11

BINGO

En el bingo es obligatorio jugar o consumir. Preferiblemente ambas cosas. Preferiblemente a la vez. Pero entrar es gratis. Eso sí. Entrar no cuesta nada, pero salir cuesta, siempre cuesta. Francis sabe mucho de eso.

Una sudamericana de piel oscura, cerca de la cuarentena, rubia de bote y con dientes separados le pide los datos, el documento de identidad, le pregunta si es la primera vez que viene. De la blusa negra de uniforme cuelga una tarjeta que Francis no atina a leer y tres botones más abajo, unos pechos constreñidos.

Un llavero de regalo.

Una casita plateada.

Gracias.

—No he sido yo sino la computadora.

Mayka. Mayka Morcillo. M. M. Eso pone en la tarjeta. Francis piensa que la mujer es bonita aunque de una manera exagerada, como dibujada con rotulador de trazo grueso. Todo grande: boca, nariz achatada, cara de luna. Ojos redondos. Negros. También enormes. Sin brillo: solo ojos para mirar.

—¿Te puedo preguntar algo?

—Claro.

—¿Está por aquí Marisol?

En ese momento parece como si alguien hubiera decidido cambiar, en medio de la función, el papel de los actores. La cara de la mujer se endurece. Mira por encima del hombro de Francis. El agente de seguridad que está a pocos pasos de ellos, en apariencia, a lo suyo, contesta en su lugar:

—¿Quién lo pregunta?

—Soy su hermanastro.

Es obvio que la respuesta no es la correcta. Como si de un tablero de la oca se tratase Francis es obligado a desandar dos, tres, siete casillas. Ya desde la acera ve como la rubia llama por teléfono. El vigilante se muestra encantado ante la perspectiva de hacer algo más que aparcar a jubiladas borrachas en paradas de autobús. Al parecer nadie atiende la llamada de la chica. Nadie le puede dar solución al acertijo de si Marisol tiene o no un hermanastro.

Francis trata de fingir indiferencia. Saca un cigarrillo. Lo enciende. Luego, se gira y mira en derredor. Como si no supiera qué iba a ver en aquel barrio tan parecido al suyo, a todos los alejados del centro, del santurrón de Gaudí y de las cafeterías de diseño. Como si le importara. Las aceras y calzadas conservan parte de la humedad de la llovizna de hace un rato. Siete de la tarde: críos y abuelas cruzan por rambla Guipúscoa. El de seguridad da dos pasos en su dirección y le espeta:

—Será mejor que te vayas.

—¿Por qué?

—¡Aire!

Mr. Frankie busca con la mirada a la rubia. Mayka ha salido a darle alguna explicación de más que entiende necesaria o cuando menos educada. Con el brazo aparta al tipo de seguridad hacia su lugar como un perro a la caseta.

—Marisol no se encuentra aquí. Tampoco recibe visitas inesperadas. De ahí los modos.

—No entiendo qué pasa.

—Siendo familia debería saberlo.

—Mis padres la acogieron cuando su madre murió. Hace años que no sabemos nada el uno del otro. Yo soy músico y, bueno, he estado un poco desconectado de todo.

La mujer piensa aprovechar todo aquello para fumarse un pitillo. Le ofrece uno a Mr. Frankie. Este le enseña el que ya tiene, humeante, entre los dedos. Sopesa si puede fiarse de él. Decide que sí.

—Disculpe a ese. En el fondo no es mala persona.

—El uniforme los cambia.

Caladas. Silencio.

—¿Era usted cantante o algo así?

—Tutéame.

—Ok.

—Guitarrista. También cantaba. Segundas voces, alguna canción de solista. Pero hace ya mucho. Estoy fuera de concurso.

—Me gusta mucho la música. De bailar y eso.

—Ya.

—Esa cara es de los que no les gusta pasarlo bien. Nada de bailar salsa, cumbia, todo lo bueno. ¿Me equivoco?

—Eso solo lo bailáis los de allá abajo. Aquí, acompañamos con el pie, ya sabes.

—La típica gracia española.

—La misma.

Aunque el tono es claramente de broma, la tensión con el guarda de seguridad hace que Francis aún no haya cogido el punto adecuado con la mujer. Su pitillo ya ha cruzado la línea roja. Como una de aquellas canicas de crío, percute con sus dedos hasta lanzar la colilla al gua presuntamente escondido en la oscuridad.

