Me colé en la mente de Lissa y una vez más vi y experimenté de primera mano cuanto sucedía a su alrededor.
Ella volvía a fisgar en la capilla del ático, lo cual confirmaba mis peores temores. No halló dificultad alguna para entrar, como la última vez. «Dios bendito», pensé para mis adentros, «¿puede haber un sacerdote peor que ése a la hora de asegurar su capilla?».
El crepúsculo doraba los cristales de la vidriera contra la cual se recortaba la figura de Christian, sentado en el alféizar.
—Llegas tarde —dijo él—. Te espero desde hace un buen rato.
Lissa tomó una de las sillas desvencijadas y le limpió el polvo.
—Supuse que estarías liado con la directora Kirova.
Él sacudió la cabeza.
—No demasiado. Me han castigado una semana y sanseacabó. Nada de lo que sea difícil escabullirse —movió las manos a su alrededor—. Como puedes ver por ti misma.
—Me sorprende que no te hayan castigado más tiempo.
Un rayo de luz incidió en esos cristalinos ojos azules suyos.
—¿Decepcionada?
Ella parecía sorprendida.
—¡Le has prendido fuego a una persona!
—No, no lo hice. ¿Viste que le rozara una sola chispa?
—Estaba envuelto en llamas.
—Las tuve bajo control todo el rato, las mantuve lejos de él.
Lissa suspiró.
—No deberías haberlo hecho.
Abandonó su posición lánguida y se enderezó para luego ponerse de pie e inclinarse sobre ella.
—Lo hice por ti.
—¿Le atacaste por mi causa?
—Toma, claro. Os lo estaba haciendo pasar mal a ti y a Rose. Ella le estaba plantando cara como Dios manda, supongo, pero imaginé que no le vendría mal una ayudita. Además, esto va a cerrarles el pico a todos sobre el tema del zorro.
—No deberías haberlo hecho —repitió Lissa, apartando la mirada, pues no sabía cómo tomarse semejante muestra de «generosidad»—. De todos modos, no actuaste así por mí, no del todo, disfrutaste haciéndolo. Una parte de ti quería hacerlo… porque sí —le cambió la cara al oír eso y una expresión de inusual sorpresa sustituyó al gesto de autocomplacencia. Lissa podría no tener poderes mentales, pero poseía una habilidad portentosa para leer las intenciones de la gente—. Usar la magia para agredir a alguien está prohibido —continuó ella, aprovechando que le había sorprendido con la guardia baja—, y por esa razón lo hiciste. Lo encontrabas emocionante.
—Esas reglas son una majadería. Los strigoi no seguirían matándonos como a moscas si empleásemos la magia en vez de toda esa tontería de candor y blandura.
—Te equivocas —repuso ella con firmeza—. La magia es un don hecho para la paz.
—Porque lo dicen ellos, sólo por eso. Estás repitiendo la línea del guión con que nos han educado desde críos —se puso en pie y anduvo por el reducido espacio del ático—. Eso no siempre fue así, ¿sabes? Hace siglos solíamos luchar junto a los guardianes, pero entonces la gente se rajó y dejó de hacerlo. Imaginaron que era más seguro esconderse y olvidaron los conjuros de ataque.
—Entonces, ¿cómo es que tú conocías ese del fuego?
Él esbozó una sonrisa esquinada.
—No todos los olvidaron.
—¿Como tu familia? ¿Como tus padres?
El gesto de júbilo desapareció del semblante de Christian.
—Tú no sabes nada acerca de mis padres.
Endureció la mirada y se le ensombreció el gesto. Quizá la mayoría de la gente le habría encontrado intimidador y amenazante, pero de pronto, mientras Lissa estudiaba y admiraba sus facciones, pareció muy, muy vulnerable.
—Tienes razón —admitió ella en voz baja al cabo de unos instantes—. No sé nada. Disculpa.
A Christian se le quedó cara de pasmo por segunda vez durante el encuentro. Debía de ser poco frecuente que alguien le presentara sus disculpas. Diablos, nadie le hablaba así casi nunca y tampoco casi nadie le escuchaba. Volvió otra vez a su papel de chulito.
—Olvídalo —de pronto, dejó de caminar y se arrodilló en frente de ella para poder mirarle a los ojos. Lissa contuvo la respiración al tenerlo tan cerca. Una peligrosa sonrisa curvó los labios de él—. Y en realidad, no pillo por qué tú, sobre todo tú, de entre todos, deberías sentirte ultrajada porque yo haya usado magia «prohibida».
