EN LA CIUDAD DE LA JUSTICIA
Francis acude, nervioso y trajeado, a la Ciudad de la Justicia. Ha llegado con tiempo de sobra. Tiene cara de haberle costado mucho dormir y así es. Los nervios, el imaginar cómo discurrirá la vista, las preguntas del abogado contrario, el juez, la presencia de su exmujer y quizás sus hijos, todo eso le ha ido robando minuto a minuto el descanso que ahora echa de menos. Va dejándose llevar desde la salida del metro calle abajo hasta los juzgados. Cuando llega, un buen número de personas está esperando en las puertas frente a los tornos para poder entrar. Móviles, llaves, objetos metálicos. Ha quedado en el centro de la sala principal, en Información, con el abogado. Lleva toda la documentación en una diminuta, viejísima y desgastada carpeta Centauro azul que le ha prestado su padre. Espera no haberse olvidado nada.
Hombres y mujeres bien vestidos, resueltos, van y vienen, seguros, al parecer, de conocer todos los entresijos de aquel laberinto que intimida a Francis. Resulta difícil abstraerse de esa eficacia y no compararlo con su vida chapucera. Francis se sienta en uno de los bancos y observa ese ballet sin pensar mucho, pero hay algo obsceno en el tránsito despreocupado de abogados y procuradores, funcionarios y jueces, en sus risas y sus conversaciones banales.
Con otro cigarrillo engañaría el hambre pero ni aquí ni en ningún sitio se puede ya fumar. Le tienta salir fuera y encenderse uno pero teme perder el poco ánimo que aún conserva para volver a entrar y pasar aquel mal trago.
También anda por allí la gente justiciable, algunos con trajes y pinta de tener posibles, pero también los embutidos en chándal de colorines, gitanos rumanos o autóctonos con sus familias, jerséis de mercadillo, niñatas con sus héroes quinquis, gente de los desahucios, víctimas de accidentes de tráfico, los que trapichean, los que se quieren divorciar y los que aún esperan una segunda oportunidad. Las viejas locas, los hijos de puta oscuros y los de chaleco amarillo, cumpliendo los servicios sociales, tratando de dirigir a los extraviados. ¿Y Francis? ¿Qué pinta debe de tener él? Con su traje caro, robado y arreglado por la señora Imma, una vieja loca por Artur Mas, como le confesó, al ir a recoger el traje, entusiasmada también con la llegada de la independencia, aunque no sabía muy bien de qué ni de quiénes, si de España, del Real Madrid o de la pobreza.
Mr. Frankie solo había visto en una ocasión al abogado. Designado de oficio, por supuesto. Fue en un despacho por encima de plaza Universitat. Debía de tener una tarjeta suya por algún lado. José María del Valle. Habían quedado en el punto de Información diez minutos antes del juicio. Le hubiera gustado prepararse bien la vista pero no pudo contactar con él. Cada día se proponía llamarle pero cuando no era una cosa era otra. Una tarde llamó pero su secretaria le dijo que estaba reunido. Ayer lo consiguió. Al letrado, al parecer, le bastaba con hablar con él unos minutos antes. Francis recordaba sus rasgos levemente. Era un tipo delgado al que le gustaba hacer atletismo. Eso lo recordaba porque, a las primeras de cambio, se lo había espetado en aquella única ocasión en que se vieron. Llevaba unas gafas que enmarcaban un rostro agradable con marcas de un acné que fue doliente y una cabellera que se le mantenía a raya en la cuarentena. Era afable. Parecía buen tipo pero gratis. De ahí, se dijo Francis, de esa gratuidad, que aquella única visita en su despacho y diez minutos hoy fueran todo lo que necesitaba el abogado para preparar un juicio en el que le pedían cárcel.
Pero allí, alrededor del mostrador de Información nadie le recuerda ni remotamente a Del Valle. En eso, escucha pronunciar su nombre y apellido. Francis se gira esperando ver la fisonomía recordada del letrado, pero se encuentra a otro tipo —pelo ralo, dentadura arreglada y estupenda, bronceado impecable y ojos color almendra— que desde su traje le lanza una mano que Francis estrecha.
—Hola, soy José Luis de Viguera, compañero de Chema. Él no ha podido venir porque le coincidía con otra citación.
—Ayer no me comentó nada.
—Se le debió de pasar. ¿Cómo vamos de tiempo?
El abogado le hace preguntas cuya respuesta ya conoce. Consulta su reloj hasta que la muñeca le recuerda que desde antes del verano ya no lo lleva. Busca el móvil. Hay tiempo. ¿Desayunan? Por supuesto. Uno solo para De Viguera.
—¿Quiere usted algo?
¿Un zumo de naranja? ¿Un mini de jamón?
—Un café como el suyo ya me está bien —contesta prudente y adecuado al dinero que lleva en el bolsillo Francis.
—Chema ya le explicó lo que ha de hacer, ¿no? Optamos por no declarar. Está en su derecho. A la primera pregunta dice eso, que no quiere declarar. Aportamos la documentación y sanseacabó. La ha traído, ¿no?
—Sí.
—Recuerde: dice que se acoge a su derecho de no declarar y ya está. ¿Lo ha entendido?
—Sí, sí.
Sorbo al café. Uno y otro. Francis se ha cogido dos sobres de azúcar para la flojera dentro de nada.
—¿Le puedo preguntar una cosa?
—Claro.