—Te acepto el cigarrillo ahora.

—¿Vas a fumar uno detrás de otro?

—Sí.

—Te lo doy para el camino si no tienes más, pero no es necesario que te me mueras aquí mismo.

Mayka le alarga el cigarro con una sonrisa. Francis insiste en fumárselo de inmediato en una absurda e infantil demostración de hombría. Mientras la mujer le da lumbre, él canturrea burlón «Pedro Navaja». La mujer pilla la broma. Francis la mira a los ojos. Una calada. A ella no le parece peligroso, al menos para Marisol, al menos no de aquella manera en que puede resultarle a la novia del jefe:

—La niña tuvo por novio a un bicho malo. Un árabe. Le pegaba. La veía por la calle y le decía de todo. Regalada, puta, ya sabes. Ella se cansó y le dejó. El moro entonces la amenazó de muerte. Y aquí la cuidamos. No nos podemos fiar de nadie.

—No lo sabía.

—Ahora ya lo sabes.

—La semana pasada gracias a ella conseguí un traje. Solo quería verla para darle las gracias. Dáselas tú en mi nombre. Me llamo Francis. Dile que el Francis ha venido y le da las gracias por lo del traje. Solo eso.

—Se lo diré.

—Ok.

—Francis.

—Sí.

—Francisco, ¿no?

—No, Francis.

—Entendido.

Mr. Frankie echa a andar cuando Mayka le llama:

—Esta semana Marisol hace turno de noche. El guarda ese, no. Ese acaba en nada. Hoy mismo a partir de las nueve la encuentras. Yo no estaré. No preguntes por ella. Entras a jugar y ya está.

—Gracias, M. M.

Mayka parece no entender. Francis señala la tarjeta que le cuelga del pecho. La mujer cae en la cuenta. Sonríe. Satisfecha, Mayka apaga el cigarrillo pisándolo en el suelo y se gira en dirección al salón de juegos. Por cómo menea el culo quiere y sabe que Mr. Frankie se lo estará mirando. Él lo hace, pero se quita de la cabeza el irse a la cama con esa mujer. Después de tantos estragos, un buen polvo no deja de ser algo que otro hombre que se llamaba igual que él solía hacer hace ya mucho tiempo.

De regreso.

Quizás vuelva en dos horas.

O después de cenar, para asegurarse de que esté Marisol.

O mañana.

Cruza el Puente del Trabajo en dirección a la Meridiana, la Sagrera, el Guinardó. Va pensando en sus cosas. La idea es pedir trabajo a Marisol. De lo que sea. La idea es ir reuniendo dinero. La idea es poder vivir mejor. Tener siempre tabaco. Una cervecita. Alguna juerga. La idea es ahorrar. La idea es ir pagando las pensiones debidas y las que el cinco de cada mes vencen. La idea es que así sus hijos, Víctor y Óscar, sepan que su padre les ayuda y quieran verle. La idea es evitar una condena que le pueda llevar a prisión. La idea es poderse pagar el alquiler de un piso barato hasta que la espiche Paco y entonces quedarse con su piso y la vida parecerá otra cosa. La idea es levantarse del suelo. Verse guapo y digno en el espejo, a los ojos de los demás.

Esa es la idea.

Y, para qué engañarnos, la idea también es darse una alegría muy de vez en cuando, volver a pasárselo bien una vez curada la dependencia. La idea es follar, que se le vuelva a levantar dura y amarga. La idea es volver a la música. La idea es volver a ser el rey del barrio. La idea ya no es idea, se dice Francis. La idea se te ha ido al reino de las fantasías, cretino. La idea es reunir dinero y pagar pensiones y evitar el juicio o la cárcel o lo que sea. Y si luego te sobra para una caña, perfecto.

Esa es la idea.

No nos movamos de la idea.

La idea como un ancla.

Como el collar de una bestia.

Sin olvidar nunca que la bestia eres tú y no el collar.

La puta idea.

Ha ido andando un buen rato sin darse cuenta. Los establecimientos van cerrando. La gente refugiada en bares o en sus pisos. Las luces de los edificios se encienden y se apagan en los huecos de las escaleras comunitarias. Francis imagina a los críos haciendo los deberes en sus mesas con lámpara de cuello articulado. Los viejos viendo la tele. Las primeras aguas calentándose en el fuego para la cena a la hora del telediario. El mundo viejo parece haber vuelto con los parados y la pobreza. De vez en cuando se cruza con alguien levemente familiar. Una manera de andar, la forma de mover los brazos o el brillo de unos ojos en el fondo de las cuencas de una cabeza hinchada, víctima de la calvicie o los tintes, delatan al chaval, a la niña que fueron. Son ellos. O sus hijos. O zombis que se los han comido por dentro.