—¿Yo «de entre todos»? ¿Y qué se supone que significa eso?
—Puedes fingir toda la inocencia que quieras, y lo haces de fábula, pero yo sé la verdad.
—¿Y qué verdad es ésa?
Ella no lograba ocultarnos su inquietud ni a mí ni a Christian, que se inclinó un poco más cerca de ella.
—Usas la coerción todo el tiempo.
—No, jamás —replicó ella de inmediato.
—Oh, sí, por supuesto. Me he pasado despierto toda la noche, devanándome los sesos para descubrir cómo demonios fuisteis capaces vosotras dos de alquilar un apartamento e ir a un instituto de enseñanza media sin que nadie mostrara el menor interés en conocer a vuestros padres. Y entonces me lo imaginé. Has debido de usar la coerción. Para empezar, probablemente, fue así como lograste escaparte de aquí.
—Ya veo. Lo descubriste por ciencia infusa, chas, sin demostración alguna.
—Me basta mirarte para tener todas las pruebas necesarias.
—¿Has estado observándome, espiándome, para demostrar que uso la coerción?
—No —se encogió de hombros—. Te he observado por el placer de hacerlo. Lo de la coerción ha sido un extra. Te vi emplearla el otro día para conseguir una prórroga en la fecha de entrega de las tareas de mates y también sobre la señora Carmack cuando pretendía hacerte más preguntas.
—¿Y de ahí concluyes que es una coerción? Quizá se me dé bien convencer a la gente —replicó Lissa con una nota de desafío en la voz, algo perfectamente comprensible si se tenía en cuenta sus sentimientos de miedo y rabia.
Pero se la quitó de encima al tiempo que se sacudía la melena y habría pensado que estaba flirteando si no la conociera mejor que eso, porque yo la conocía bien… ¿o no? De pronto, ya no estuve tan segura.
Él continuó con su parloteo, sin embargo algo en sus ojos me decía que él, que no se perdía detalle en lo tocante a Lissa, había notado lo del pelo.
—Miro la cara de la gente cuando tú les hablas: tienen aspecto de atontados, y no estoy hablando de un cualquiera, eres capaz de hacérselo a un moroi, y probablemente también a los dhampir. Ahora bien, eso es de locos. Ni siquiera sabía que algo así era posible. Eres una especie de gran estrella, una superestrella malévola que abusa de su poder.
Era una acusación en toda regla, pero el tono y el aspecto tenían exactamente el mismo flirteo que Lissa.
No supo qué responder, pues él tenía razón. Todo cuanto había dicho era cierto. Su don era lo que nos había permitido eludir la autoridad y continuar adelante en el mundo exterior sin el concurso de los adultos y también gracias al mismo conseguimos que el banco nos dejara disponer de algún dinero de su herencia.
Y eso se consideraba un error tan garrafal como el uso de la magia como arma. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, era un arma, y además poderosa, y resultaba muy fácil abusar de ella. A todos los niños moroi les habían enseñado desde muy pequeños que la coerción era muy, muy fuerte. Ninguno había sido instruido en el arte de emplearla, pero técnicamente hablando, todo moroi tenía el don. Lissa lo había encontrado casi de chiripa, pero lo usaba ampliamente, y como había deducido Christian, era capaz de emplearlo sobre moroi, humanos y dhampir.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —inquirió ella—. ¿Te vas a chivar?
Christian negó con la cabeza y sonrió.
—No, me parece guay.
Ella puso unos ojos como platos y le miró fijamente mientras se le aceleraba el pulso. La curvatura de los labios de su interlocutor la intrigaba.
—Rose te considera peligroso —espetó, hecha un manojo de nervios—. Cree que quizá fuiste tú quien mató al zorro.
No supe cómo sentirme al saberme mencionada en una conversación tan anómala. Asusto a cierta gente, y tal vez también a él.
Sin embargo, tuve la impresión de que no era así a juzgar por la nota jocosa de la voz de Christian cuando le respondió.
—La gente me considera un tipo inestable, pero te aseguro algo: Rose es diez veces peor que yo. Por supuesto, eso hace que a la peña le resulte más difícil fastidiarte, por eso estoy completamente a favor de ella —se echó hacia atrás y al fin se alejó de ese espacio de intimidad existente entre ellos—. Pero aquello no lo hice yo ni de coña. Me voy a enterar de quién ha sido… Lo de Ralph no será nada en comparación.
