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XAVI TIENE UN PLAN

Don Damián ladea su cabeza ovalada y se atusa con dos dedos ambas cejas. Hace frío, carajo. ¿Seguro que funciona la caldera de la calefacción? ¿Por qué está escuchando a Xavi? ¿Por qué se va a meter en problemas? Todo le suena a sabido, vivido, repetido. Quizás sea por una cierta añoranza del peligro de antaño. Por sacar dinero rápido y bien. O quizás —¿por qué no reconocerlo?— esa necesidad de demostrar a Marisol que aún sigue teniendo los suficientes bemoles como para hacer cosas peligrosas, nada de esos pedos de viejo, nada de esa polla enviagrada que le escupió la otra noche la boca podrida de esa hija de perra. Le tentó callarle la boca con una hostia pero no lo hizo. El moro le pegaba. Él no lo haría. Optó por largarse del piso. Se fue a su segunda residencia, una torre en una urbanización de Terrassa donde le saludó el pato al que hace años apodó Almirante Nelson y los cien gatos callejeros que toman el pelo al par de perros pastores que en teoría cuidan de la casa. Ellos y las cámaras instaladas que nadie mira ni guarda porque nunca pasa nada por allí. Ni polis ni ladras. Tierra de nadie, aquella urbanización construida ilegalmente en los setenta y que nadie sabe muy bien quién rige, quién decide, quién paga. Aquella casa tiene una caja fuerte y dinero por todos lados: en el cajón de los calzoncillos, en el pote del café, en la nevera, entre la ropa sucia. Don Damián sabe dónde y cuánto dinero hay. Y la mujer que le limpia desde hace años también sabe que lo sabe. Y que su hijo que está en la cárcel le tiene que estar tan y tan agradecido a don Damián que no le jodería por cincuenta, doscientos, quinientos euros del cajón de los calcetines.

Xavi sigue hablando y hablando. Explicando un plan bizarro y complicado. Los jóvenes cuando les empiezan a crecer los dientes creen estar metidos en una película de Al Pacino, piensa don Damián. No saben que lo sencillo funciona. Lo complicado, raras veces, por no decir nunca. Ley inexorable. Pero los jóvenes tienden a yuxtaponer planes, horarios, treinta personajes en una obra que suele necesitar a lo sumo dos o tres actores. Y tres siempre son ya muchos para la experiencia de don Damián.

—¿Has pasado por el piso? No me mires como si estuviera gagá. Ya sé que te lo he preguntado antes.

—Sí. Estaba llorando. Así como arrepentida.

—Xavi, no te pases. No soy tan viejo chocho como para no distinguir un bolero de una mentira.

—Le digo lo que ella me contó.

—De ahí el bolero. Yo solo te he preguntado si pasaste por el piso.

—Sí, pasé.

—Pasaste tú por el piso, por el piso yo pasé. Qué cachondo eres. ¿Llegaste a conocer a los payasos de la tele?

Xavi niega con la cabeza. Está contrariado por haberse visto interrumpido en su explicación del plan que le han ofrecido. También que le pregunten por Marisol. Claro que fue al piso. De hecho, ya estaba allí cuando su jefe le llamó. Y se la tiró. Por supuesto. Antes y después de la llamada de don Damián. Y aquello es un desastre porque todo se va a ir a la mierda y eso lo sabe cualquiera por poco que sepa.

—Eran buenos. Uno se murió. Fofó. De cáncer. El país a lágrima viva. Los niños hacían dibujos y los enviaban a la tele o al cielo.

Xavi trata de mostrar hartazgo ante las divagaciones de su jefe. Al mismo tiempo que espera que don Damián se percate antes de que no sea demasiado tarde que es algo más que la niñera de su amante. Es el lugarteniente de un general que debería estar ya en la reserva, viviendo de las rentas de sus bingos, bares y fondos de inversión en el BBVA. Es el lugarteniente llamado a clavarle una estaca en medio del corazón y quedarse el negocio. Pero ¿qué negocio? Aquello fue algo en su tiempo pero ahora es como la concesión de un estanco. Más allá de los chinos limpiando dinero bajo los cartones del bingo y algún trapicheo en los chiringuitos, aquello es más legal que un semáforo cambiando de rojo a verde.

—Esa tía me engaña. Lo sé.

Están uno frente al otro. Ambos sentados en sillas de toda la vida, de respaldo beige, alrededor de la mesa de comedor sobre la que Xavi aseguraría que no ha comido nadie desde hace décadas. Probablemente el viejo no hace más que aprovechar el mobiliario que fue de sus padres o de su primer matrimonio en los setenta, cuando los payasos se morían de cáncer y se iban al cielo. Está tan cerca de su jefe que el aroma de su colonia mezclada con sudor le llega como a través de una ventana abierta. Sabe cómo va a ir todo. Lo sabe. El viejo le va a clavar los ojos y se lo preguntará. Así que más le vale estar preparado. Pero uno nunca está preparado para la verdad. Quema si la aceptas y abrasa si la niegas.

