, puntual como cada noche, el rítmico batir de una madre haciendo una tortilla de cien huevos a juzgar por el estruendo. Igual acaba tirándoselo. Por matar el quiso y no pudo. ¿Tirárselo? Eres una enferma, María Soledad. Sabes que no lo harás. Francis es solo una piltrafa de yonqui, joder.
—Pero si hasta le diste un llavero nada más verle…
—Que fue la computadora, Mari, ya te lo he dicho.
—Si solo es para chinchar un poco.
—Ya.
—Pues si te gusta ahora deberías haberlo conocido antes.
—Me lo imagino.
—Te aseguro que no, sudaquita.
Marisol dispara su risa. Francis lo oye y se gira hacia ellas. Alza una mano y sonríe a su vez. También lo hacen Marisol y Mayka. El problema igual era ese, haber conocido al chico rock’n’roll y comparar. Guapo, delgado, con su carita de lápiz, arrogante y canalla. Esas noches en las que no aparecía por casa y que, en su mente de cría, parecían un parque de atracciones solo para adultos: todo luces, todo amor, todo diversión. Por no hablar de aquellas miradas de tantas y tantas chicas asaeteadas contra Francis con la esperanza de follárselo, de ser su Juana de Arco o su virus letal, a propia elección. De adolescente las odiaba a todas. Soñaba Marisol con cumplir los años de tres en tres, que le salieran de una vez las tetas, cumplir dieciocho y quedárselo para sí y demostrarle lo que era una hembra de verdad. Pero no llegó a tiempo. Por otro lado, Marisol cree saber qué le atrae de Francis a Mayka. Manso, desvalido en lo que fue ferocidad, ganarle de enfermera lo que no podría haberle ganado hace años en pasión y vicio. Una chica se acerca a Mayka y le dice que debe sustituir a la de la puerta. La mujer apaga su cigarro, se despide de Marisol y entra a la sala de juegos. Esta está tentada de hacer lo mismo cuando ve que Francis se acerca hacia la puerta del aparcamiento al haber sido interpelado por alguien. Algo corriente que sin embargo la intranquiliza. Lady Claire la ayuda. Lady Claire la saca de quicio. Su palabrería que nunca dice nada al tiempo que lo dice todo. La última tirada de cartas la volvió a poner en alerta. Aún le inquieta que Amoah quiera venir por aquí y arreglar cuitas. Ha pasado tiempo, se dice. No ha sabido nada de él pero sabe que no puede confiarse. Tampoco tiene claro que, de haber aparecido, Xavi o don Damián se lo contaran. Lo que tiene claro es que, ante la primera cosa rara que ve, avisa a Xavi. Por fortuna, esta noche está en el bingo.
Francis está hablando con alguien con cierta familiaridad. Marisol baja los escalones hasta el suelo de tierra donde están aparcados los vehículos de clientes y personal. Da unos pasos. La mala espina le dice que sabe perfectamente quién es. Se acerca y ve lo suficiente como para recorrer el camino andado, entrar en la sala y buscar con la mirada. Xavi está —cómo no— en la barra tomándose el quinto cacharro de la tarde. La ve venir. Mira a un lado y a otro y cuando se ha cerciorado de que nadie le mira, se permite sonreír a la fulana de su jefe que se está trajinando y de la que anda encoñándose como un imbécil, no haciendo caso a esa voz sabia que le dice que estos líos siempre salen mal. Xavi sabe que ha de dejarla. Pero antes quiere saciarse de ella, que no le quede ni una gota de deseo. Presa de un mal hechizo la busca, la tiene, la rechaza para volverla a buscar. Y las noches en las que él no la tiene, se le nubla la cabeza al imaginársela abriéndose de patas ante el gusano sin seda de don Damián. Mierda de cartón, con el único número bueno ya cogido.
—¿Cuántas llevas ya?