La galante oferta de una venganza aterradora no tranquilizó mucho a Lissa, sino todo lo contrario: se estremeció un poco.
—No deseo que le hagas nada parecido a nadie, y sigo sin conocer al culpable.
Christian se inclinó hacia delante y le tomó las muñecas con las manos. Empezó a decir algo, pero enmudeció y agachó los ojos, sorprendido, mientras recorría con los pulgares las débiles y apenas perceptibles cicatrices. Cuando volvió a mirar a Lissa, había en su semblante una amabilidad de lo más extraña, tratándose de él, claro.
—Puede que no sepas quién lo hizo, pero algo sabes, algo de lo que no hablas.
Ella le miró fijamente mientras las emociones le rebullían en el pecho.
—No puedes conocer todos mis secretos —musitó Lissa.
Él bajó los ojos y volvió a concentrar la mirada en las muñecas de Lissa antes de soltarlas. Esbozó otra vez esa seca sonrisa suya.
—No, supongo que no.
Una sensación de paz colmó a Lissa, una como sólo podía darle yo, o eso pensaba. Regresé a mi propia mente y a mi habitación, donde estaba sentada en el suelo delante del libro de mates. Luego, por motivos que no logré comprender, lo cerré de golpe y lo tiré contra la pared.
Me pasé el resto de la noche comiéndome el tarro hasta que llegó la hora de salir al encuentro de Jesse. Bajé a hurtadillas las escaleras y me metí en la cocina, un lugar donde estaba autorizada a entrar a condición de que la estancia fuera breve, y entré en su ángulo de visión en cuanto tomé un atajo hacia el área principal de visitas.
Pasé junto a él y me detuve lo justo para susurrar:
—Hay una sala de espera en la cuarta planta, y no la usa nadie. Toma las escaleras que hay al otro lado de los servicios y reúnete conmigo en cinco minutos. La cerradura de la puerta está rota.
Jesse se presentó puntualmente en aquella sala oscura, llena de polvo y abandonada. El número de guardianes había disminuido con el paso de los años, lo cual había provocado que quedaran abandonados un montón de dormitorios. Era un triste indicio del sino de los moroi, pero en aquel preciso momento resultaba de lo más conveniente.
Se dejó caer sobre el sofá y yo me tumbé de espaldas, apoyando los pies en su barriga. Todavía seguía alucinada después del extraño encuentro de Lissa y Christian en el ático y mi mayor deseo en ese momento era olvidarlo durante un rato.
—¿Has venido a estudiar de verdad o es una simple excusa? —pregunté.
—No, eso era verdad. Debía hacer una tarea con Meredith —el tono de voz le delataba: eso no le hacía ni pizca de gracia.
—Vaya —le embromé—. ¿Trabajar con una dhampir equivale a rebajarse para alguien de sangre azul? ¿Debo sentirme ofendida?
Mi interlocutor esbozó una sonrisa que dejó entrever una perfecta dentadura de dientes y colmillos blancos.
—Tú molas mucho más que ella.
—Me alegro un montón de haber puesto las cosas en su sitio.
Había un punto de ardor en esos ojos suyos cuando los volvió hacia mí, mientras iba deslizando la mano por mi pierna, pero antes debía hacer algo, pues había llegado la hora de tomarme una pequeña venganza.
—Mia también debe serlo para que la toleréis entre vosotros sin ser miembro de la realeza.
Detuvo la mano en la pantorrilla y la recorrió de forma juguetona con las yemas de los dedos.
—Ella está con Aaron, y yo tengo muchos amigos que no son de la nobleza, y amigos dhampir. No soy un gilipollas integral.
—Ya, pero ¿sabías que los padres de Mia prácticamente son mayordomos de los Drozdov?
La mano de Jesse se inmovilizó sobre mi pierna. Me había pasado tres pueblos, pero Jesse era una auténtica portera, y tenía una fama merecida de ir contando chismes por ahí.
—¿De veras?
—Oh, sí. Friegan suelos y cosas por el estilo.
—Vaya.
Al mirar sus ojos azules, me pareció ver cómo le daba vueltas al coco y debí reprimir una sonrisa. Ya había plantado la semilla.