De repente, le ve. En otras circunstancias no le cabría la mínima duda pero la situación le sugiere que aquello no puede ser. A unos cien metros de donde se encuentra, está un supermercado. Lunes. Casi las nueve de la noche ya.

Un grupo numeroso de gente espera que los trabajadores tiren a los contenedores productos caducados o en mal estado para llevárselos. Son diez, veinte, los hombres, mujeres, ancianos que están esperando. Una dependienta y un par de mozos del almacén sacan yogures, fruta podrida, bandejas de salchichas.

Y ahí le tiene.

Su cuerpo menudo, su porte tratando de aparentar dignidad a una distancia media que, llegado el caso, podrá no delatarle.

Su padre.

Apenas depositan el primer panel en la acera cuando la gente se tira encima. Dos sudamericanos chaparrudos pero corpulentos copan la primera fila. Hay unas cinco o seis personas de la misma edad que Frankie. Incluso algún crío. Paco y un par de ancianas tratan de encontrar un agujero por donde colarse. No habrá suficiente para tantos. Sacan otro panel para el resto de la gente pero Paco ha atisbado unas peras, unos yogures de sabores —fresa, plátano, macedonia— y no parece dispuesto a renunciar a ellos. Se cuela por la izquierda de uno de los sudamericanos, coge un pack de seis yogures pero no hay oportunidad para las peras porque con una mano y un «carajo» Paco es empujado bruscamente, golpeándose en la cara al caer con la barra metálica del abridor de pie del contenedor. Mr. Frankie quiere intervenir. Recogerle del suelo, sacarlo de allí, pero Francis es consciente de que eso le dolería más a su padre que el golpe y aquella humillación que, seguro, no es nueva. Al viejo le sangra un arañazo en la mejilla. Protesta. Se levanta. Intenta incorporarse al asedio del otro panel pero le resulta imposible. Mr. Frankie está expectante. Si la violencia crece, intervendrá. Ese viejo no deja de ser su padre. Paco ha optado por esperar como el que no espera. Cuando los más jóvenes se van con lo más suculento o solo presentable, toda la carne por supuesto, se acerca y atina a hacerse con algo de fruta.

Cruza Francis corriendo el paseo y enfila Llobregós al lado de la Riera de Horta sin agua desde hace mil años y sin yonquis ni mendigos bajo el puente desde hace algo menos. Le hubiera gustado no ver aquello. Hacer algo. Ser Batman. Tener los huevos que tenía antes y no esa congoja, aquel cobarde sorbete de mocos y retirada.

—¡Hostiaputahostiaputahostiaputa!

Mete los puños en la chaqueta que no puede abrochar del todo. Ha refrescado, pero aún no es el frío que recuerda de los inviernos de crío. Está furioso, harto, loco. Quemaría la ciudad. Los mataría a todos. A los que han hecho eso. A los que lo han consentido. A los que lo vieron venir. A los que saldrán ilesos. A los que se harán más ricos. Va subiendo sin saber hacia dónde. Cruza las inmensas instalaciones de uno de los colegios religiosos del barrio, restos de cuando Horta no era propiamente Barcelona sino zanahorias, lechugas y lavanderas. Se cruza con chavales que salen de clases extraordinarias, actividades deportivas. Sube por la Font d’en Fargues, toda una montaña que el asfalto no ha podido esconder. Sin resuello, se detiene en uno de los bancos y se sienta. Se mesa los cabellos. Mira sus viejos zapatos. Hace un amago de llorar, pero no hay nada con lo que secar esa nada que le anega por dentro. Cierra los ojos con fuerza y espera. Segundos después, todo sigue en su sitio.

Una hora más tarde llega a casa de su padre. En el comedor, este anda con un capítulo antediluviano de McMillan y esposa, de cuando Rock Hudson tenía peluquín y mujer. La sangre se le ha ido secando en la mejilla al viejo bolchevique, pero no parece que se haya curado la herida. Quizás ni se ha dado cuenta de que la tiene. El otro dolor debe de estar haciéndole mucho más daño.

En medio de la mesa, una manzana y un yogur.