—¿Has visto a alguien que la merodee? ¿Algún hijo de puta que la llame y ella se esconda para hablar?

—No.

—Esa tía se folla a otro. Y se mete farlopa. Ayer hablaba la farlopa por ella. Lo sé, pero no sé quién se la pasa.

—No sé nada de eso.

—¿De qué no sabes?

—Ni de tíos ni de cocaína.

—Igual es la bruja esa a la que va.

Don Damián se pasa la mano por la cara. Está cansado. Llegó anoche y apenas pudo conciliar un sueño que valiera la pena. Se atiborró de todo pero aquella mujer le había sacado de quicio. Le había herido en su hombría. Por eso sabía que se metía otra polla entre las piernas. O quizás no fuera así. Quizás él la sacó primero de sus casillas con sus celos y paranoias. Ha de pensar que ella es de otra generación. La paranoia siempre tiene habitaciones libres, recuérdalo Damián. La acosaste. La acorralaste y ella te arañó. Seguro que no pensó lo que dijo. Seguro que se arrepintió enseguida. Quieres perdonarla. Solo necesitas una señal para hacerlo.

—¿La viste arrepentida?

¿Otra vez lo mismo?

—A ver si nos entendemos, don Damián. La vi que no había pasado buena noche y me preguntó cómo estaba usted —miente Xavi—. Preocupada. Supongo que eso significa algo. Al principio no, pero luego a medida que pasaron las horas se fue calmando.

—¿Al principio? ¿A la hora?

—Sí.

—¿Qué quieres decir, Xavi?

Las alarmas se disparan. Xavi sabe que cuanto menos cuente, mejor. Ahora debe salir de esa trampa. Necesita algo de tiempo.

—No le entiendo, don Damián.

—Pues que si te he llamado a las seis de la mañana para que fueras de mi parte a ver cómo andaba la cosa y me vuelves a la hora no veo mucho principio ni muchas horas.

—Más o menos, joder.

—¿De qué principio hablamos, Xavi?

—El principio serían las seis y cuarto.

—¿Y el final?

—Media hora, tres cuartos después.

—Una película corta para tener hasta principio y final.

Xavi ha de sacar el capote. De inmediato. Ese viejo es listo como un gato.

—No me quiero meter en cosas que no me importan pero esa chica viene de una historia complicada. El moro la amenazó. Ya sabe cómo son esos hijos de puta…

—¿No ha vuelto a molestarla?

—No, desde aquella vez que apareció por el bingo, no.

—Pero eso no lo sabe ella.

—No.

—Una lástima que se os escapara.

—No fue a mí sino al listo de su colombiano.

Don Damián calla y Xavi lo da como un asentimiento o una invitación a poder continuar con lo que estaba contando. Al menos le gustaría que así fuera. Que escuche la propuesta que ha venido a hacerle. Ser convincente. Xavi necesita algo de él. Algo sin apenas riesgo para el viejo pero que le permitirá a él meterse, por fin, en algo loco. Ganarse una pasta. Dejar de ser un asustaviejas.

—Al final, me parecerá bien eso de los localizadores de que me estabas hablando.

—Eso es lo de menos.

—Ahí hay negocio como intermediarios. Nunca de asaltacasas.

—Pero interesa lo otro.

—La juventud y sus sueños de drogas y mafia.

Los localizadores que menciona son parte de la partida que llega desde Panamá. Se colocan en el coche de la persona que interesa y cuando está lo suficiente lejos de su casa, la desvalijan. Y lo otro es droga. Claro. Damián sabe dónde está el plan de pensiones y dónde la bala loca.

—Me pillaré varios. Uno se lo pondré en el culo a Marisol. Y otro a ti. Así sabré dónde estáis. Y veré si se acercan mucho o poco vuestros localizadores.

A don Damián le ha mejorado el humor a pesar de lo reiterado de su broma que es sospecha y sospecha que finge tomarse a broma.

—Explícamelo todo desde el principio. Soy un anciano. Escucho y callo. —Don Damián se quita las gafas. Las deja sobre la mesa. Baja la cabeza y pone todos sus sentidos en lo que va a explicar su subalterno—. Empieza. Despacio.

Xavi sabe que esta es su oportunidad. Ha de ser convincente. No perderse por las ramas.

—Lo han hecho otras veces. Ningún problema hasta entonces.