Me incorporé y me acerqué a él mientras acomodaba la pierna sobre su vientre. Luego, le rodeé con los brazos; en un pispás, él olvidó todo pensamiento sobre Mia, impelido por un subidón de testosterona. Me besó con avidez mientras me empujaba como quien no quiere la cosa contra el respaldo del sofá. Me relajé en lo que iba a ser la primera actividad física agradable de las últimas semanas.
Estuvimos dándonos el lote un buen rato y no le detuve cuando me quitó la blusa.
—No va a haber sexo —le previne entre un beso y otro.
No tenía la menor intención de perder la virginidad en el sofá de ese cuartucho.
Él hizo una pausa y se tomó unos segundos para pensárselo, pero al final optó por no precipitar las cosas.
—Vale.
Sin embargo, me empotró contra el sofá, se puso sobre mí y siguió besándome con la misma intensidad. Recorrió mi cuello con los labios varias veces, y no pude contener un jadeo de excitación cuando noté en la piel el roce de la punta de sus colmillos.
Se irguió y estudió mi semblante con manifiesta sorpresa. Apenas fui capaz de respirar durante un momento al recordar la oleada de placer que podía producirme el mordisco de un vampiro mientras me preguntaba cómo lo experimentaría si se prolongaba. Entonces irrumpió el viejo tabú echando virutas. Donarle sangre mientras hacíamos eso seguía siendo un error, era algo sucio incluso aunque no hubiera sexo entre nosotros.
—No —le avisé.
—Tú quieres —había una nota de sorpresa en su voz excitada—. Estoy seguro.
—No, no quiero.
Se le iluminaron los ojos.
—Sí quieres. ¿Cómo…? Eh, ¿lo has hecho antes?
—No, por supuesto que no —le solté con tono burlón.
Aquellos primorosos ojos azules me observaron con tanta fijeza que casi pude apreciar cómo los ejes de su mente no dejaban de dar vueltas, sopesando la cuestión. Quizá Jesse estuviera flirteando todo el rato y fuera un bocazas, pero no tenía un pelo de tonto.
—Pues actúas como si te sonara de algo el tema. Te has excitado cuando te he rozado el cuello.
—Eso es porque besas muy bien —contraataqué, aunque eso no era del todo cierto. Era un pelín más baboso de lo que a mí me habría gustado—. ¿No crees que alguien se habría enterado si hubiera estado dando sangre?
Entonces cayó en la cuenta.
—A menos que no lo hayas hecho antes de marcharte. Lo hiciste mientras estuvisteis fuera, ¿a que sí? Tú alimentaste a Lissa.
—Por supuesto que no —repetí.
Pero había dado en el blanco, y él lo sabía.
—Era la única manera si no teníais proveedores… Joder, tía.
—Ella encontró algunos —le mentí con la misma trola que le había contado a Natalie, y ella lo había contado por ahí, por lo cual nadie, salvo Christian, lo había preguntado—. Hay muchos humanos en el ajo.
—Sí, claro —respondió con una sonrisa, y volvió a rozar mi cuello con los labios.
—No soy una prostituta de sangre —le espeté, echándome hacia atrás.
—Pero quieres serlo, te gusta, sí, el mordisco os pone a todas las dhampir.
Sentí de nuevo los colmillos sobre mi piel. Puntiagudos. Maravillosos.
Tuve la intuición de que una reacción hostil únicamente iba a empeorar las cosas. Debía neutralizar la situación a base de bromas.
—Echa el freno —le dije con voz amable mientras le recorría los labios con el dedo—. No soy de ésas, pero si quieres tener algo con lo que jugar con la boca, puedo darte alguna que otra idea…
Eso despertó su interés.
—¿Ah, sí? ¿Y el qué…, por ejemplo?
Y entonces fue cuando se abrió la puerta y nos separamos de un brinco. Yo estaba preparada para tener que lidiar con un estudiante e incluso con una criada, pero no estaba lista para enfrentarme a Dimitri.
Entró por la puerta como un bólido, como si esperara pillarnos allí en el peor de los momentos, y contundente como un ciclón. Supe por qué Mason le había calificado de dios. Atravesó el cuartucho en un abrir y cerrar de ojos, aferró al moroi por la pechera de la camisa y le alzó hasta levantarlo casi del suelo.
—¿Cuál es su nombre? —espetó Dimitri.
—Je-Jesse, señor. Jesse Zeklos, señor.
—Bien, señor Zeklos, ¿tiene usted permiso para estar en esta zona de dormitorios?