—Yo no declaro, pero ¿cuál va a ser el planteamiento del juicio?
—¿Qué juicio?
—El de hoy.
—Hoy no habrá ningún juicio. Usted va a declarar y punto. El juicio será de aquí a dos, tres, seis meses.
¿Y el traje robado? ¿Y los nervios? ¿Y el desespero por llegar a la vista sin un solo euro para rebajar la deuda que debe? ¿Y la visita desesperada a Víctor en la parada del autobús?
Francis sigue al letrado hacia los ascensores. Al llegar a la planta donde se ubica ese juzgado concreto, se topa con unas vidrieras que muestran la ciudad limítrofe, L’Hospitalet. Va tras el abogado, de pasos enérgicos, por un pasillo encerado, amarillos los suelos y marrones los muebles que lo flanquean, una serie de sedes de juzgados a la vista del público donde andan trabajando hombres y mujeres con una vestimenta, más informal aunque muy parecida entre sí. Armarios metálicos abiertos con fotos de niños, postales de Praga, Nueva York, playas caribeñas o fotocopias de caricaturas sobre aspectos laborales, carteles contra los recortes. Y por todas partes —en armarios, suelos, mesas— expedientes con carpetas verdes, naranjas, rojas. El abogado le pide el DNI y él aprovecha para entregarle el resto de la documentación. De Viguera entra por una puerta abatible que queda a la altura de las rodillas y Mr. Frankie mira a izquierda y derecha y decide echar a andar. No hay casi nadie en el pasillo. Supone que es un día tranquilo. Mejor. Siente vergüenza por estar allí. Por todo aquello. Por tener que soportar que le echen en cara que debe dinero a sus hijos. Como si fuera un acto voluntario. Como si pudiendo pagar no hubiese querido hacerlo.
Estaba pasando una mala época.
Aquello pasaría.
¿No podían tener un poco de paciencia con él?
Con la de dinero que pasó por sus manos, la de noches quemando la pasta a horcajadas… Y ahora, qué lástima no haber dejado olvidado algo de ese dinero en un bolsillo para poder venir hoy y arrojarlo encima de la mesa del juez o de quien sea. Haber comprado algo, una casa, cualquier cosa que le permitiera un suelo firme sobre el que levantarse y no tener que hacerlo sobre los huesos de un padre que vive con una pensión mínima, sin apenas dinero para nada ni nadie a quien poder pedir un favor.
Como un chispazo, le llega la idea de contactar con Marisol. Seguro que Dalmau le puede facilitar el acceso a su media hermana. Puede argumentar que quiere darle las gracias personalmente por lo del traje. Un traje que espera le siga sirviendo para cuando finalmente se celebre el dichoso juicio. Si aún está liada con el aquel tipo pastoso, seguro que podrá darle un trabajo de lo que fuera y así irse recuperando poco a poco. Quién sabe si cuando llegue el juicio habrá reunido algo de los más de seis mil euros de pensiones impagadas y evitar, en lo posible, aquella condena a prisión improbable según su letrado pero que a Francis le asusta tanto.
Su abogado le llama. Francis se acerca con rapidez. Cruza la puertecilla abatible y se dirige hacia una de las mesas del fondo donde una funcionaria le espera con la mirada puesta en el ordenador y los dedos sobre el teclado. Una mujer de unos treinta años, rubia y atractiva está detrás de ella corrigiendo algo de lo escrito. Al llegar a su altura, la mujer que está de pie le ordena que se siente sin tan siquiera mirarle. Le hará una serie de preguntas. Por el trato —distante, tímido, de una aspereza rutinaria— supone que es la jueza y está convencido que le desprecia, que está condenado de antemano, que ha accedido a su base de prejuicios y lugares comunes y aquella tipa ya ha dictado sentencia sin ni tan siquiera haber escuchado su historia, sus razones, su manera convincente de explicar lo que pasó. Su pinta tampoco debe de ayudar mucho. No cree que un traje esconda por mucho tiempo que no eres nadie.
—Recuerde lo que hemos hablado —dice De Viguera.
Francis asiente. La funcionaria repasa datos. Nombre, apellidos, número de DNI, domicilio…
—Ya no vivo allí. Ahora estoy con mi padre. Cuidándolo. —Se siente cómodo con esa mentira, y se ve mejor delante del espejo.
Francis da su nueva dirección. Le leen artículos, derechos. Trata de retener algo. No puede. No sabe. No quiere. En su paranoia, tiene la sensación de que los funcionarios de las otras mesas están pendientes de lo que allí está pasando.
—¿Tiene usted ingresos?
—No.
—¿Está buscando trabajo?
—Claro.
—¿Cuál es su profesión?
—Soy músico.
—¿Profesor de música?
—No, guitarrista.
—¿Guitarrista?
—Sí, guitarrista de rock’n’roll.
Recuerda, Francis: no vas a declarar no vas a declarar no vas a declarar.
—¿Va usted a declarar?
—Sí.
El suspiro de su letrado hace que hasta la jueza levante la vista por debajo del flequillo y le sonría, compasiva. Luego, De Viguera, se pasa la mano por la cara y echa un vistazo al iPhone por si su mujer le ha enviado el whatsapp de cada mañana. La funcionaria pide una aclaración.
—«Rocanrol», ¿cómo se escribe?
—Así, como suena: rock’n’roll —contesta la jueza con un mohín de algo muy parecido al hartazgo.