Xavi no contesta. Se le borra la sonrisa etílica, coge la copa que lleva a medias y sigue a su amante hasta la salida de emergencia. Lío en el aparcamiento. Lío con el memo de su hermano. ¿Qué habrá hecho mal esta vez? Se quedan en la puerta. Xavi ve a Francis hablando con un viejo que tiene un ojo más puesto en la puerta en la que están ellos que en su interlocutor. Xavi lo reconoce. El puto viejo. El vecino aquel que, de tanto en tanto, persigue y acosa a Marisol, al que le ha dado más de un empujón y con el que ha gastado más de una amenaza. No hace falta mucho más. Sabe lo que ha de hacer. La mujer le detiene.
—Espera, Xavi. Tengo que decirte algo.
Lo que ha de confesarle es algo que no quiere oírse decir. Porque hablar del viejo es abrir una y otra vez una herida aún rebosante de pus. Después del juicio, después de aquella sensación de haberla vuelto a violar una y otra y otra vez fiscales, abogados y jueces nunca más ha querido oírse decir lo que pasó, de tal modo que a veces hasta parece que todo se lo hubiera inventado ella.
—Dime.
—Ese tío, el viejo, es el padre de Francis.
—Entonces…
—Me crio. Él y la bruja de su mujer. Más que criarme me explotaron, me las hicieron pasar moradas. Me castigaban. Me pegaban. Hasta que me harté.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Pensé que se cansaría.
—Si le hubiera dado un par de hostias en su momento ya no lo tendrías por aquí.
—Es un anciano. Si no estuviera Francis no te digo que no se las dieras aquí y ahora. Pero no quiero malos rollos. Francis no se enteraba de nada. No vivía con ellos. Pasaba meses sin aparecer. No quiero líos ni dar explicaciones a nadie. Si quieres, dile a Francis que sea él mismo quien lo despache y ya está.
Xavi odia los secretos que no son suyos. Del mismo modo que las mentiras que no ha dicho él. Le encantaría demostrar a su chica de lo que es capaz para cuidarla, protegerla. Notar cómo se le deshace el coño mientras da una somanta de palos al viejo o al moro que ojalá volviera a aparecer por aquí para ensañarse con él por todo: por las palizas a Marisol, por lo de las Torres Gemelas y para que se olviden de Ceuta y Melilla. A él no se le escaparía como se les escapó a Timón y Pumba. Eso está claro.
Cuando Xavi está a unos metros de padre e hijo, Paco le ve venir y da dos pasos atrás. Francis se gira. Se esperaba —sin mucha lógica— a Marisol, aunque fuera a distancia, pero era obvio que debía ser ese o cualquier otro matón.
—No pasa nada, es mi padre…
—Lo sé.
—Buenas noches… —saluda Paco.
—Usted sabe que no puede estar aquí. Se lo hemos dicho muchas veces. Pero insiste e insiste.
—Mi hijo se había dejado el bocadillo.
El bulto en papel de periódico tiene ya su explicación. También la botella rellena con agua de la Fuente del Cuento, puro manantial dicen.
—No saquemos las cosas de madre: me ha traído el bocata.
—Tú deberías saber igual que yo por qué no puede venir.
—Pues no lo sé.
—Escúchame cuando hablo. He dicho que deberías.
El viejo es consciente de que ha cometido una estupidez. Quería verla. Quería verla y que no le viesen. Tenía una excusa. Cuando su hijo le explicó que había conseguido ese trabajo en lo único en que pensó fue en Marisol. En verla. Pero se percata de que quizás lo ha fastidiado todo. Ahora Francis se enterará de las falsedades que se puede inventar esa víbora. ¿Qué necesidad, después de tanto tiempo…?
—Ya me voy. Cuidado que es tuñina y regalima.
—Está bien, papa. Luego hablamos.
Paco se marcha. Si hay una posibilidad de que las cosas no acaben por estropearse es largarse lo antes posible. La ha visto un poco. De lejos, casi nada. Viejo loco con el corazón de un crío. Iba de uniforme la niña. Fumaba. Como una actriz de las de antes. Bette Davis y todas esas, viejo.
—Marisol exagera un poco.
—¿Tú crees?
—Sí.
—Tú eres de esos tipos que creen que todos exageramos un poco, ¿no?