—No, señor.
—¿Conoce usted las reglas de la institución sobre las relaciones entre chicos y chicas?
—Sí, señor.
—En tal caso, le sugiero que salga de aquí tan rápido como pueda antes de que se encuentre con alguien que le imponga su merecido castigo, y como vuelva a verle en algo así —Dimitri señaló con el dedo hacia mí, encogida y semidesnuda en el sofá— seré yo quien lo haga. Y va a dolerle. Mucho. ¿Lo ha entendido?
Jesse puso unos ojos como platos y tragó saliva, pero no soltó ni una sola de sus bravatas habituales, porque supongo que existía cierta diferencia entre la normalidad y estar en manos de ese tipo ruso, alto, enojado y capaz de hacerle pedacitos.
—¡Sí, señor!
—Entonces, váyase.
Dimitri le soltó y el moroi salió disparado por la puerta más deprisa aún de lo que había entrado mi mentor, si es que eso era posible. Éste se volvió hacia mí con un destello peligroso en los ojos. No despegó los labios, pero el mensaje de rabia y desaprobación llegó alto y claro.
Y de repente cambió.
Fue casi como si aquello le hubiera pillado desprevenido y nunca antes se hubiera fijado en mí. Estudió mi rostro y mis curvas. Habría jurado que estaba examinándome de haber sido cualquier otra persona. Entonces, caí en la cuenta de que únicamente llevaba puestos los jeans y un sujetador negro. Incluso alguien como él, siempre tan concentrado en el deber, el entrenamiento y todo eso, debía apreciar aquello.
Al final percibí un flujo de calor extendiéndose por todo mi cuerpo: la mirada de aquellos ojos me ponía más que los besos de Jesse. Dimitri era callado y a veces incluso distante, pero también tenía una dedicación y una intensidad como no había visto en nadie más. Me pregunté cómo serían ese poder y esa fuerza trasladados a otro ámbito… Al sexo, vaya. Me pregunté qué sentiría si él me tocase y… ¡Mierda!
¿En qué rayos estaba pensando? ¿Se me había aflojado algún tornillo en la cabeza? Me puse muy digna para ocultar mis sentimientos y la vergüenza.
—¿Ves algo que te gusta? —pregunté.
—Vístete.
El trazo de sus labios se endureció y sus sentimientos, fueran cuales fueran, desaparecieron. Tanta seriedad tuvo la virtud de serenarme y hacerme olvidar mi turbadora reacción. Volví a ponerme la blusa de inmediato, nerviosa al ver el lado duro de mi mentor.
—¿Cómo me has encontrado? ¿Me has seguido para asegurarte de que no me escapaba?
—Cállate —me espetó, inclinándose hacia mí tanto que nuestros ojos quedaron a la misma altura—. Un conserje te vio y me informó. ¿Te haces una idea de la enorme estupidez que supone este comportamiento?
—Lo sé, lo sé, te refieres a todo el rollo ese del período de libertad vigilada, ¿no?
—No sólo eso. Me refiero por encima de todo a ponerte en semejante situación.
—Me veo envuelta en esos líos todo el tiempo, camarada —el mosqueo reemplazó al miedo. Me repateaba que me tratase como a una cría—. Pues sí que le das importancia a esta tontería.
—Deja de llamarme así. Ni siquiera sabes de lo que hablas.
—Oh, sí, por supuesto. Tuve que hacer un trabajo sobre Rusia y la USSR el año pasado.
—Era la URSS, ¿vale? Y estar con una dhampir es algo importante para un moroi. Les encanta fanfarronear.
—¿Y…?
—¿Y? —parecía disgustado—. ¿Es que no respetas nada? Piensa en Lissa. Pareces algo barato y de poca calidad cuando te comportas así. De ese modo das gasolina a toda la gente que ya piensa mal de las dhampir, y esa conducta también recae sobre ella, y sobre mí.
—Ah, ya veo. Así que de eso va la cosa, ¿no? ¿Estoy hiriendo tu enorme ego de macho? ¿Temes que vaya a arruinar tu reputación?
—Yo ya me he labrado mi propia fama, Rose. Fijé mis reglas y me atengo a ellas desde hace mucho. Queda por ver qué haces tú con las tuyas —la voz del mentor volvió a endurecerse—. Ahora, regresa a la habitación, si es que logras no lanzarte encima de otro más.