—Entonces, ¿para qué quieren meterte a ti?

—Yo he sido quien ha querido meterse.

—Sigue, a ver si entiendo algo.

—La mercancía viene de Panamá. Sale del puerto de Manzanillo vía Holanda, Hamburgo para ser más precisos…

—Hamburgo es Alemania, ignorante.

—Vale, Alemania, ¿qué más da? Son unas cincuenta cajas que contienen teclas eléctricas.

—¿Teclas eléctricas?

—Sí, eso seguro. No sé qué son pero se llaman así. Creo que son unos bichos como motores eléctricos. Dentro se les mete cocaína. En unos cilindros. En Hamburgo no hay problema. En la aduana están untados.

—Ah, esos alemanes, siempre tan serios.

—Llegan a España en camiones hasta el puerto.

—¿Y la Guardia Civil?

—También controlado.

—Y de allí mediante empresa de transporte convencional a una empresa que se dedica a eso con lo que no hay posibilidad de sospecha. Allí son desmontadas las máquinas por quien quiere la droga y ya está.

—Igual es que soy subnormal, pero en un negocio que funciona ¿para qué necesitan a alguien nuevo que lo haga ir mal?

—La cuestión es que esta vez el camión de la empresa transportista no ha de llegar a esa empresa. Lo detienen en un tramo poco frecuentado. Fingimos un atraco y la droga se desvía a otro bolsillo.

—¿Quién está detrás de esa locura?

—Un socio de la empresa y uno de los que manejan la droga que está harto de su socio.

—Si entras, despídete de mí. No quiero que me salpique toda esa estupidez.

—Déjeme acabar.

—¿Para qué? Me he perdido. ¿Para quién trabajarás? Seguro que no lo sabes ni tú. Os engañáis unos a otros y al final no sabéis de quién es la manguera que estáis pisando.

—No estoy agilipollado. No quiero meterme con traficantes. No quiero tocar ni un gramo de droga. No quiero nada de todo eso. Me han ofrecido que seamos nosotros quienes conduzcamos la furgoneta que atracarán. Solo eso.

—Solo eso.

—La asaltan y ya está. Pero, claro, la furgoneta no ha de levantar sospechas. Una Seur, algo así.

—Y entonces el genio ha pensado en utilizar a Dit i Fet.

—Sí.

—Ya entiendo. Quieres que te meta en esa pequeña y ecológica empresa de mi amigo Bernabé…

—Don Damián, que ya llevamos mucho juntos. La empresa es suya por mucho que no aparezca usted por ningún lado.

—No te pases de listo, Xavi, y mucho menos me toques los cojones.

—Vale, vale.

—Retomando el tema. A Dit i Fet le llega un encargo y eres tú quien lo coge y quien conduce la furgo.

—Sí, eso había pensado.

—No.

—Hay pasta.

—¿Tú eres idiota? Sospecharán del atraco. La poli puede ser corrupta, perezosa, pero son igual de hijos de puta que tú o que yo, si no más. Me relacionarían con esta mierda y a cambio de nada. Yo ya estoy jubilado, Don Proyectos.

—Treinta mil. Por dejarse robar algo que no es ni suyo.

—No.

Xavi se levanta, furioso. En el fondo sabe que su jefe tiene algo de razón. ¿Cómo no ha podido verlo antes…? Pero se le apareció ese negocio y propuso lo de la compañía de transporte a los otros y les pareció muy buena idea. Tendrá que pensar otra cosa. Hablar con alguien que trabaje con alguien que a su vez conozca a alguien que…

—Hazme caso, no te metas en jaleos. Si hay droga y Panamá y Hamburgo y máquinas y cilindros, eso sale en la tele. Eso es mierda. El Judas, ¿de dónde es?

—Colombiano.

Don Damián sepulta con una carcajada la conversación. Xavi se da la vuelta, enfadado sin aceptar que quizás lo mejor sería pasar de aquel lío. Don Damián se deja caer sobre el tresillo frente al televisor. A la caza del mando a distancia.

—Cuidado con los perros al salir.

Xavi sale de la torre. Ha dado su palabra de que conseguiría lo de Dit i Fet. Pensaba que podría convencer fácil y rápido al viejo, maldita sea. Cierra la verja del jardín con un chasquido. Hace un frío de narices por aquí, piensa. Con un destello le saluda su coche aparcado cuesta abajo en una de aquellas calles a medio asfaltar de la urbanización. Como una despedida oye el parpar de Nelson. Luego el ladrido de los perros que parecen venir al galope desde el otro extremo del jardín. Demasiado tarde, chuchos.

Ocho, nueve, diez de la mañana.