—¿Ésa es una forma sutil de llamarme puta?
—He oído las historias que te gusta contar y también las que corren sobre ti.
Ay. Me entraron ganas de gritarle que no era de su incumbencia lo que yo hacía con mi cuerpo, pero el desencanto y la ira de su rostro tenían algo que me quitó las ganas. No lo identifiqué. No me preocupaba decepcionar a alguien como Kirova, pero ¿a Dimitri? Recordé lo orgullosa que me había sentido cuando me había alabado durante nuestras últimas prácticas. Que eso desapareciera me hacía sentir tan facilona y poca cosa como él había dado a entender.
Algo se rompió dentro de mí. Hice un esfuerzo y contuve las lágrimas.
—¿Por qué es tan malo… divertirse? No sé… Ya sabes, tengo diecisiete años. Debería poder pasarlo bien.
—Sí, diecisiete años, pero en menos de doce meses tendrás la vida de una persona en tus manos. Podrías divertirte si fueras humana o moroi. Entonces podrías hacer las mismas cosas que ellos.
—Pero dices que no puedo.
Dimitri desvió la vista y extravió la mirada de sus ojos oscuros. Estaba pensando en algo muy lejos de aquella habitación.
—Conocí a Ivan Zeklos cuando tenía tu edad. Nos hicimos amigos, aunque no se parecía en nada al vínculo existente entre tú y Lissa, por lo cual él me pidió como guardián cuando me gradué. Yo era el mejor de mi colegio y prestaba mucha atención en clase, a todo, pero al final no fue suficiente. Así es como funciona esta vida. Un desliz, la menor distracción y… —suspiró—. Y ya es demasiado tarde.
Se me formó un nudo en el estómago cuando pensé que un simple fallo podría costarle la vida a Lissa.
—Jesse es un Zeklos —apunté al tiempo que comprendía que acababa de echar a cajas destempladas a un familiar de aquel antiguo amigo suyo que había estado bajo su custodia.
—Lo sé.
—¿Es eso lo que te molesta? ¿Te recuerda a Ivan?
—No importa lo que sintamos ni tú ni yo ni nadie.
—Pero te molesta —me pareció obvio de repente. Fui capaz de leer en su pena a pesar de lo hondo que la había ocultado—. Te duele a diario, ¿verdad? Le echas de menos.
Dimitri pareció sorprendido, como si hubiera desvelado una parte oculta de su pasado y no deseara que yo lo supiera. Le había considerado un tipo distante, antisocial y un tanto duro, pero tal vez se había apartado de los demás para no resultar herido si los perdía. La muerte de Ivan había dejado una marca indeleble, era evidente.
Me pregunté si mi mentor se sentía solo.
El gesto de sorpresa se desvaneció de su semblante, que recobró la habitual circunspección.
—No importa cómo me sienta. Ellos tienen prioridad. Nosotros los protegemos.
Hubo un largo silencio antes de que volviese a hablar.
—Me dijiste que querías luchar, luchar de verdad. ¿Sigue siendo cierto?
—Sí, totalmente.
—Puedo enseñarte, Rose, pero he de creer que le pones empeño, que te dedicas a ello de verdad. No quiero que te distraigan este tipo de cosas —abarcó el cuartucho con un gesto—. ¿Puedo confiar en ti?
Me entraron ganas de gritarle otra vez cuando me encontré bajo el peso de esa mirada y la seriedad que invocaba. No me explicaba cómo podía ejercer una influencia tan grande sobre mí. En la vida me había importado un bledo la opinión de nadie.
—Sí, lo prometo.
—De acuerdo, te adiestraré, pero has de fortalecerte, es preciso, por mucho que odies correr, lo sé, pero es necesario. No te haces ni idea de cómo son los strigoi. Aquí intentan prepararte, pero no vas a imaginarte su fuerza ni su velocidad hasta que no los hayas visto en acción. Por eso, no dejes el entrenamiento ni las carreras. Vamos a necesitar más adiestramiento si de verdad quieres pelear. No voy a dejarte mucho tiempo para los deberes ni para nada más. Vas a terminar cansada. Y mucho.
Le di vueltas al asunto: pensé en él y en Lissa.
—No importa. Si me dices que lo haga, lo haré.
Escudriñó mi rostro con intensidad, como si todavía vacilase sobre si podía o no creerme. Al final, satisfecho, hizo un gesto de seco asentimiento.
—Comenzaremos mañana.